broken_heart

 Dicen que solamente los poetas son capaces de escribir historias de amor bajo la luz de la luna llena. Quizás por eso nunca me sentí del todo un lírico de la palabra, ya que mis torpes versos, repletos de vanas ilusiones que a menudo desembocaban en el patético cauce de la frustración, no eran precisamente iluminados por el halo selenita, sino por el triste y extensible flexo grisáceo que se sustentaba impasible sobre la reparadora mesita de noche de mi adolescente habitación. Consciente de que como compositor no tenía ningún futuro — todas mis creaciones plagiaban invariablemente a Chopin — intenté mitigar mi imperecedero dolor de soledades y angustias mediante la expresión literaria. Las estrofas generadas por mí en aquellos años, impregnadas de una sentimental fragancia de pañuelos bordados, resultaron tan horrorosamente insufribles que mis más directos allegados me recomendaron que retornase a la composición musical. Incluso los más certeros y conspicuos de la pléyade de mis amigos sopesaron la posibilidad de que acudiese puntualmente a la consulta de un psicoanalista, toda vez que un pretendido tratamiento terapéutico del alma bien pudiere otorgarme las claves para que tanto versos como partituras fuesen de una vez pintados en el imaginario lienzo de los labios de una mujer. Todas las chicas que por entonces se cruzaban en mi camino parecían estar diabólicamente seleccionadas para regalarme una ilusión que posteriormente se transformaba, después de aupar a la donante al podio de mi poética inspiración, en una amarga decepción de trazos indefectiblemente melancólicos. En aquellas alturas de mi vida, sólo había logrado salir formalmente con una chica que más tarde decidió formalizar nuestra irreversible ruptura en el mismo día de mi aniversario existencial, tal vez aprovechando la desenfadada alegría de aquella celebración. Sin embargo, todo hubo de cambiar desde aquel imborrable y eterno segundo en el que crucé mi mirada con Esther, aquella desconocida compañera de aula universitaria del primer curso. Mis partituras empezaron a ser apreciadas –«Sigue pareciéndome a Chopin, querido Leiter, pero observo una mayor inspiración creativa…»– Sentenciaba Alfonso, mi compañero de andanzas musicales. Y no sólo eso; incluso mis acaramelados poemas consiguieron arañar el corazón de algunas valientes y decididas lectoras: –«Leiter, esto es una maravilla… ¡Dedícate a la poesía!»– Afirmaba entre lágrimas de emoción y tragos de Bayleis en el Churchill´s mi amiga Carmen, la Torly, una paciente opositora de provincias que se alojaba como huésped en casa de mi tía Maruja y que con el tiempo se convirtió en una especie de hermana mayor a quien yo confesaba mis penas y cuitas. Paradójicamente, nunca intenté revestir de blanco satén mi amistosa relación con Torly, una chica unos años mayor que yo y que, por lo que pude saber con posterioridad, anhelaba compartir conmigo tal atuendo… En fin, que uno nunca sabe cómo acertar. Pero fue en realidad Esther, aquella inolvidable mujer de negra y penetrante mirada, de evocadores labios diseñados en el más paradigmático estilo tenebrista y de cabellos derramados al capricho de los vientos, quien percutió las invisibles cuerdas sensuales de mi corazón como ninguna otra mujer lo ha vuelto a hacer hasta el presente. Contra lo que en un principio pueda imaginarse, Esther no era una chica descaradamente llamativa, sino que atesoraba una misteriosa belleza oculta que uno iba gozosamente descubriendo día a día, minuto a minuto, a cada fugaz instante. Los tonos oscuros que generalmente elegía para proteger de la intemperie su venusino cuerpo armonizaban a la perfección con su mágica expresión silente, sólo momentáneamente quebrada en ocasiones por una enigmática y sensual sonrisa que ya la hubiera querido para sí la Monalisa. Los ojos de Esther no miraban, no; los ojos de Esther inducían al embrujo del inevitable enamoramiento para quien osara cruzar su mirada con la de ella. Y yo, inadvertido de tal peligrosa coyuntura, así lo hice. Desde ese momento, todas las noches de luna nueva intentaba perfilar el inmaculado rostro de Esther trazando imaginarias trayectorias entre las más brillantes estrellas del firmamento.

