De todos aquellos clientes que llegaron a pisar el bar de mi padre, y salvando la zoomórfica excepcionalidad de Murillo, fue indudablemente Corchero quien acaparó la unánime opinión de ser el personaje más reñido con la estética corporal. En otras palabras, Corchero era más feo que un demonio, dicho esto con todo el respeto hacia los traviesos seguidores de la causa luciferina. Desde cualquier ángulo o punto de vista donde fuese observado y quizás consciente de la relatividad que conlleva el concepto de imagen, aquel enclenque y patizambo individuo al que poco le faltaba para celebrar sus cuarenta primaveras y que llevaba desde las quince ejerciendo como mozo en un conocido centro comercial de la calle Conde de Peñalver, derramaba fealdad sin pudor alguno. Tal vez por ello, sus enarmónicos labios solían abocinarse en un trascendente intento de aparentar seriedad, rápidamente difuminado por la percusión de unos nervios faciales que delataban una risueña contención. Nunca pude adivinar con precisión la tonalidad de sus oscuros ojos, perennemente protegidos por unas aparatosas gafas metálicas que a buen seguro debían pesar un quintal, a tenor con la llamativa marca encarnada que exhibía en las cumbres de una nariz con forma de cartabón. Tan sólo en una ocasión le vi retirar momentáneamente sus lentes para desentumecer sus vistosas legañas: El grosor de los cristales de aquellas gafas superaba con creces el culo de una botella de Anís del mono… Afortunadamente, el negro cabello de Corchero no presentaba aún signos de alopecia, como tampoco de un uso regular de peine, cepillo y shampoo. Según qué días, la quebrada raya de su improvisado peinado aparecía indistintamente a derechas o izquierdas, aunque en ambos casos escoltada por unos casposos márgenes. El vaivén de sus andares recordaba lejanamente el paso de un conocido anuncio televisivo sobre unas muñecas que se encaminaban hacia el Portal de Belén, a lo que había que añadir algún que otro inesperado requiebro que evidenciaba, bien la distinta longitud de sus piernas, bien una alcohólica ingesta que rebasaba los límites de lo saludable. Todas las mañanas, apenas media hora después de que yo levantase los cierres del bar a eso de las seis, Corchero hacía su entrada en el mismo generalmente comentando las incidencias del diario trayecto metropolitano entre Portazgo y Goya. Su timbre de voz, de registro grave y potente aunque exento de coloratura, se apoyaba en un extraño dialecto de reminiscencias extremeñas pese a que Corchero era natural del Puente de Vallecas: El fonema alveolar y fricativo de la «s» sólo adquiría su real dimensión cuando encabezaba cualquier vocablo.  –«¡Jo, macho! ¡El maquinihta que noh ha traío hoy se creía que manejaba un Ferrari en ve dun tren! ¡Iba a toa leche! En la curva de Tirso de Molina, un viejo que iba leyendo el perióico se ha pegao un ohtión que no veah…»– Corchero atravesaba una más que delicada situación laboral. El supermercado en donde trabajaba había sido recientemente absorbido por una potente multinacional francesa que, para celebrar la nueva adquisición, había decidido prescindir de todo el personal más veterano. Aún así, nunca creí que esta inquietante circunstancia laboral fuese la causa de que, en menos de media hora, Corchero se metiera para el cuerpo diariamente un café solo y tres copas de Ponche Caballero para protegerse de los frescos aires de la alborada. Su desenfadada y risueña actitud no encajaba en absoluto con la incertidumbre de unas más que pesimistas perspectivas laborales. Corchero, que aparentaba cualquier cosa menos capacidad intelectual, demostró, empero, ser un hombre práctico e inteligente cuando vio venir de frente las adversidades: Ni corto ni perezoso, decidió convertirse