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 El fresco de La Última Cena, ubicado en la Iglesia de Santa Maria delle Grazie, en las proximidades de Milán, es una de las obras pictóricas más admiradas y famosas del mundo. Pero también es un objeto de culto para todos aquellos amantes del simbolismo y, por extensión, de aquellos que buscan afanosamente una especie de código oculto de claras connotaciones mistéricas que, al parecer, dicho fresco encierra en su composición. De un tiempo a esta parte, ha aflorado todo un extenso corpus literario que versa sobre las posibles implicaciones del genio de Leonardo con una religión secreta u oculta. Algunos de los libros publicados sobre este tema han resultado ser un verdadero fenómeno editorial, con un número tan extraordinario de ventas que ha sorprendido a propios y extraños. Pero, salvando alguna que otra honrosa excepción, el contenido de tales recreaciones literarias ha pretendido edificar de la simple conjetura toda una teoría, concluyendo en afirmaciones más que dudosas y que no resisten el más mínimo análisis histórico y objetivo. Aún así, vamos resumir de la manera más breve posible algunos aspectos que pueden observarse en el famoso fresco de Leonardo, quedando su posterior interpretación al libre juicio del lector. Simplemente, voy a comentar algunas de las tesis que se han venido apuntando sobre algunos peculiares motivos que pueden contemplarse en dicho fresco. (Por cierto, La Última Cena de Leonardo atesora en su historial algo más que una leyenda: La pared donde fue pintado fue la única que permaneció en pie al ser bombardeada en la Segunda Guerra Mundial…)

 Algunos autores afirman que las imágenes que nos resultan familiares nunca se miran bien del todo y aunque se ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un escrutinio más detenido, en el plano más profundo y lleno de sentido siguen siendo imágenes completamente cerradas. De esta manera, La Última Cena de Leonardo, con independencia de los postulados artísticos que la sitúan en un contexto histórico determinado, ha de ser contemplada por nuestros propios ojos como si fuese la primera vez que la miramos en nuestra vida, despojándola de todos esos conceptos previos. A fin de cuentas, una escena como la representada en el fresco de Leonardo nos resulta tan familiar y repetida por tantos y tantos artistas a lo largo de la Historia del Arte que nos puede resultar en exceso difícil de encontrar una serie de detalles, del todo particulares, que den lugar a una presunta voluntad de plasmar algún tipo de simbología oculta por parte del artista y que, en caso de existir, puedan incluso llegar a pasar desapercibidos para el espectador menos atento.

– Mirando con detenimiento el fresco, observamos que el personaje central, obviamente Jesucristo, está en una actitud contemplativa y dirigiendo su mirada hacia abajo y hacia su propia izquierda, con las manos extendidas al frente sobre la mesa, en señal de querer ofrecer algo al espectador. Sabemos de sobra, según lo narrado en las Escrituras, que Jesús instituyó, en la llamada Última Cena, el sacramento del pan y del vino, invitando a sus seguidores a que comieran y que bebieran tales alimentos como paralelismo de su carne y de su sangre (Transustanciación). Por ello, sería razonable encontrar algún cáliz o copa de vino delante de Él. Sin embargo, no hay vino frente a Jesús y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. Si seguimos observando esa misma mesa, vemos como muchos de los panes aún no están partidos. Teniendo en cuenta que el mismo Jesús identificó el pan con su propio cuerpo — el mismo que sería «partido» en el supremo sacrificio — quizás se nos esté comunicando algún tipo de mensaje sutil sobre la verdadera naturaleza de los padecimientos de Cristo. A todo ello se añade que el gesto anteriormente comentado de las manos vacías del Maestro puede inducirnos a un aviso, a un llamamiento de atención sobre algo en concreto que bien pudiera ser ese particular y enigmático detalle de la ausencia de vino y de los panes que aún quedan por partir.

– Según el relato bíblico, el joven apóstol Juan, llamado el «Discípulo amado» — tradicional caracterización de Juan el Evangelista que sin embargo ha sido puesta en duda por la moderna exégesis y hermenéutica bíblica — se halla tan cerca del Maestro durante la celebración de la Sagrada Cena que incluso apoya su cabeza sobre el pecho de Éste. En la representación de Leonardo que nos ocupa no apreciamos tal sintonía afectiva sino que Juan, lejos de inclinarse, se aparta de Jesús hacia su derecha con exageración (Me atrevería a decir que con cierta coquetería). Existe un extraño componente en la figura de ese «Juan». Si bien es cierto que cuando Leonardo quería expresar la suprema belleza masculina con arreglo a sus propias predilecciones solía elegir un canon algo afeminado, lo que aquí realmente estamos contemplando es la ineludible figura de una mujer, con sus pequeñas y delicadas manos, sus finos y armoniosos rasgos del semblante, con un collar de oro e incluso con una pincelada que da relieve al pecho femenino. Curiosamente, esta «mujer» viste con una indumentaria que es justo el reflejo invertido de la de Jesús. Ningún otro comensal lleva prendas similares.

