Celia, Alberto y Rosa en instantánea tomada por el autor este mes de septiembre en La Carihuela, Málaga

 Toda, absolutamente toda la familia tangerina de los Treceño decía haber visto o hablado en sueños con la abuela Valentina. Desde Celia a Luisa pasando por el recordado Enrique y Rosa; también Federico, por supuesto. Pero el hermano Alberto, el más guasón de toda la prole, negaba la mayor, arguyendo que todo eso no eran más que cuentos y patrañas y que él jamás había conversado en sueños con la abuela Valentina. Nadie le creía, pero como Alberto siempre fue tan dicharachero pensaron que algún motivo debía de tener para ocultarlo. Yo siempre tuve problemas para guardar la compostura delante de Alberto. Recuerdo que a la media hora de habernos visto por primera vez ya se me estaban saltando las lágrimas de risa por sus graciosas y estrafalarias ocurrencias. Alberto es capaz de contar más de cien chistes en menos de media hora y, la verdad, no es que sean muy ingeniosos, pero tal es la forma en que los narra, con ese deje tangerino-malacitano, que hasta la persona más seria y recatada que uno pueda imaginar no tarda en desternillarse de la risa. Desde luego, con Alberto no hay lugar para la tristeza aunque Celia siempre se enfada con él porque se refiere a ella como «La cucaracha».  — «Yo que tenía ilusión por tener una hermana rubia de ojos azules y mira… » — Me suele repetir. Quién si era rubia como los destellos solares y tenía los ojos color mar al atardecer era la abuela Valentina, carismático personaje que dejó huella en Tánger. Quienes la conocieron no dudaron en afirmar que era una mujer con desarrolladas capacidades extrasensoriales, las cuales fueron heredadas, en mayor medida, por su hija, la muchas veces aquí mencionada tía Rafaela. Como otras tantas personas dotadas de enigmáticas facultades sobrenaturales, los orígenes de la abuela Valentina están envueltos en una aureola de leyendas y misterios, pero a ciencia cierta todo el mundo en Tánger conocía la verídica historia de su nacimiento. La Abuela Valentina vio la luz por primera vez en un río, el conocido como Arroyo Judío de Tánger: Una mañana, Mariana, su madre, fue como otras muchas a lavar la ropa y al regresar trajo consigo, liada entre las prendas, a Valentina. Las excelentes predicciones auguradas por los maestros de la Cábala parecieron cumplirse durante buena parte de su vida, pero la abuela Valentina soñaba reiteradamente con tinieblas, con una oscuridad que lo iba devorando todo. Y, desgraciadamente, así ocurrió al poco de fallecer su marido, un inquieto y emprendedor hombre de aventuras que a base de fe, coraje e insistencia consiguió llevar el alumbrado público a las callejuelas de Tánger. De esta manera levantó una notable industria que garantizaba la futura educación de sus hijos pero, prematuramente muerto, unos desalmados se aprovecharon de la ignorancia de la pobre abuela Valentina y se apoderaron de todas sus heredadas acciones en la próspera compañía de alumbrados de Tánger. De esta manera, la abuela Valentina y su familia se quedaron sin ningún medio de subsistencia en aquellos tiempos tan difíciles.

