Decían que era una de las mejores modistas de Madrid y, a decir verdad, las numerosas visitas que cada tarde acudían a su domicilio para solicitar sus expertos servicios no hacían sino confirmar esa apreciación. La señorita Trini, con sus más de setenta años, era el vivo ejemplo de una mujer hecha asimismo, autodidacta de los arreglos y las confecciones más difíciles en una época donde la alta costura era un concepto más bien poco asimilado. Soltera, mucho más ancha que alta, fumadora empedernida de «Vencedor» , mal habladísima, con un genio aterrador y un pronto escalofriante, la señorita Trini no se ajustaba al estereotipo ideal de muchacha culta y distinguida que entonces se pudiera dibujar de una mujer dedicada al exclusivo mundo de la moda. Mis padres, debido a sus obligaciones laborales, solían dejarme muchas tardes bajo su custodia a lo largo del año y así pude comprobar, pese a mi menuda edad, como se las gastaba la señorita Trini. Convivía con una hermana algo más joven, que hacía las veces de asistenta, y con un sobrino brutote que tenía más de un tornillo desaflojado. Y allí, entre hilos, patrones, pizarras, dedales y demás utensilios de costura, jugaba o desempeñaba mis tareas escolares, entre los compases de «La Campanera», versión de Estrellita de Palma, su canción favorita, que siempre hacía subir de volumen en ese vetusto aparato de radio de válvulas que servía para ambientar musicalmente la estancia y que para ello requería de la inmediata presencia de su hermana mediante una campanilla plateada que hacía sonar con vehemencia. Muy pocas veces pude observar a la señorita Trini incorporarse de su recio butacón frente a una mesa donde se encontraba la máquina de coser y la innumerable cantidad de utensilios necesarios para su reparadora labor. A mi me divertía contemplarla con el gesto arrugado y sacando la lengua, con aquellas gafas prehistóricas de medio cristal, a la hora de enhebrar la aguja. Hasta que una tarde, apartó la aguja, se quitó las gafas y me soltó:  — «Oye, mocoso; ¿Por qué no te ríes de tu madre? Como vuelva a pillarte burlándote de mí de nuevo te cruzo la cara de un bofetón… « —  Y esa fue la última ocasión que tuve para observar el arte de la enhebración de una aguja en versión de la señorita Trini.

 Ocurrió un extraño episodio en el piso de la señorita Trini que fue, durante mucho tiempo, la comidilla de toda la comunidad de vecinos del edificio. Galo, como así se llamaba aquel manceboso sobrino suyo, apareció un día con una aparatosa venda cubriendo buena parte de su cabeza. Nadie podía explicarse qué es lo que le podía haber sucedido, toda vez que Galo, el huérfano sobrino del que la señorita Trini se hizo cargo cuando decidieron instalarse en Madrid desde Santander, era un joven tímido, reservado y en ocasiones hasta huraño. Tuvo que ser doña Lola, la portera, quién finalmente aclaró el misterioso percance ante la cada vez más incipiente curiosidad del vecindario. Al parecer, Galo poseía unos atributos íntimos volumétricamente proporcionales a su robusta constitución corporal, asunto que bien pudo certificar doña Lola cuando, años atrás, se encomendaba de los cuidados e higiene del entonces querubín. Fuera éste u otro el motivo, el caso es que los incontenibles ardores del ahora mozarrón eran soliviantados mediante repentinos e imprevistos ataques de pellizcos hacia las virtudes femeninas de su tía más joven quién, presa del miedo o del gusto, se dejaba torturar como si de un acto místico e irrenunciable se tratara. Tanta afición le cogió Galo a este proceder, que su fogosidad fue en aumento y una noche, exacerbado por una precipitada condensación del complejo de Edipo, no se le ocurrió mejor coyuntura que cambiar de pareja y para ello entró sigiloso en el dormitorio de la señorita Trini. El bastonazo le acabó abriendo la cabeza y de no ser por la afortunada intermediación de su otra tía, la señorita Trini hubiera acabado con el devenir de Galo en este triste valle de lágrimas. Desde entonces, pudimos por fin comprender por qué la señorita Trini se refería siempre a su sobrino con los apelativos de «Cafre» o «Zulú». Sólo recuerdo haber visto a la señorita Trini asustada en una ocasión, durante la madrugada aquella del terremoto, cuando doña Lola alertó a los vecinos y acabamos todos apretujados en el minúsculo chiscón del portal. Allí, la señorita Trini, sentada en la única silla disponible y en camisón, se aferraba a la mano de mi madre mientras rezaba en un pianísimo tono donde sólo se advertían las «eses», moviendo la cabeza de arriba a abajo, con los ojos cerrados y con unas cuentas de rosario alrededor de la otra mano.

 Un domingo por la mañana el vecindario se sobresaltó ante los gritos y alaridos de su hermana. A la señorita Trini le había dado un patatús y se encontraba inerte en su cama, boca arriba y con los ojos en blanco. Tal fue el escándalo que casi todos los vecinos subieron al piso de la modista para comprobar in situ el más que presumible óbito de la misma. Una vez más, tuvo que ser doña Lola, la portera, quién nos sacara de dudas, soltando reiterados tortazos en el rostro de la señorita Trini y exclamando con total naturalidad:   — «Nada, muerta. Está de cementerio. Muerta, muerta…» — Pero los allí reunidos pudimos observar como la señorita Trini aún conservaba un aterrador movimiento nervioso en sus labios. Paco, el taxista, que se encontraba desayunando abajo, en el bar, fue requerido para subir al piso y certificar de una vez la presunta muerte de la señorita Trini. Solicitando el silencio de la concurrencia, Paco comenzó con una exploración pulsátil en las muñecas de la costurera para concluir ceremoniosamente que la señorita Trini era puro fiambre. Interrogado por los terroríficos estertores, Paco concluyo afirmando rotundamente que «eran debidos a un eventual proceso cataléptico muy propio de fallecimientos provocados por repentinos ataques de apoplejía» y que él mismo ya había observado en similares sucesos obituarios acaecidos en su pueblo. La posterior confirmación del irreversible estado mortecino de la señorita Trini por parte del médico de guardia confirmó del todo la docta autoridad de Paco, el taxista.

 Seguramente, en ese paradisíaco lugar al que están llamadas las buenas almas y que se conoce como El Cielo, estará la señorita Trini remendando las lustrosas capas de los arcángeles, muy escandalizados ellos ante la iracundia y verborrea insultante de la costurera. Y muy molestos también por el excesivo humo de los cigarrillos marca «Vencedor» que a buen seguro la señorita Trini seguirá fumando.