en enlace sindical de la empresa con lo que, de alguna manera, garantizaba tanto su puesto de trabajo como una sustancial reducción de horas en su jornada laboral merced a las llamadas «horas liberadas» o «sindicales», unos períodos de tiempo en los que, según convenio, el trabajador era liberado de sus obligaciones laborales para mediar o asesorar a cualquier compañero que estuviese involucrado en algún hipotético conflicto con la empresa. Así, Corchero entraba a trabajar a las siete de la mañana para reponer la fruta y dos horas más tarde hacía uso de esos períodos liberados. Pero Corchero, muy pillo él, aprovechaba esas horas para venirse a almorzar y a leer la actualidad deportiva en el Marca que mi padre compraba a diario para los clientes del bar. De esta manera, no daban aún las diez de la mañana cuando Corchero hacía de nuevo su aparición en el bar: –«Esto, Leiter… Ayer no cené casi nada… Me vas a poner una ración de esos callos con chorizo que tienes en la vitrina… Y un botellín de cerveza»– Y así, mientras que la mayoría de clientes de esas horas aprovechaban el breve receso de la mañana para dar buena cuenta de un reconfortante café con porras o churros, Corchero optaba por platos mucho más caloríficos y suculentos. Algunos oficinistas que trabajaban en las inmediaciones del bar llegaron con el tiempo a convertirse en compañeros de la tertulia futbolística que Corchero iniciaba puntualmente al leer en voz alta el Marca: –«¡Joder con el Madrid! ¡Pues no quieren fichar ahora de entrenador al Benito Floro!»—  Corchero, según la habitual perspicacia de Paco el taxista, debía de tener alojada la tenia en sus intestinos, ya que no era posible que con tanto comer y beber su figura fuese tan estilizada. No era raro que Corchero, a eso de la hora del ángelus, solicitase un pincho de tortilla para acompañar su enésimo botellín de cerveza.  –«¡Pues no hace ya tiempo ni nada que me he tomado los callos!»–  En consecuencia, Corchero se pasaba horas y horas en el bar durante casi todas las mañanas, dialogando con unos y discutiendo con otros, llegando a convertirse en un cliente preferencial debido al considerable consumo que de comida y, especialmente, de bebida realizaba a diario. Debido a ello, Corchero suponía para mí una simpática compañía durante las horas muertas que se suceden entre los puntuales apretones de flujo de desayunos y comidas. Quizás por eso, empecé a tomar cierta confianza con Corchero y a menudo, finalizado mi turno diario de mañana en el bar al mediodía, nos tomábamos juntos una cerveza en algún otro local de la competencia. A pesar de ser más feo que un remiendo, de sus estrafalarias costumbres y de sus más que apáticos y perezosos modos, Corchero me pareció siempre un buen tipo.

 No tardé en darme cuenta de que Corchero, casado desde los veinte años y sin descendencia conocida, era un hombre que sufría de cierta soledad existencial tal vez porque, en un mundo contaminado de prejuicios, la imagen exterior de una persona es la que prevalece sobre otros valores más difíciles de desentrañar. Paulatinamente, me iba apercibiendo que Corchero quería ser mi amigo en cuanto que su complicidad conmigo, especialmente cuando nos hallábamos fuera del entorno del bar, era del todo creciente. Corchero me reía todas las gracias y parecía divertirse del todo con mis improvisadas ocurrencias. Poco a poco, su vida fue girando en torno a los tres vértices que respectivamente representaban su domicilio conyugal, su entorno laboral y el bar de mi padre, éste último quizás el más importante en su escala de valores. Con casa de protección oficial en propiedad– en aquellos tiempos mucho más barata — sin hijos y con la aportación económica de los distintos trabajos domiciliarios