 En absoluto me resultó fácil acceder al entorno ocupado por Esther en el aula, parapetada tras una suerte de círculos concéntricos capitaneados por compañeras de mayor a menor grado de amistad. Semana a semana, torpemente me iba desplazando de asiento en asiento en pos de una sentimental querencia cuyo epicentro focalizaba Esther. Durante las pausas entre clase y clase, observaba atentamente y con el rabillo del ojo las tertulias que mantenía Esther con quienes ocupaban la ubicación más próxima a su pictórica figura, con la ferviente esperanza de encontrar algún argumento que felizmente me permitiera sumarme a la conversación. Una tarde de viernes, durante la pausa previa a la última clase del turno vespertino, Esther apoyó su cabeza sobre la mano derecha en un sensual escorzo y no tardó en iluminar su rincón con una radiante sonrisa producto de alguna chistosa ocurrencia ajena. Nuestras miradas se cruzaron y opté por imitar su sonrisa, soportando a duras penas un imprevisto hormigueo interno que comenzó a pellizcar con agradable sarna los entresijos de mi expectante alma. –«¿Y tú, cómo te llamas?»– Me preguntó con una celestial entonación decorada por la mirada más ensoñadora que nunca nadie más me ha dirigido — «Leiter…»– acerté a balbucear esquivando a duras penas las sonrisas que sus dos amigas más próximas, Vicky y Mónica, me estaban dedicando al unísono –«Pero, hombre, no estés ahí tan solo… Anda, vente aquí con nosotras. Tienes pinta de empollón.»– El viernes siguiente, casi coincidiendo en hora, Esther, Mónica, Vicky y un tímido servidor ya nos habíamos fumado un par de clases y nos encontrábamos de parranda en alguno de los Paradores de la zona de Moncloa. Poder contemplar el rostro de Esther de cerca sin ya tener que desviar mi acobardada mirada provocó que mis iniciales inclinaciones amorosas hacia ella se acrecentaran hasta límites deliciosamente irracionales. Desde aquellos momentos en los que me vi incluido en su grupo de amistades, tuve por costumbre dormir abrazado a una almohada sobre la que ensayaba una y mil veces un afrutado beso de líricas y nocturnas pasiones, un beso que idealmente imaginaba recordando los angelicales contornos de Esther. Mi desatada locura amorosa por esa chica se incrementó en la medida en que yo adivinaba similares y recíprocas emociones en su magnética mirada de baladas de terciopelo. En un período considerablemente corto de tiempo, logramos cristalizar un homogéneo grupo entre Esther, sus dos amigas y yo. Salíamos siempre juntos los fines de semana y nos mezclábamos con nuestras respectivas amistades con completa naturalidad y eficaz empatía. Esther parecía mostrarse feliz con mi presencia… Sí, Esther disfrutaba con mi compañía. Pero, tal vez, yo me estaba acomodando al inocente juego de una amistad que consecuentemente debía desembocar en una situación más comprometida. Yo era tan feliz con Vicky, Mónica y Esther que cualquier pensamiento que derivase en un cambio de estadio en nuestra exitosa relación social me producía un vértigo anímico ante la posibilidad de un indeseado fracaso provocado por un exceso de precipitación amorosa. Temía ser rechazado por Esther, perder su amistad y la de sus amigas. Temía que un inoportuno desliz diera al traste con mis deseos para con la mujer que protagonizaba todos y cada uno de mis cálidos aunque nada irreverentes sueños. Pensaba que la misma casualidad que coadyuvó a que nos conociéramos debía en su momento facilitar que nuestros destinos convergieran para siempre. Aquel círculo de chicas en el que yo parecía representar la cuadratura sufrió la primera baja al retirarse Mónica de la escena en circunstancias un tanto enigmáticas. Ocurrió que, con motivo de su cumpleaños, decidí enviarle a su domicilio un ramo de doce rosas blancas y una decimotercera roja. Mónica aceptó el cumplido de tal agradecida manera que me propuso quedar a solas una noche para compartir cena y conversación. Luego de tomar una pizza en un local situado en los alrededores de mi templo, el Teatro Real, nos refugiamos de