El primer recuerdo que tengo de Antonio, el Chaparrito, es el de su inolvidable Seat 600, color amarillo canario, que según muchos testigos, clientes a su vez del bar, alcanzaba los 150 Km/h de velocidad punta. Antonio decidió llevarlo al taller de Alejandro y éste, trocándole una biela por aquí, desmontándole un pistón por allá, logro hacer del simpático «pelotilla» un bólido del que su propietario, el Chaparrito, se sentía más que orgulloso. ¡Había que ver lo fanfarrón que era el bueno de Antonio! En las tertulias que se organizaban en el bar, contaba soberbio lo que le ocurrió aquella tarde de domingo regresando a Madrid por la antiguamente llamada Carretera de Burgos:  — «Iba  a todo trapo, en bajada, y no vayáis a creer que el 600 sufría, qué va. Enfilé la recta que va paralela a la del Circuito del Jarama y allí estaban disputando el Gran Prix de Fórmula Uno. Se puso en paralelo conmigo el Ferrari de Lauda y, no veas, no pudo con el 600… Llegamos casi justos a la curva…» –. Antonio, el Chaparrito, un cuarentón castizo natural del barrio de Lavapiés, era un tipo socarrón, franco, sincero (según se mirase), abierto, más chulo que un ocho y con una natural predisposición al optimismo. Su infancia había sido muy dura; huérfano desde niño — inclusero, según otras versiones — había tenido que sacarse el solo las castañas de fuego desde su más incipiente juventud. Pese a todo, Antonio exhibía siempre un excelente humor y era muy aficionado a gastar bromas, nunca pesadas, por lo que su presencia en el bar era motivo de alegría para mí cuando yo no era más que un niño. Con Antonio llegué a tener una relación propia de un chavalín con su hermano mayor, una relación de total y profunda admiración no exenta de inocente cariño. Aconteció que siendo yo muy crío todavía, Antonio le empezó a tirar los tejos a la hija de doña Lola, la portera del edificio donde habitaban mis padres. Antonio siempre había tenido fama de juerguista y mujeriego en el barrio, por lo que aquella sentimental relación no fue bien vista por doña Lola y mucho menos por su marido. El asunto llegó a tan insostenible extremo que mi madre, amiga personal de doña Lola, se prestó a hacerle el juego a su hija, muy enamorada del Chaparrito, y con la excusa de que me llevaban al médico, mi madre solicitaba que Mary, la hija de doña Lola, nos acompañase para distraerse un rato. Una vez en la calle, Mary y Antonio se veían durante unas horas en la más melancólica clandestinidad hasta que luego volvíamos los tres al edificio, como si tal cosa. Recuerdo los temores que suscitaban en mi infantil conciencia las advertencias de mi madre cuando regresábamos:  — «Leiter, no se te vaya a ocurrir decirle a doña Lola que nos hemos encontrado con el Chaparrito.» –. Cuando por fin llegábamos al edificio, yo estaba tan asustado por la posibilidad de meter la pata que salía disparado hacia el ascensor mientras que mi madre y Mary se quedaban comentando a doña Lola «las indicaciones del médico» acerca de mi presumible y frágil estado de salud, toda vez que esta tragicomedia se repetía con preocupante frecuencia… Yo juraría, si la memoria no me falla, que en alguna ocasión no visitamos médico alguno. Poco a poco, doña Lola y su marido fueron haciéndose a la idea de que los destinos que el amor cruza son imposibles de contener, por lo que la boda del Chaparrito con Mary no tardó en llegar. Se instalaron en un piso de Delicias, propiedad de doña Lola, y Antonio siguió con su trabajo de chófer, el mismo que curiosamente también ejercía el renegado de su suegro. Pero, como Mary ayudaba a doña Lola en las tareas de la portería, todos los días venían bien temprano a la calle Alcántara y desde entonces, Antonio se convirtió en uno más de la familia. A mí me cambiaba el carácter cuando le veía, siempre quería estar con él, quién se pasaba todo el rato gastándome bromas o contándome historias de su infancia. Decididamente, Antonio era de esas personas que se saben ganar el inocente cariño de los niños, como el que yo a esas edades era.

 Sacar un negocio adelante supone muchos sacrificios y, no digamos, si este negocio es un bar. Mis padres casi nunca cerraban en verano por lo que yo, en ocasiones, me iba de vacaciones con doña Lola y su familia, llegando hasta este punto la amistad entre mis padres y los porteros de la finca. Del primer año recuerdo que nos fuimos a la llamada Sierra Pobre de Madrid, en las proximidades del embalse de La Pinilla. No es que yo me sintiera desatendido por parte de doña Lola y su marido, todo lo contrario, pero a mí lo que en realidad me gustaba era cuando Mary y Antonio se presentaban allí los fines de semana. Yo era un niño feliz con Antonio, no me separaba de él ni un solo instante. Me enseñó a nadar en el pantano a pesar de la palidez que yo mostraba al contemplar la oscura profundidad del agua; me enseñó también a conducir el 600 por el campo, colocando un ladrillo por encima del asiento para que pudiera alcanzar a ver por el parabrisas. Por las tardes, dábamos, cayado en mano, caminatas por el monte y me iba explicando la utilidad de muchas de las plantas que veíamos, así como las características y costumbres de los insectos y otros bicharracos que se cruzaban en nuestro camino. Los domingos por la tarde me entristecía al verles marchar y contaba las horas que faltaban hasta el nuevo fin de semana, cuando volvían a aparecer, pese a los esfuerzos de doña Lola y de su marido por tenerme siempre contento y atendido. Dos años después, doña Lola se compró un apartamento en una conocida playa valenciana y Antonio dejó de ser chófer para instalarse como taxista autónomo, con coche y licencia también pagados por doña Lola — Hay que ver lo que daba una portería de sí en aquellos tiempos –. Los dos veranos que pasé con ellos en la playa fueron inolvidables para mí, en un período que supuso mi tránsito de la infancia a la adolescencia. Muchas mañanas, Antonio alquilaba un pedalón y nos íbamos adentrando en el mar. Mientras que yo disfrutaba de un baño en alta mar — Gracias a él, había perdido todo el miedo al agua — Antonio se tumbaba boca arriba en el pedalón para tomar el sol. Una vez me confesó:  — Esto es lo que más me gusta del mundo, estar aquí, a solas con la mar…» –. Imborrable en mi recuerdo resultó aquella tarde que fuimos a ver una playa nudista que se había inaugurado, exclusivamente para extranjeros, en Xeraco… Si no llegamos a salir corriendo nos hubieran lapidado para mayor desvergüenza nuestra. Con el paso de los años, pude apreciar como Antonio, el Chaparrito, pese a su intachable actitud como buen y trabajador marido, no era aún del agrado de su suegro, el marido de doña Lola. Quizás por el hecho de que nunca llegaron a tener hijos, el caso fue que en numerosas ocasiones me encontré metido en medio de un tenso debate entre doña Lola y su marido, una empeñada en defender a Antonio y el otro obcecado con su presunta e infundada holgazanería. Todos los años tengo por costumbre acudir al piso de doña Lola el día previo a Nochebuena, donde como con ellos. Recuerdo muchos años donde, a la vuelta, el marido de doña Lola se daba un paseo conmigo y tras un insustancial intercambio de frases, siempre acababa terminando en el mismo y molesto punto para mí:  — «Mira, Leiter; es que no soporto al Chaparrito. Llega el día de libranza, se sienta en el salón, se pone a leer el periódico, con su vinito… ¡Tú verás! En vez de sacar a su mujer por ahí… Este vino aquí sin tener donde caerse muerto y ahora, que si piso, que si taxi, que si licencia… Y no creas que hace por devolver todo lo que le hemos prestado…» –. Siempre tuve la impresión de que existía un enorme abismo generacional entre Antonio y su suegro. Además, me parecía que el suegro tenía un extraño temor al día en que ellos faltasen, si no sería capaz el Chaparrito de dejar a su hija y largarse por ahí con otra… Nada más lejos de la realidad; Antonio siempre fue un marido ejemplar, trabajador y sacrificado, cuyo único «delito», si es que así  de riguroso se lo puede calificar, fue el ya mencionado de no poder tener descendencia con Mary.

 Hace unos doce años sucedió algo inexplicable: Antonio no tuvo más remedio que acudir al odontólogo, aquejado de unos repentinos y molestos dolores de muelas. Ya le quedaba muy poco para la jubilación y su sueño era retirarse con Mary para vivir perpetuamente en aquel apartamento de la costa levantina. El dentista, tras una breve inspección, le mandó de urgencia a un otorrinolaringólogo. El diagnóstico no pudo ser más desolador: Antonio padecía un severo cáncer de garganta que se mostraba ya preocupantemente extendido. No quiso pudrirse en un hospital y sus últimos días los pasó en casa, rodeado de su mujer y suegros. Una tarde bajé a verle. Hablaba con mucha dificultad, quejándose continuamente de agudos dolores en el cuello. Me bloqueé, no supe qué decir… Aquel hombre había sido para mí como un hermano mayor, o quizás, como un padre rejuvenecido. Siempre me animó a hacer mi vida y jamás me dio de lado, pese a que yo había sido un mocoso y él un hombre acostumbrado a todo tipo de juergas, no precisamente infantiles. Le regalé un frasco de colonia, de su marca de siempre. Con los ojos humedecidos me dijo, con mucha dificultad:  — «Gracias por todo, Leiter, gracias por todo» –. No le volví a ver más con vida. Al mes perdió el habla y al otro el oído. Al tercero, por fin, falleció, poniendo punto final a una terrible agonía de tan estúpidos como estériles sufrimientos. No quise contemplar lo que quedó de su cuerpo y cerré los ojos al pasar por la puerta donde se encontraba su cadáver en el domicilio. Pero no me quedó más remedio que hacerlo a través de la cristalera de la sala del Tanatorio Sur de Madrid. Aquel ser no era el Chaparrito, tan sólo un patético recuerdo corpóreo de su persona. El verano siguiente, nos adentramos Celia y yo en la mar por medio de una pequeña canoa con motor que alquilamos. Fuimos a la misma zona por donde muchos años atrás Antonio y yo habíamos salido tantas veces con el pedalón. Abrí la urna y deposité sus cenizas en la mar, al tiempo que Celia  — quién no llegó a conocerle — iba arrojando unas rosas rojas. De alguna manera, tanto su familia como yo quisimos que viera cumplidos sus sueños.

— «Esto es lo que más me gusta del mundo, estar aquí, a solas con la mar…» —