que su mujer llevaba a cabo como reputada señora de la limpieza, el matrimonio Corchero vivía holgadamente y sin ningún aprieto financiero. Además, un peculiar detalle vino a confirmar enteramente mis sospechas sobre su presumible soledad vital: –«Mi mujer y yo apenas salimos de casa… Los fines de semana igual bajamos a tomar el aperitivo al bar de la esquina… Pero allí, por mi barrio, hay muchos gitanos que están de bronca a todas horas… A mí no me gustan las peleas. Así que, muchos sábados, me bajo a la bodega del Tiburcio a comprar unas litronas de cerveza y una bolsa de patatas fritas. Mi mujer y yo estamos así tranquilos en casa toda la tarde viendo la tele…»–  Una mañana, como tantas otras en el bar de mi padre, comenté mi preocupación por el excesivo tiempo que llevaba caducado mi Documento Nacional de Identidad (DNI). Corchero, apurando de un trago su noveno botellín de cerveza, exclamó: –«¡Andá, Leiter, yo también lo tengo caducado!»–  Un viernes, y atendiendo a la mencionada contingencia, abandoné mi turno de trabajo un par de horas antes de que éste finalizara y me dirigí junto con Corchero hacia la comisaría de Ventas para acometer la renovación del DNI. El problema surgió a la hora de sacarnos las obligadas instantáneas fotográficas en un foto-matón callejero que estaba ubicado en las proximidades del centro policial. Cada vez que, desviando un poco la cortinilla, advertía la circunspecta expresión facial que trataba de adoptar Corchero momentos previos al fogonazo desprendido por aquel artilugio, me entraba tal incontrolado ataque de risa que el pobre Corchero se contagiaba del mismo hasta el extremo de descomponerse del todo. Nos vimos obligados a repetir la sesión fotográfica unas cuantas veces hasta lograr unas instantáneas lo medianamente decentes. Ya en el interior de la comisaría, debimos aguardar una media hora hasta que llegó nuestro turno, no sin antes volver a desternillarme de risa ante el insólito comentario de Corchero: –«¡Joder, ya podían haber puesto un bar aquí dentro para hacer más confortable la espera…!»—  A la vuelta, fuimos dando un paseo hasta donde entonces se ubicaba mi apartamento de la calle Montesa; una vez allí, decidimos tomarnos unas cervezas de aperitivo en el bar de mi amigo Antonio, El Rescoldo. Tras dar buena cuenta de dos rondas, comenté: –«Bueno, Corchero… Yo me tengo que marchar ya mismo. Los viernes suelo tomarme la tarde libre, pero las pruebas finales están a la vuelta de la esquina y he de tenerlo todo bajo control ¡A ver si termina ya pronto este tema y mando el bar de mi padre a tomar por el culo!»–  Corchero me miró con resignación y añadió: –«¡Ah… Así que no vuelves ahora al bar! ¡Vaya por Dios! Había quedado allí con Agustina, mi mujer… Es que quería presentártela… Hoy tengo muchas horas sindicales y no trabajo en todo el día…»–  Nos despedimos, tras excusarme ante Corchero por la imposibilidad de acudir de nuevo a mi bar para conocer a su mujer. Aquel día yo había decidido también no pasar de noche por el bar para proceder a su cierre, dejándole confiada esta misión al empleado de turno, un hombre de contrastada solvencia y fidelidad. Mi sorpresa llegó cuando por la noche, ya de regreso y tras una agotadora jornada de pruebas y exámenes, decidí picar algo en El Rescoldo antes de recogerme definitivamente en mi apartamento. Allí se hallaban Corchero y su mujer, Agustina, a quien vi por primera vez: –«¡Hombre, Leiter! Me dijeron en el bar de tu padre que esta noche no ibas a venir a cerrar y hemos dado un paseo mi mujer y yo hasta aquí… ¡No, no hemos regresado a casa antes! Comimos Agustina y yo en tu bar y luego nos tomamos unas copas donde Boni… ¡Nos hemos liado y hasta ahora! Teníamos hambre y le he dicho a Agustina: Vamos al bar ese del amigo de Leiter, donde hemos estado esta mañana… ¡Oye, vaya aperitivos de puta madre que pone este Antonio! ¡A ver si tomas nota en tu casa, macho! ¡Ah, bueno! Te presento a mi mujer, Agustina… Mira, éste es Leiter, de quien tanto te he hablado»–  Agustina parecía la madre de Corchero más que su propia esposa aunque, por contra, competía ferozmente con él en términos de dudosa apreciación estética. Rechoncha y regordeta, Agustina parecía mostrar un carácter mucho más abierto que el de su marido. A voz en grito, situación que provocó la colectiva mirada del resto de la clientela, y tomándome de las manos, exclamó: –«¡Ay, hijo mío! ¡Qué guapo eres (???)! ¡Dame un beso, prenda mía! ¡Ya me había dicho mi Corcherito que eras un hombre apuesto (???)! ¿Lo ves, Corcherito? ¡Cuando salgamos tú y yo de paseo quiero que vistas de chaqueta y corbata, como Leiter! ¡Dame otro beso, hijo mío! ¿Cómo que no tienes corbata? ¡Pues no te compré yo una de lunares en Saldos Arias! ¡Ay, este Corcherito, qué poca cabeza tiene! ¡Anda, Leiter, tómate algo con nosotros! ¡¡¡Camarero!!!» — Antonio me miró horrorizado — «¡Tú no sabes lo bien que me habla Corcherito de ti!»–  Un tanto ruborizado ante el tropel dialéctico y sonoro de Agustina, tiré de todas mis reservas de empatía para tratar de sobrellevar la situación. Sorprendentemente, Agustina pareció desinflarse tras aquel efusivo recibimiento y ya sólo abrió la boca para subrayar las continuas frases afirmativas de su marido. Traté de llevar la conversación a cuestiones relacionadas con el bar de mi padre, en un intento de que Agustina no se aburriera con nosotros. Me resultó del todo curioso el comportamiento de aquella pareja: Por un lado, Corchero parecía adoptar un grado mayor de complicidad conmigo que con su propia pareja durante la tertulia; por otro, Agustina, callada y sin prestar atención a lo que estábamos comentando — no paraba de observar las actitudes del resto de la clientela — se reía súbitamente a carcajada limpia si su marido y yo así lo hacíamos, incluso desconociendo el origen de nuestra hilaridad. En el transcurso de la animada reunión entre el matrimonio Corchero y un servidor, acertó a entrar en El Rescoldo la esposa del tendero del barrio, una llamativa mujer que presentaba un enorme parecido con la Bárbara Rey de las mejores épocas. Aprovechando que Agustina miraba para otro lado, me codeé con Corchero, señalando con mis cejas a la guapísima dependienta (Quién, por otra parte, se encontraba de espaldas a nosotros) y comenté en voz baja: –«¡Me tiene loco esa tía, Corchero! ¡Está para comérsela viva! Es uno de mis secretos amores platónicos…»– Corchero, sonriendo con unos vidriosos ojos no tanto por la repentina concupiscencia como por la acumulada ingesta espirituosa, respondió con un tono menos moderado de voz: –«¡Pues sí que está buena, joder!»–  De pronto, Agustina se aferró al brazo de su marido como una poseída y exclamó en un tono aún mayor en intensidad sonora: –«¿A quién estás tú mirando, sinvergüenza? ¡Mira que te, que te, que te, que te… Que te doy con el paraguas en toda la cabeza! Es que tú no sabes, Leiter. Mi marido es muy mujeriego y yo soy muy celosa. Tú no sabes lo mucho que me costó a mí convencer a Corcherito para que se casara conmigo para que ahora se vaya con una pelantrusca por ahí… ¡Mira que te doy un bofetón, Corcherito! ¡Sí, sí, encima, ríete…! ¡Pero cómo yo me entere de que en el supermercado alguna mujer se arrima a ti, voy y la saco los ojos…!»–  Antonio, desde el fondo de la barra, volvió a mirarme con cara de estupefacción, aunque adornada con la misma sonrisa que exhibían el resto de los clientes… Corchero me miraba y se partía de risa. Corchero era, ante todo, un hombre tranquilo.

