* Óleo sobre lienzo
* 208 x 264 Cms
* Realizado en 1863
* Ubicado en el Museo de Orsay, París

 El caso de Manet fue el de un peculiar pintor, hijo de una familia acomodada de la alta burguesía, cuyo empeño artístico fue el de no engañar a nadie plasmando la verdad. Hombre refinado y de educadas maneras, Manet no siente la más mínima atracción por la vida bohemia que llevaban los realistas ni tampoco asume ningún tipo de propuesta artística que suponga derrocar una antigua forma de pintar. Como buen conocedor de los museos europeos, Manet piensa que la renovación de la pintura debe hacerse desde dentro de la tradición y por ello no renuncia al estudio de los grandes pintores del pasado — con especial atención a Francisco de Goya — aunque Velázquez sea su artista más admirado: –«Es el pintor de los pintores»– declara tras haber visitado el Museo del Prado en 1865. Ante tales premisas, podría parecer en primera instancia que Manet es un pintor aferrado al trillado camino de la pintura más tradicional; sin embargo, y nada más lejos de esa aparente realidad, Manet abrió el camino al impresionismo y puso las bases de toda la pintura moderna, incluso a veces sin ni siquiera sospecharlo.

 Si bien coincidió con Courbet en el rechazo a los temas más convencionales y académicos — abominaba del calificativo de pintor historicista — Manet no los sustituye por otros de protesta social, característica del realismo, sino por cotidianas escenas de la vida diaria que no revelan en sí otra cosa que su indiferencia ante un determinado tema, lo cual supone una evidente ruptura con los defensores de la pintura oficial al mismo tiempo que deja una puerta abierta a las nuevas tendencias. Toda la carga artísticamente revolucionaria que contiene la obra de Manet reside más bien en una nueva interpretación del objeto pictórico, en un nuevo sistema de formas y en una nueva técnica. Para Manet, la realidad no se nos muestra como algo pasado y sin vida, sino como un hecho que está teniendo lugar «aquí y ahora». Aspira, pues, al ideal de lo inacabado, esto es, a interrumpir la pintura en el momento en que es consciente de haber expresado de forma completa la escena imaginada.

 En cualquier análisis que intentemos hacer de la obra de Manet no podemos dejar de comentar su incursión por el campo impresionista. A principios de la década de los sesenta comenzó la admiración de Monet y sus compañeros por Manet, elogio que aumentará unos años después durante las famosas tertulias del Café Guerbois. A pesar del continuo cambio de ideas, Manet no se sintió especialmente atraído por los nuevos planteamientos de algunos de sus contertulios ni tampoco vio necesaria la pintura al aire libre. Fue la joven pintora — y futura cuñada — Berthe Morisot quien le persuadió para asimilar la técnica impresionista de la pintura al aire libre, la división de los colores y el estudio de la acción de la luz. Con todo, y aunque paulatinamente vaya aclarando su paleta, Manet no renunciará a sus anteriores puntos de vista y continuará siendo esencial para él la figura humana. Aún admitiendo sus innegables afinidades con los impresionistas, Manet nunca querrá exponer con dicho grupo.

 El desayuno en la hierba — también conocido como El almuerzo campestre — no fue admitido en primera instancia en el Salón de París de 1863, por lo que dicho lienzo fue presentado en el Salón de los Rechazados del mismo año, suscitando feroces críticas: La Gazzete des Beaux-Arts de 1863 comentaba en uno de sus artículos: –«En dicho cuadro no hay más que la estridente lucha de tonos blanquecinos con los negros, con lo que el efecto es pálido, duro y terriblemente siniestro»–  Sin embargo, el cuadro que tanto recelo hubo de armar no era otra cosa que la recreación de un tema bien conocido y aceptado en el siglo XVI, como, a manera de ejemplo, fue el óleo de Giorgione titulado El concierto campestre, en el que igualmente figuraban dos hombres vestidos entre dos figuras femeninas desnudas. En el fondo, lo que más provocó la repulsa de los críticos fue la forma de representar ese tema mediante recursos como la eliminación del claroscuro y las medias tintas, la marcada nitidez de los contornos y el fortísimo contraste entre unas zonas homogéneamente oscuras con otras igual de claras. El escandaloso tema — al que no fue ajeno el propio emperador Napoleón III y su esposa Eugenia de Montijo — le fue sugerido al artista cuando, durante un paseo a orillas del Sena, un grupo de bañistas le llamó la atención (Originariamente, el cuadro fue titulado como El baño). En la composición, y al igual que en innumerables cuadros del Renacimiento y del Barroco, Manet colocó dos figuras femeninas desnudas junto a dos hombres vestidos con trajes de la época (Como también hizo Giorgione sin escandalizar a nadie en su obra anteriormente mencionada). El cuadro no era más que una actualización de un tema concreto, con lo que Manet hacía gala de un gran respeto a los grandes artistas del pasado. Pero el rechazo no sobrevino por el tema escogido, sino por su revolucionaria técnica pictórica. Manet quiso contravenir deliberadamente tanto las leyes de la perspectiva — la figura que aparece en el fondo desconcierta un tanto por su desproporcionado tamaño — como las convencionales de cualquier tipo de composición. Sin embargo, el agresivo uso del color, sin ningún tipo de claroscuro, el violento contraste entre masas oscuras y blancas y el afiladísimo contorno empleado reflejaban una nueva técnica pictórica verdaderamente revolucionaria. El cuadro, en suma, es como una ventana abierta a un irremediable futuro artístico en el que cada nueva técnica aquí empleada por Manet será ampliamente desarrollada por las distintas tendencias pictóricas de fines del siglo XIX y principios del XX. Pero no sólo eso; estamos ante la obra de un pintor valiente, respetuoso con los grandes maestros del pasado y, sobre todo, propia de un artista empeñado en plasmar su verdad pictórica. Es preciso advertir que este óleo pierde mucho en las ilustraciones y requiere de una contemplación directa para apreciar toda su revolucionaria técnica.