– Si nos fijamos en la composición del fresco, lo que más nos llama a la atención es la configuración que describen las figuras de Jesús y esa hipotética «mujer», una gran y muy abierta M. Repasando los datos biográficos de Leonardo, sabemos que fue un gran psicólogo y que le divertía sobremanera presentar imágenes heterodoxas a las personas que le encargaban una pintura religiosa convencional. La cuestión, entonces, surge por sí sola: ¿Representa a alguien en particular esa M? ¿Encierra esa M algún tipo de símbolo?  Estas observaciones han dado pie para la argumentación de una curiosa e insólita conjetura según la cual la figura «femenina» no es otra que una representación de María Magdalena (María de Magdala), hipótesis supuestamente avalada por esa M. Para muchos autores, la mencionada Magdalena habría tenido una importancia capital en la vida de Jesús, llegándose a afirmar que incluso habría mantenido relaciones amorosas con el Maestro, fruto de las cuales hubiera podido nacer un vástago — el conocido Grial de los templarios: Santo Grial = Sangre Real — descendiente directo, por tanto, del propio Jesucristo y que, por extraños azares, acabó llegando hasta Francia, dando lugar a la fundación de la rama dinástica de los merovingios. Siempre según estos autores, este misterioso secreto fue descubierto por los caballeros templarios durante su estancia y conquista de Jerusalén, y ello fue transmitido en forma de código a lo largo de los siglos hasta nuestros días. Leonardo no sería más que uno de los iniciados de una secta mistérica encargada de salvaguardar ese preciado enigma.

 La cuestión planteada nos parece totalmente descabellada, máxime cuando no hay ningún tipo de alusión a la misma en los llamados Evangelios Canónicos. Aunque sí es cierto que en los Evangelios Apócrifos — concretamente en el de Felipe — se hace referencia a una relación más que amistosa entre Jesús y la Magdalena. De todas maneras, los llamados Evangelios Canónicos — los «oficiales» según la mayoría de iglesias cristianas — también presentan algunas lagunas de difícil comprensión sobre este tema. La sobreentendida soltería de Jesús es una circunstancia peculiar que no encaja muy bien con la realidad sociológica del pueblo judío del siglo I. Es más, ser un «soltero» estaba bastante mal visto en aquella sociedad y los propios evangelios no nos ofrecen ninguna referencia al motivo de esta supuesta «anomalía civil» del Maestro. En ningún texto se hace referencia a su estado civil. Simplemente, se deja pasar de largo esta cuestión. Por otra parte, la figura de la Magdalena tiene una importancia mayor en los Evangelios de lo que se puede presuponer de una primera lectura de los mismos. En uno de ellos — el de Juan, un relato que no pertenece al grupo de los sinópticos — La Magdalena es la primera persona que ve al resucitado Jesús, quién le transmite un mensaje de claras connotaciones apostólicas. Pero lo que realmente sorprende es la «desaparición» del personaje de la Magdalena en los Hechos de los Apóstoles, continuación del Evangelio de Lucas, donde no existe ninguna alusión a su figura. Parece como si hubiese sido tachada del guión.

– Sigamos observando el fresco de Leonardo: Si nos fijamos en la cara de esa supuesta «mujer» vemos como una mano amenaza su cuello graciosamente inclinado, al imaginativo estilo de un golpe de karate. También Jesús se ve amenazado por un dedo índice rígido que apunta hacia arriba, prácticamente delante de su rostro. Pero tanto Jesús como la «mujer» aparecen desentendidos de esos ademanes hostiles, visiblemente sumergidos en los mundos de sus propios pensamientos, tranquilos y sosegados, cada uno a su manera. A la derecha, según el punto de vista del observador, vemos a un hombre corpulento y barbudo que se dobla casi en dos para hablar con el último discípulo de ese lado de la mesa. Comúnmente se ha admitido que ese personaje, Judas Tadeo, es un autorretrato del propio Leonardo. Si partimos de la base de que los artistas del Renacimiento no pintaban nunca nada por casualidad, no acabamos de entender por qué Leonardo se retrata a sí mismo dando la espalda al Maestro.