 Corchero y yo mantuvimos desde entonces una relación circunstancialmente amistosa que, en ocasiones muy puntuales, reafirmábamos cuando, ya fuese a solas o en compañía de Agustina, se presentaba los sábados por la tarde en El Rescoldo, sabedor de que ese era mi enclave perpetuo para cenar y ver algún partido de fútbol por la televisión en el séptimo día. A mí no me incomodaba en absoluto su presencia y la de Agustina, toda vez que dicha pareja era ya del todo conocida por el resto de la clientela que por allí pululaba. Un domingo por la mañana me sorprendieron, cuando me encontraba profundamente dormido como consecuencia de los rigores espirituosos del anterior sábado, en forma de estridente telefonillo del portero automático de mi apartamento de la calle Montesa: –«¿Leiter…? ¡Calla ya, Agustina! ¿Leiter…? ¡Que sí, Agustina, que es el número 515, que ya lo sé…! ¿Leiter…? ¡Escucha! ¡Que he sacado unas entradas para el baloncesto! ¡Sí, en el Palacio de los Deportes! ¡Venga, que te esperamos en el bar de enfrente! ¡Antonio no ha abierto hoy!»– Total, que no me quedó mejor remedio que despejarme del todo y acudir con ellos a dicho espectáculo deportivo. El partido fue muy emocionante y ganó el Real Madrid, aunque Agustina sólo aplaudía cuando lo hacíamos nosotros. Se pasó todo el partido mirando hacia las gradas del pabellón… Corchero se lo pasó en grande mientras que yo no daba crédito ante las cuatro bolsas de palomitas que se ventiló él solito durante el encuentro, bien regadas por otras tantas latas de cerveza (Entonces, se permitía el consumo de bebidas alcohólicas en dichos eventos). Pero aún mayor fue mi asombro cuando, finalizado el partido y al despedirnos, Corchero me soltó: –«No, no nos vamos a Vallecas ahora. En el bar de Salus tienen paella y pierna de cordero hoy, de menú… ¡Vente con nosotros, hombre! ¡Te convido!»–  Decliné amablemente la invitación (Y mucho que me fastidió, ya que casi todos los domingos yo tenía por costumbre comer un poco de paella y de pierna de cordero precisamente en el bar de Salus). Eran demasiadas emociones para mí en tan poco tiempo…

 La definitiva clausura del bar de mi padre también significó, en cierto modo, el cierre de mi amistad con Corchero. Indefectiblemente, ambos éramos muy distintos y lo único que realmente nos unía era la relación clientelar con dicho negocio, puntualmente ampliada por esporádicos encuentros fuera de dicho entorno. Creo que Corchero se lo pasó siempre muy bien conmigo a juzgar por su inconfundible expresión risueña; por mi parte, pienso que yo aprendí a ser mejor persona gracias a Corchero, un hombre estrafalario, torpe, guasón, perezoso, ingenuo… Pero con un corazón enorme. No había vuelto a saber nada de él hasta que, a principios de 2002, y mientras me encontraba paseando por la calle Alcántara (Aún yo no había regresado definitivamente a mi calle de toda la vida), una voz grave, inconfundible, me alertó desde el interior del bar de Boni: –«¡Leiter, Leiter… Cuánto tiempo! ¿Pero qué es de tu vida, hombre?»–  Allí estaba Corchero junto con su inseparable Agustina –«¡Leiter, hijo mío! ¡Dame un beso, prenda mía! ¡Ay, que nosotros te queremos mucho, Leiter! ¡Dame otro beso, guapo (???)