bruja-de-noche

 Por más que han pasado los años, sigo pensando que Conchita, la tímida e introvertida hermana de la señorita Trini, ha sido la persona más parecida físicamente a una de esas estampas que nos muestran la caricatura de una vieja y fea bruja volando en horizontal sobre una mágica escoba y tocada por un lúgubre capirote negro de troncocónica prolongación. No quisiera yo expresar con esta maléfica comparación que Conchita fuese una bruja, ni mucho menos, pero, por sus inconfundibles trazos, a mí, un mocoso catequizante en vísperas de comunión, sí que me lo parecía. De cualquier manera, bastante tenía la pobre Conchita con aguantar a diario el irreductible mal genio de su jefa y hermana, refiriéndonos siempre en términos de jerarquía, la incombustible e inefable señorita Trini. Y a ello había que añadir, por si no fuera suficiente, los arrebatos erótico-festivaleros con que el tarado de su sobrino y también cohabitante, Galo, tenía a merced de obsequiar en forma de imprevistos pellizcos en las partes más femeninamente pudorosas. Conchita, rondando por entonces la cincuentena de primaveras, permanecía soltera y sin conocer varón — según la tesis expuesta a todos los vecinos de la finca por doña Lola, la portera — debido a la implacable imposición de su hermana mayor, la señorita Trini, también soltera, como sugiere su denominación, durante el transcurso de todo su devenir existencial. Al parecer, la prohibición de ejercer el sagrado sacramento del matrimonio también se extendía a Galo, pese a las excepcionales dotes físicas (Atendiendo de igual manera al relato de doña Lola) que el mancebo atesoraba para la necesaria y consecuente consumación marital. Pero en lo relativo a Conchita, quizás esa referida carencia afectiva fuese el motivo por el que, muchas tardes, cuando mi madre me dejaba a su custodia durante unas horas, podía yo observar como la infeliz se agarraba al palo de una fregona (Por algo me daba a mí aspecto de bruja) cuando por el viejo aparato de radio a válvulas que se encontraba en lo alto de la repisa de su cocina se escuchaban las notas de El reloj, de Lucho Gatica. «Reloj, detén tu camiiinooo» — Entonaba Conchita abrazada a un imaginario galán en forma de palo enmochado. Y, tal vez, esa amarga soledad sentimental era la que daba origen a una más que sospechosa afición por la botella, aspecto este del todo confirmado por doña Lola: –«¡Mira tú si el pijo ahora! ¡Pues no me llama la otra mañana, a eso de las nueve, para pedirme un vasico de vino fresco para guisar! ¡María santísima! ¡Si tenía toda la cara encarnada del pimple…!»–  Sin embargo, y a pesar de estas veladas y espirituosas acusaciones, Conchita me trataba siempre muy bien cuando me hallaba bajo su cuidado y el de su hermana en el piso contiguo al de mi familia. Conchita adoptaba un léxico del todo acaramelado conmigo aunque viciado con algunas frases del todo incongruentes en su empeño de imitar a una mujer culta como lo era su hermana, habitual lectora de revistas de moda escritas en francés.  –«Escúchame Leiter, pequeñín — solía repetirme Conchita –«Los niños como tú han de obedecer siempre a lo que dicen los papases y las mamases…»– Pero aquellas pretendidas muestras de finura por parte de Conchita se derrumbaban del todo ante los reiterados y convulsos ataques aerofágicos que a duras penas podía no ya disimular, sino también contener. En opinión de doña Lola, esos imprevistos y sonoros golpes de tos abdominal eran fruto «del chorrico de Casera que se echa para asustar al vino». De cualquier manera, Conchita adoptaba siempre una pose serena y decididamente marcial ante mi menuda presencia, aspecto que, sin embargo, se teñía de medrosa palidez cuando se oía desde el fondo el martilleante sonido argentino originado por la plateada campanilla con la que se valía la señorita Trini para requerir de inmediato su presencia en el salón de estar de la casa. Yo, pese a tener sólo seis o siete años de edad por aquel entonces, advertía de una serie de gritos y palabras malsonantes emitidas por la señorita Trini para con posterioridad observar como Conchita regresaba a la cocina con las manos temblorosas para, acto seguido, servirse un vaso de vino que apuraba prácticamente de un trago. Me daba pena Conchita. Mi madre comentaba que su vida había sido siempre muy triste y que estaba convertida en una verdadera esclava por parte de su hermana, la señorita Trini, careciendo además de libertad y sin posibilidad alguna de iniciativa propia. Conchita sólo se ausentaba de su domicilio para ir al mercado — a la plaza, como así lo llamaba doña Lola — y regresar con las manos dolorosamente entumecidas por el excesivo peso con el que acarreaba en las bolsas. No conocía otro mundo que el de su lúgubre entorno y, quizás por ello, mantuvo siempre una amistosa confidencialidad con su más próxima vecina, que no era otra que mi madre.