una impertinente y fina lluvia en un garito musical de las proximidades. Allí, ya con la primera y última copa, Mónica me dejó anonadado con unas afirmaciones del todo insólitas: –«Leiter… Quiero decirte que tus flores me encantaron, que fue todo un detalle por tu parte, de veras, pero yo no quiero salir contigo. No quiero formar pareja contigo. Te digo esto para que no te hagas ilusiones conmigo y demás…»–  Por más que intenté explicarle a Mónica que los latidos cadenciosos de mi corazón no percutían precisamente animados en su recuerdo, Mónica prosiguió con aquel inesperado e indescifrable discurso: –«A mí, Leiter, me gusta dejar las cosas claras desde un principio. Creo además que lo mejor para ti y para mí es que yo abandone el grupo. No quiero que lo pases mal por mi rechazo. Además, últimamente nos estamos ventilando un puñado de clases y yo no estoy dispuesta a arruinar mis estudios… Siento desilusionarte, Leiter. Pero yo no soy mujer para ti ni tú eres el modelo de hombre que a mí me gusta»–  No hubo manera. Mónica estaba convencida de que yo bebía los vientos del amor por ella. Pero aún más perplejo hube de sentirme cuando a Esther le narré en la intimidad los acontecimientos que me habían ocurrido con Mónica la noche anterior, buscando por mi parte alguna respuesta a lo que, sin duda, era una curiosa confusión de tendencias sentimentales según el pensamiento de Mónica. Esther me dejó aún más patidifuso: –«Lo siento, Leiter. Yo tampoco os veía como pareja. Cuando me comentaste que le ibas a regalar flores por su cumpleaños estuve en un tris de advertirte que Mónica no sentía nada más que amistad por ti… Es una pena y comprendo perfectamente que te encuentres tan angustiado. Anda, dame un besito, mi tesoro. Olvídalo todo y recuerda que con Mónica no se acaba el mundo…»– Por momentos, pensé que me estaba volviendo loco de remate: Yo nunca había sentido o manifestado ninguna pretensión sentimental sobre Mónica y, mucho menos, había solicitado su también sentimental compañía. Sea como fuese, desde aquel extraño episodio Esther estuvo mucho más cariñosa conmigo que antaño, llamándome por teléfono a casa todos los días sin aparentes motivos. Me moría por ella. Envidiaba incluso cualquier objeto que ella tocara; su bolígrafo, su reloj, su cinta del pelo… Fue entonces cuando el hueco dejado en el grupo tras la inesperada salida de Mónica fue cubierto por Miguel, otro nuevo compañero de clase muy educado que me recordó a mí mismo tiempo atrás, cuando no sabía por dónde sentarme en el aula para llamar la atención de Esther.

 La incorporación de Miguel equilibró en buena medida el grupo formado por Vicky, Esther y un suplicante servidor. Nunca tuve nada en contra de Vicky, una chica monísima y contagiantemente risueña, abierta a cualquier iniciativa pero que no se separaba de mi amada Esther ni con agua hirviendo. Por lo tanto, pocos eran los momentos de soledad en los que podía estar con la platónica Esther. Miguel y Vicky conectaron desde el primer instante y su relación, a semejanza de la de Esther y la mía, sólo precisaba de un acto formal de confirmación. Una tarde, ya entrada la primavera, nos fuimos los cuatro al Parque del Retiro. Fue allí, junto al Estanque, donde agarré la mano de Esther por primera vez, sintiendo un indescriptible calor espiritual al comprobar cómo Esther aumentaba la presión de su algodonosa mano sobre la mía. Me sonrió, como sólo ella sabía, y creo que me pidió, en silencio de atardeceres, que la besara… Pero no me atreví. Intenté auto justificar mi inexcusable cobardía aludiendo a que Esther se merecía una declaración en toda regla. Era la mujer de mi vida y nunca me había enamorado en mis veinte años de existencia de una forma tan apasionada y veraz. Por la noche, Esther me llamó por teléfono y estuvimos cerca de una hora conversando acerca de lo humano y lo divino. Su última frase se grabó para siempre en mi corazón: –«Leiter, eres un tío de puta madre; te quiero mucho. Venga, mañana me esperas donde siempre, en Moncloa, y vamos dando un paseo juntos