!» — Y  luego se calló del todo, como siempre. Corchero, adoptando su peculiar expresión de fingir seriedad al tiempo que sonreía, se aprestó a ofrecer las pertinentes explicaciones ante mi ineludible cara de asombro: Vestía de americana azul con verde pantalón pirata, insólita combinación rematada por una festivalera corbata de lunares blancos sobre fondo marino. Como guinda, una camisa igualmente blanca dibujada a cuadros rojos…  –«¿No me dirás que no está guapo mi Corcherito, eh, Leiter?» — Apostilló Agustina instantes previos a la exposición de su marido  –«Resulta que estábamos Agustina y yo en casa la otra tarde viendo la tele cuando nos llamaron a la puerta… Era una vendedora de seguros… La verdad es que no teníamos seguro de la vivienda y… Contratamos ese y otro de muertos, de entierros… La mujer aquella era muy maja y me dijo que porqué no me hacía yo también vendedor de seguros, que era muy fácil y se ganaba mucho dinero… ¡Y aquí estoy! Como tengo las tardes libres… Lo malo es que todavía no he conseguido vender ninguno… ¿El método? Vamos llamando de puerta en puerta…»–  Advertí una ineludible cara de disgusto en Agustina, sospecha que se confirmó del todo cuando, de pronto, ésta estalló de ira: –«¡Mira, Corcherito, que te voy a dar con el paraguas en la cabeza! ¡Tú no sabes, Leiter! Lo que pasa es que a este sinvergüenza le gusta la rubia esa… ¡Sí, sí, no te rías, Corcherito, que he visto yo como esa pelantrusca de Isabel te guiña el ojo!»– Ante mi cara de estupefacción y la bobalicona sonrisa de Corchero, Agustina se animó: –«Es que, Leiter, yo no dejo a Corcherito salir a solas con esa rubia… ¡No, no, no, no no! Me voy con ellos y les hago compañía, no sea que esa lagarta se quiera liar con mi Corcherito… ¡Mírale que guapo está con esa corbata! ¡Mírale, si todavía se ríe el desgraciado! ¡Mira, Corcherito, que te, que te, que te… Que te arreo un paraguazo…!»– Y, la verdad, es que por muy poco no descargó Agustina su ira sobre Corchero en forma de mandoble con el paraguas… Un tanto anonadado, pregunté: –«Corchero, ¿Cómo dices que se llama la compañía de seguros para la que estás trabajando? Ah… Ya…»

 Unos días más tarde, luego de cenar Celia, Theniger y yo en El Rescoldo, decidimos pasar un rato por el karaoke de la calle Francisco Silvela para prolongar un rato más mi celebración de cumpleaños. Theniger había llegado de Argentina un par de meses atrás y en ese breve espacio de tiempo ya nos habíamos convertido él y yo en inseparables, sin conocernos previamente de nada. Al entrar en el local, observé la inconfundible voz de mi amiga Isabel, una extraordinaria y rubia cantante que en sus ratos libres se dedicaba a vender seguros para obtener un dinero extra. Luego de las presentaciones de rigor, Isabel se sentó junto a nosotros para compartir tertulia. Noté cierta preocupación en su rostro: –«No, no me pasa nada, Leiter… Es que estoy un poco agobiada. Ya sabes que por las tardes, desde que me separé, me dedico a vender seguros para sacarme un dinerillo que me viene muy bien para mis caprichos… ¡Bueno, ahora que recuerdo: Si a ti y a Celia os contraté el mes pasado el seguro de la casa! ¡Qué tonta! ¡Ya ni me acordaba! El caso es que, no sé cómo ni por qué, el jefe me ha asignado a un tontaina para que le enseñe a vender y que aprenda… No veas: Es el tío más paleto y feo del mundo. Y no te lo pierdas de vista: Su mujer — eso dice él, aunque yo creo que es su madre — nos sigue de cabo a rabo y no nos deja en paz ni un instante. Ya me he quejado al jefe pero, claro, como yo lo capté para vendedor cuando le empaqueté dos pólizas en su casa, pues me tengo que aguantar… Imagínate la escena: Yo llamando a las puertas y esos dos ahí, con cara de alelados… Y no veas qué peste a cerveza echa el condenado por el aliento… Total, que nadie nos abre la puerta. Se asustan al verlos por la mirilla… Llevo toda la semana sin vender una maldita póliza por culpa de ellos… ¡Pues yo no le veo la gracia, Leiter! ¿Se puede saber por qué te estás descojonando de risa?»–