– Veamos ahora el margen izquierdo del fresco: Una mano anómala apunta con una daga al estómago del discípulo situado justo detrás del personaje más próximo a la «mujer». Por mucho trabajo que demos a la imaginación es del todo imposible que esa mano pertenezca a ninguno de los comensales, ya que, aún forzando la figura al máximo, nadie puede esgrimir la daga en semejante escorzo. ¿Qué extraño significado tiene esa daga?  Estos extraños detalles han determinado que algunos autores hayan propuesto la conjetura de que la figura de Juan Bautista — que en otros cuadros de Leonardo adopta la misma postura del dedo índice que la del apóstol que está a la derecha de Jesús — fuese la del auténtico Mesías, resultando Jesús un simple seguidor o, como mucho, un continuador que con el paso del tiempo eclipsó la figura de su hipotético «maestro», El Bautista, que fue decapitado tras la famosa y erótica escena bíblica de la Danza de Salomé ante el rey Herodes. Según dichos autores, ese dedo índice levantado no es más que una reivindicación de la potestad joánica sobre la figura de Jesús, una especie de advertencia o recordatorio. No deja de resultar curioso que en otros cuadros de Leonardo — concretamente, en la versión del Louvre de La Virgen de las Rocas — los dos niños que aparecen, representando a Jesús y al Bautista, son prácticamente idénticos; además, el que parece recibir la bendición es el que está junto a la Virgen. Pero aún resulta más asombroso constatar como en el famoso fresco de La Escuela de Atenas de Rafael, el personaje central que aparece señalando el cielo, con la misma posición del dedo índice, y que representa a Platón no es sino un retrato del propio Leonardo da Vinci.

 Todas estas coincidencias, por muy curiosas que nos puedan parecer, no sustentan en absoluto la más mínima consistencia que pueda abarcar esa conjetura basada en una visión de Juan Bautista como auténtico mesías espiritual del antiguo pueblo judío. Aunque también hemos de aclarar que la figura del Bautista presenta alguna que otra contradicción en los Evangelios Canónicos (El propio Cristo se hace bautizar por él y la posterior narración de los hechos adquiere un tinte algo incongruente en las distintas narraciones evangélicas, denotando que la primitiva recensión o Fuente Q no expuso este episodio de manera clara y concisa, con lo que los distintos evangelistas adoptaron posturas un tanto encontradas al respecto). Hoy en día, no ha habido personaje que haya tenido una mayor trascendencia en la historia de la humanidad que Jesús de Nazaret. Por ello, resulta un tanto sorprendente que en una de las principales fuentes seculares con la que contamos de aquellos tiempos — las Antigüedades Judaicas de Flavio Josefo — la figura de Cristo apenas sea mencionada de refilón (Existe un famoso texto de carácter apologético sobre Jesús que ya no alberga duda alguna de que se trata de una apostilla posterior. También, en una traducción árabe menos enfática, el consenso de los historiadores es prácticamente unánime: Flavio Josefo, por su condición de judío pro romano, jamás pudo haber escrito semejante texto con ese estilo). Pero, por contra, la figura del Bautista es ampliamente divulgada en la obra de Flavio Josefo.

 Como dijimos al principio, que cada cual saque sus propias conclusiones. Lo que sí nos parece un tanto lamentable es que de ciertas conjeturas que no son más que meras y muy discutibles hipótesis se intente edificar todo un edificio teórico que hace saltar por los aires la tradición comúnmente aceptada. Cualquier investigación al respecto ha de basarse en pruebas y datos reales, plenamente contrastados y meticulosamente analizados. Lo contrario es sólo un intento de confundir al lector, no ya por intereses religiosos en concreto, sino más bien por los puramente comerciales. Vender más de veinte millones de ejemplares de un determinado libro que versa noveladamente sobre estos aspectos no es una cuestión baladí. Por regla general, el público consumidor de esa literatura que sólo podemos calificar como de fantasiosa ignora que existen muchos estudios rigurosos al respecto que también tratan sobre esos temas y cuyas conclusiones son del todo encomiables. Pero la diferencia estriba en que la labor científica acaba precisamente con los datos que se tienen sobre la mesa. Pretender sobrepasarlos es ya materia de conjetura, pero nunca de teoría probada y contrastada.

 Mañana nos toca comentar una obra pictórica en nuestra sección de análisis pictórico. ¿Adivináis de qué pintura voy a hablar?