hasta la Facultad. Me siento una mujer feliz en tu compañía…»— Esa misma noche comencé a escribir una romántica carta de declaración a Esther (Prescindí de la socorrida partitura, ya que los gustos musicales de Esther no eran muy edificantes). Mi pretensión era la de quedar a solas con ella el próximo viernes y ofrecerle la más poética misiva que nunca hubo salido de mis pensamientos. Era ya la hora de sellar de una vez por todas una eterna unión sentimental. El jueves por la tarde, tras salir de clase, nos fuimos los cuatro a tomar unas cervezas a un disco-bar de la Moncloa que había sido inaugurado recientemente. Mientras Vicky y Esther se encontraban bailando en una improvisada pista del local, Miguel chocó su vaso de cerveza con el mío: –«Un brindis, Leiter… ¿Te has fijado en cómo todo el mundo se queda mirando a Esther? Sin ser un bombón, tiene algo que atrae a los hombres. Dime la verdad, Leiter… ¿A qué estás enamorado de ella? Se te nota mucho…»–  Afirmé con la cabeza y añadí: –«Bueno, también Vicky es una tía estupenda. Creo que está esperando a que le digas lo mismo que yo he de decirle a Esther»–  Miguel, mirándome fijamente a los ojos, me desconcertó por momentos: –«No, Leiter, te equivocas… Vicky me gusta como amiga, nada más. Te voy a ser sincero. A mí, quien realmente me atrae es Esther. Yo también estoy enamorado de ella, Leiter. Pero no quiero que haya problemas entre tú y yo. Creo que ella siente un gran amor por ti… Pero si tú no decides dar el paso seré yo quien lo haga. Vamos a hacer un trato, Leiter: Si Esther decide salir contigo, me lo cuentas y punto. Y si resulta que yo soy el elegido, tú serás el primero en saberlo. Quiero que haya buen rollo y sinceridad entre nosotros.»– En honor a la verdad, aunque un tanto sorprendido por la inesperada confesión personal de Miguel, nunca imaginé que Esther llegara a sentirse atraída por él. No le di mayor importancia al asunto y pensé que el deseo de Miguel por Esther era algo más bien anecdótico, con escaso fundamento teniendo en cuenta su insípido comportamiento con ella. La tarde-noche siguiente quedamos Esther y yo a solas, según lo previsto, en el Joc, el pub de mi ya desaparecido amigo Sebito. Tras un rato de insustancial charla, extraje de mi americana de pana un sobre y se lo puse en la mano a Esther. Era mi declaración de amor, la más bella y sentida carta que nunca hube de redactar y que había leído ya millones de veces imaginando la ensoñadora expresión de Esther al conocer el poético contenido de la misma. –«Esther… Toma esto. Es para ti. Ábrela y léela en silencio aquí, delante de mí. Te quiero tanto que no me atrevo a decírtelo de otra manera…»–  Esther comenzó a leer el romántico texto y pude observar como el folio temblaba nerviosamente entre sus delicadas manos. Al finalizar, me miró con los ojos humedecidos y me regaló un tierno beso en las mejillas.  –«Gracias…»– Fue lo único que acertó a murmurar. Luego de unos silenciosos instantes que me parecieron eternos, Esther añadió con la expresión más lírica del universo: –«No sé qué decirte, Leiter… Es maravillosa… Yo… Yo no quiero perderte nunca. Es posible que algún día me anime a escribirte una carta similar… Aunque no tan bonita como ésta. Yo no sé escribir así… Guardaré esta carta siempre conmigo; nunca nadie me había escrito algo similar… No sé, Leiter… De momento, vamos a seguir como estamos, te lo pido por favor. No puedes imaginar hasta qué punto te agradezco que me hayas dedicado este escrito… Lo necesitaba, como también te necesito a ti. Se nota que tu pluma procede directamente del corazón…»–  Al abandonar el Joc, una misteriosa estela de tonalidades verdes y anaranjadas atravesó el estrellado cielo de este a oeste. Esther me abrazó al tiempo que exclamaba: –«¡Leiter, mira! ¡un cometa! ¡Cómo brilla! ¡Es precioso!»– El rostro de mi amada, fugazmente iluminado por los súbitos reflejos de aquel celeste objeto, parecía un vivo retrato de velazqueñas resonancias. Esther trascendía lo meramente mundano. No era una mujer; era un ángel del cielo.