 Por esas fechas, y a base de muchos esfuerzos y sacrificios, mi padre había adquirido un apartamento de recreo en una población cercana a la sierra madrileña. De esta manera, con la llegada del buen tiempo, a partir de mayo, mi madre y todos mis hermanos tomábamos el coche de línea los viernes y acudíamos allí para pasar un saludable y tranquilo fin de semana. Por su parte, a mi padre no hubo nunca quien le moviera del bar… Bastante tenía el hombre con quedarse solo el fin de semana. Fue en la víspera de uno de ellos cuando mi madre estimó oportuna la iniciativa: –«Conchita, ¿Por qué no te vienes este viernes a la Sierra conmigo y los críos? Creo que te vendría muy bien cambiar un poco de aires…»– La sorprendida Conchita, con el rostro ligeramente desencajado y agarrándose con firmeza del brazo de mi madre, apenas acertó a contestar:–«¡Ay, doña Taratatiana…! ¡Ya me gustaría a mí! Pero estoy segura de que mi hermana no me concederá permiso. Además, ¿Quién cuidará en mi ausencia del borrico de mi sobrino Galo?»– Ante estos pesimistas presagios de Conchita, mi madre no tuvo más remedio que entrevistarse con la señorita Trini en su domicilio. La veterana modista, sentada sobre el mismo sillón donde trabajaba, comía, sesteaba y veía de vez en cuando la televisión, contestó un tanto risueña y provocando el bamboleo del pitillo de Vencedor que siempre sostenía entre sus labios: –«¡Coño! Es la primera vez que alguien me requiere los servicios de la pánfila de mi hermana. Sí, que se vaya contigo, Taratatiana; no le vendrá mal. Y si decide no regresar, mejor que mejor. Pero sólo impongo una condición: ¡Ni una gota de alcohol! Ya sabes que a Conchita le gusta mucho el alpiste…»–  Tras el visto bueno de la señorita Trini, quien esto escribe jamás podrá borrar de su mente los indescriptibles saltos de alegría que se marcó una desenfrenada Conchita en la cocina de su casa, alzando los brazos de la misma forma en que lo hace un futbolista cuando logra un gol para su equipo. Ante tal derroche de algarabía, me uní a la fiesta particular de Conchita imitando sus mismos saltos y expresiones de conmovedora alegría. Conchita me alzó con sus brazos y no paró de darme cariñosos besos, observando como de sus labios salía el mismo olor que desprendía la chaquetilla con la que se uniformaba mi padre para trabajar en el bar. Ya a bordo del autocar que nos transportaba rumbo a la Sierra, mi madre abrió una bolsa y se la arrimó a Conchita: –«Mira, le he pedido a mi marido dos botellas de vino. Nosotros no lo probamos pero sé que a ti te gusta tomar vino en las comidas. Además, en el mueble-bar del apartamento queda alguna botella de anís y cognac que tenemos ahí por si surge alguna visita. Creo que están sin empezar»–  Conchita, cuyo rostro se iluminó de una extática alegría, se agarró al brazo de mi madre: –«¡Ay, doña Taratatiana, qué bien se porta usted conmigo! No tenía por qué haberse molestado con el vino… ¡Huy!» —  En ese preciso instante, el inconfundible y oclusivo sonido de un gaseoso regüeldo rasgó la monótona letanía musical interpretada por el motor diésel del autocar.  –«¡Conchita! ¡Por el amor de Dios!» — Gritó horrorizada mi madre al tiempo que se tapaba la boca en un intento por contener la graciosa carcajada.  –«Perdone, doña Taratatiana… Ha sido sin querer; se me ha escapado»– Los cruces de miradas entre mis hermanos y yo fueron absolutamente delirantes, teniendo que hacer un sobrecogedor esfuerzo para no estallar de risa, tapándome la nariz — recurso que tenía muy estudiado de mi estancia en el colegio de curas escolapios — y evitando la complicidad risueña de las atónitas miradas de mis hermanos. Ante los gestos de reprobación de alguno de los pasajeros, mi madre sacó un abanico del bolso y comenzó a batirlo en un intento de despejar la invisible y fétida nube originada por la explosión ventricular de Conchita. Desde el fondo del autocar se escuchó una lejana e imperativa frase: –«¡Qué barbaridad! ¡Qué falta de respeto! ¡Abran las ventanas, por favor!»-–  Pero lo más sorprendente fue que, a todo esto, Conchita se revolvió de su asiento y, girando su cabeza hacia atrás, me espetó: –«¡Hay que ver, