Aquella tarde lluviosa de sábado trastocaba todos los planes previstos por Celia y por mí, y que se reducían, someramente, a una degustación tapística en El Rescoldo, el elegante bar de nuestro querido amigo Antonio. Casi lo agradecí, ya que por diversos motivos no me encontraba especialmente animado durante el fin de semana. No valgo para enmascarar mis estados de ánimo y por ello no me agrada tertuliar con conocidos cuando algún problema enturbia mi mente. Aprovechando la tesitura climatológica, convencí sin ningún esfuerzo a Celia para quedarnos en casa, al resguardo de caprichosas tempestades y valorando el considerable ahorro económico que supondría nuestra decisión. Además, todavía quedaba algo de whisky en casa…  Celia, observando que mi rostro dibujaba siluetas de melancolía, decidió animar nuestra íntima velada. La oí revolviendo unos cajones de nuestro dormitorio y al poco apareció con una tabla de madera donde adiviné a leer unas inscripciones en caracteres hebreos, así como una serie de guarismos y letras. Ya llevábamos algunos años compartiendo nuestras vidas pero jamás vi anteriormente aquella misteriosa tabla: –«Hoy te encuentro especialmente sensible, Leiter. Es justo lo que necesito para que hagamos una ouija. Te aseguro que no te vas a aburrir» — Dijo Celia ante mi perplejidad y desconocimiento, tanto de su propósito como del objeto al uso.

 Y, en efecto, no me estaba aburriendo, pero mi expresión de gilipollas, con el dedo índice apoyado en la superficie de un vaso invertido, a la penumbra de una vela y con la iluminación más tenue que Celia habilitó para la representación, no auguraba nada particularmente emotivo. Celia me reconvino a pensar en alguien ya fallecido, en concentrarme en alguna persona desaparecida con la que yo hubiera mantenido algún vínculo cercano. Me acordé de mi padre pero no se lo dije. Pasados unos diez minutos, cuando ya me estaba incomodando con las palabras y alocuciones de Celia, el vaso comenzó a moverse. Yo estaba seguro que el dedo de Celia era quién lo impulsaba, y así se lo dije, pero con un gesto imperativo me ordenó callar. El vaso fue junto a la letra F y, a continuación, a la letra E. Después retornó al centro del tablero.  — «¿Eres el padre de Leiter?» — Preguntó Celia ante mi sorpresa. Y el vaso se desplazó junto a un carácter hebreo donde, por debajo, se podía leer «Yes» entre paréntesis. Me pregunté interiormente cómo demonios había podido averiguar Celia el objeto de mi pensamiento, pero, la verdad, seguía con la convicción de que era Celia y sólo Celia quién movía el dichoso vasito. Celia comenzó a «interrogar a mi padre» y el vaso sólo se movía a las referidas letras F y E. No aguanté más y, en un momento, le dije a Celia que las letras E y F son contiguas y que no me estaba creyendo nada… Celia cerró los ojos y preguntó de nuevo: –«Tu hijo se muestra inquieto y escéptico. Por favor, danos una prueba de que el espíritu del padre de Leiter es realmente quién está moviendo este vaso… » —

 Ocurrió algo extraño: De pronto, la llama de la vela comenzó a elevarse y, con un inexplicable silbido agudo, se apagó. Nos quedamos a oscuras, ya que la luz de la habitación anexa que servía para amortiguar el exceso de oscuridad también se apagó. Las luces «display» del vídeo y el televisor, también. Estábamos sin luz. Rápido, saqué un mechero y volví a encender la vela. Con ella me encaminé hacia el cuadro principal de luces de la casa, entre las sonoras carcajadas de Celia, y, paradójicamente, todo estaba en su sitio correcto. — «Pero… ¿Cómo es posible que no haya luz?» — Pensé. Al final, no quedó más remedio que acudir al domicilio del portero para, molestándole a esas horas, solicitar la llave del cuarto de contadores de la finca. Cuando entré en el mencionado cuarto, tan solo la tecla de nuestro contador aparecía con el pulsador bajado.