 Pasaron unos días y comprobé con resignación como Esther apenas me llamaba por teléfono. Las clases habían terminado y tocaba preparar los temidos exámenes de junio… Sin embargo, tenía la dolorosa sensación de que Esther me estaba ignorando desde nuestra última cita en el Joc. El grupo parecía haberse disuelto y apenas tenía noticias de Vicky, de Miguel y, sobre todo, de mi amada Esther. Una tarde, del todo descorazonado, la llamé por teléfono y a duras penas conseguí quedar con ella en la terraza de La mar, un conocido bar de la calle Ortega y Gasset. Nada más aparecer Esther, aprecié que su semblante no era en absoluto amistoso. Se mostró arisca y contradictoria conmigo en todo momento, interrumpiendo todas mis frases e incluso demostrando una injustificada apatía con temas relacionados con los exámenes. Su expresión, su inolvidable expresión de antaño, se había transformado en un maremágnum de insoportable soberbia y arrogancia. Decidí ir al grano directamente: –«¿Estás enfadada conmigo por lo de la carta, verdad?»–  Esther lo negó, pero su fría mirada a duras penas podía contener un odio ciego hacia todo lo relacionado con mi persona, un insoportable odio que yo no acertaba a comprender. Nos despedimos de una manera recurrentemente gélida, sin ningún atisbo de cariño, sin frases engalanadas, sin palabras que conmueven el espíritu… –«Bueno, ya nos veremos en la facultad… Al terminar los exámenes… No sé por qué estás así conmigo, Esther, pero, sea cual sea tu motivo, te ruego me perdones si crees que te he podido ofender o molestar en algo que, sinceramente, desconozco»–  Esther ni siquiera me miró a la cara al responderme en modo airado: –«¡Yo no estoy enfadada contigo! ¡Soy la misma de siempre!»–  De regreso a casa, triste y cabizbajo, sentí en lo más hondo de mi alma como el necio jinete de la ilusión volvía a descabalgar a lomos de mi más anhelada esperanza. La tarde siguiente, cuando estaba a punto de salir de casa para asistir a una entrega de premios en el Joc, sonó el teléfono. Era Miguel: –«Leiter… No sé cómo contártelo… Convenimos un pacto, ¿Te acuerdas? Quiero que sepas que, desde hace unos días, estoy saliendo con Esther… Lo siento por ti, Leiter. No me resulta nada agradable comentarte esto pero me veo en la obligación moral de hacerlo. Esther tiene un altísimo concepto de ti, como yo, y queremos seguir siendo tus amigos. Nos tienes para todo aquello que necesites…»–  Aquella misma noche, tras la entrega del premio que me acreditaba como el tercer mejor jugador de mus del Joc, llegué de madrugada a casa en unas condiciones tan lamentables que me fue del todo imposible trabajar en el bar a la mañana siguiente. Mi padre me reprendió severamente y mi madre me tildó de «borrachuzo». Ni siquiera recordaba dónde había depositado el insulso galardón del campeonato de mus, un sencillo trofeo que se extravió hasta el presente.