 Pero la abuela Valentina, gracias a su seguridad en sí misma y a la tradicional solidaridad de casi todos los tangerinos, consiguió sacar adelante a su familia y ¡Vaya si lo consiguió!. Y lo que es más paradójico, no sólo en vida sino también después de fallecida. Su hija, la tía Rafaela, aseguraba hablar con ella en sueños todas las noches y no pocas recomendaciones dictadas desde un hipotético Más Allá fueron llevadas a la práctica en la realidad cotidiana con contrastada fortuna. También, desde donde quiera que se encontrase la abuela Valentina, tenía la virtud de alertar sobre futuros riesgos que podían hacer peligrar a todos los miembros de su familia. Algunos piensan que incluso intervenía directamente en las situaciones más complicadas. Fue hará unos diez años, cuando su nieta Celia se dirigía a una de esas interminables jornadas de promoción a bordo de su pequeño utilitario en la llamada M-30 de Madrid. Paulatinamente, fue reduciendo la velocidad de su vehículo y buscando el carril situado más a la derecha ante la próxima y obligada salida. El tráfico era denso, pero fluido para lo que solía ser habitual durante esa hora por la vía de circunvalación madrileña y la maniobra no presentaba mayores dificultades… No así para aquel camión articulado que, de pronto y sin señalizar su maniobra, se escoró como una exhalación hacia el carril derecho emparedando, literalmente, entre el propio camión y la valla de seguridad el coche de una aterrorizada Celia. Instintivamente, Celia pisó a fondo el freno en un desesperado intento de evitar la colisión, pero el Renault no respondía. Al primer contacto entre el camión y el vehículo, las enormes ruedas del primero engancharon las aletas del coche y lo fueron arrastrando bajo una nube de humo de los neumáticos bloqueados, un destello de infinitas chispas por el roce y un insoportable chirrido de frenada que preludiaba la tragedia. 50 metros, 100 metros… Y el seto de separación, mortal en caso de impacto, quedaba entre los márgenes de la trayectoria del vehículo de Celia, quién sintió como el tiempo parecía ralentizarse. Aquel seto se hacía cada vez más grande y Celia sólo tuvo tiempo, desentendiéndose ya del volante, de proteger su cabeza entre las manos a la espera de la inevitable colisión final. De pronto, sintió un impulso, una llamada interior y, por entre los dedos, levantó la mirada hacia el espejo retrovisor. Allí contempló reflejada la figura de la abuela Valentina, con esos cabellos tan dorados y esos ojos tan celestes…   — «¿Se encuentra bien, señora? ¡Rápido, avisen a una ambulancia y a la Policía! ¡Señora, señora! ¿Me escucha?» –. El coche se detuvo a escasos veinte centímetros del seto, según podía leerse en el atestado policial. Los allí presentes no daban crédito a que Celia hubiese salido ilesa y sin ningún rasguño del accidente, dada la aparatosidad del mismo y del estado ruinoso en que quedó el pobre Renault (Siniestro total).  — «La vi, Leiter, te juró que la vi por el espejo… Y me dijo: Tranquila, ya ha pasado… » —. Pero aquellas insólitas apariciones supradimensionales de la abuela Valentina no sólo alertaban de futuros peligros, sino que también avisaban de próximos acontecimientos, algunos del todo imprevisibles. Como aquella noche durante la que Rosa, la hermana de Celia, se sobresaltó: En sueños, la abuela Valentina le había advertido de la inminente llegada desde Israel del padre de ambas. Muchos años habían transcurrido desde su partida, tantos que ya casi nadie se acordaba de él. Con el primer café de la mañana, Rosa descolgó el teléfono ante el molesto e insistente vibrar del mismo.  — «Vaya, ¿Quién será ahora tan temprano?» –. Su rostro palideció:  — «Rosa, soy Maimón, tu padre. Esta misma noche he llegado desde Tel-Aviv. Quiero veros, a ti y a Celia…» — Por cierto, Celia se quedó sin palabras al descubrir el asombroso parecido físico que tenía con una, hasta el momento, desconocida hermana por parte de padre en Tel-Aviv. Cotejando sendas fotos, ni yo mismo fui capaz de distinguir una de la otra. Ambas tenían hasta el mismo y simpático lunar en la nariz… ¡Increíble!. Como también fue increíble lo que ocurrió la otra noche cenando Celia y yo con su hija Gema y su novio en un restaurante. A poco de tomar asiento, Gema se levantó y dijo: — «¡Andá, mi amiga Belén está allí!. Jo, mira que hacía tiempo que no nos veíamos. Sabía que me iba a encontrar con ella… Esta noche lo soñé…» –. Decididamente, estas cosas vienen de familia.

 En ocasiones, la vida se empeña en maltratar a la gente de buen corazón, como lo es el hermano Alberto. Una serie de circunstancias acumuladas le hicieron caer en un profundo desánimo, aunque nunca dejó de regalar una sonrisa y unos chistes a nadie. Una noche, de vuelta a su domicilio en Alhaurín, se tumbó en la cama y reflexionó a solas:  — «Ayúdame, abuela Valentina. Todos los hermanos hemos soñado contigo menos yo… Necesito tu ayuda.» –. Alberto fue cerrando los ojos… Pronto vio la fachada de su propia casa como reflejada en un espejo que estaba ardiendo. Rápido, se adentró en la misma, con la intención de apagarlo. Dentro, en medio de las llamas, estaba incorporada la abuela Valentina en la propia cama de Alberto, con sus ojos azules y su cabello dorado.   — «No me vais a dejar nunca tranquila» — Escuchó Alberto.  — » Enciéndeme unas velas para que pueda descansar en paz, Alberto. Enciéndeme unas velas… «–. Como casi todas las mañanas, al día siguiente Alberto fue a visitar a su hermana mayor, Luisa, la mujer que de hecho crió a toda la familia.  — «Hola, Alberto… ¡Qué cara más pálida traes hoy! Escucha, he pensado que por qué no le enciendes unas velas a la abuela Valentina… Quizás te sirvan de ayuda para tus problemas.» –. Desde aquel día, Alberto enciende una vela diaria junto a un viejo retrato de la abuela Valentina. Las cosas ya le van mucho mejor.