 Cinco años después, cuando me encontraba con Pablo, un buen amigo y mejor empleado del bar de mi padre, tomando una merecida copa en El rojo tras una intensa jornada laboral de viernes, Miguel y Esther hicieron sorpresivo acto de presencia en el local del añorado Ramiro: –«¡Leiter, joder, que no sabíamos dónde encontrarte! Un paisano nos dijo que acababas de cerrar el bar y que, quizás, estuvieses por aquí… ¡Qué alegría verte de nuevo después de tanto tiempo!»– Efectivamente, al poco de mi ruptura — por definirlo de alguna forma — con Esther, aproveché para tomar una de las decisiones más trascendentales de mi vida: Derecho no era una carrera universitaria para mí… Abandoné aquellos estudios y me centré, afortunadamente, en mis cosas. Miguel, a semejanza de unos años atrás, chocó su vaso de whisky con el mío mientras Esther charlaba animadamente con Pablo: –«Dime la verdad, Leiter. ¿A qué Esther sigue igual de guapa?»– Devolviendo el cristalino brindis, contesté: –«¿Sólo guapa? No, no, Miguel; Esther respira la belleza del Paraíso… Mis ojos nunca podrán contemplar una mujer tan preciosa como ella. Y tan buena persona… Tuviste mucha suerte, Miguel; creo que te envidiaré de por vida»– En ese preciso instante entró en El rojo mi entonces compañera sentimental, Isabel la enfermera, una mujer que casi me duplicaba en edad. Al despedirse Miguel y Esther de todos nosotros, Isabel me declaró: –«¿Es esa la chica de quién tanto me has hablado? ¡Mira que eres gilipollas, hijo mío! Yo bien que podría ser su madre pero, ¿Cómo dejaste escapar a esa belleza? ¿No te has dado cuenta de que te miraba con ojos de enamorada al despedirse? ¡Anda, Leiter, toca un poco el piano para mí! ¡Esta noche te encuentro muy sensible, capullito!»–  En efecto, aquella noche me encontré tan sensible que Isabel acabó largándose a su casa no sin antes mandarme a cierto maloliente enclave… –«¡Vaya gilipollas que estás hecho, hijo mío!»– 

 Décadas más tarde, quien fue mi mejor amigo, Joaquín, me sobresaltó con una inesperada llamada a mi teléfono móvil: –«Leiter… Esto… ¿Te acuerdas de aquella chica morena que tanto te gustaba? Sí, la compañera de Derecho… ¡Eso mismo, Esther, que ya no me acordaba de su nombre! Pues fíjate lo que me ha ocurrido esta mañana: Entraba en el Caja Madrid de Conde de Peñalver para realizar unas gestiones cuando me para una chica que estaba de promotora de ciertos productos financieros… Me dice: Yo a ti te conozco. Eres Joaquín, el amigo íntimo de Leiter… ¿No te acuerdas de mí? ¡Era ella, Leiter!. Me preguntó por ti y por tus circunstancias… Estará en la sucursal hasta las dos de la tarde… Pero, Leiter, joder, ¿Me estás escuchando?»–  La vi desde lejos a través de la acristalada vitrina del banco, desde la corta pero insalvable distancia de un cruce de calles. No me atreví, como antaño, a saludarla pero seguía siendo la mujer más guapa del planeta… Veinte años después, mis recuerdos sobre Esther se renovaron al contemplar su lejana figura en aquella sucursal financiera. En esos breves instantes, bajo un cielo tristemente encapotado, me vino a la mente la banda sonora de una conocida película.

 Hoy en día, gracias a las redes virtuales de Internet, he podido averiguar que Esther sigue sentimentalmente unida con Miguel, un ahora conocido y reputado profesional de la abogacía. Estoy seguro de que forman una feliz pareja y con hijos de por medio. Hace poco, concretamente en el mes de julio, celebrábamos Celia y yo nuestro decimotercer aniversario como pareja. –«¡Quien lo iba a decir, Leiter! Lo que parecía un simple ligue y… Ya trece años juntos ¡Cómo pasa el tiempo! Golfo, quiero que sepas que te quiero mucho y que en estos trece años he sido muy feliz a tu lado… Si algún día decides separarte de mí que sea por tu libre voluntad; pero ocúltame si lo haces por una tercera persona…»– Agarré la mano de Celia, la mujer más maravillosa del mundo, y contesté: –«Tranquila. Eso no ocurrirá nunca. Ni tú ni yo estamos ya para hostias…»– Pero mentalmente añadí: –«Siempre, claro está, que Esther no vuelva a cruzarse en mi camino…»–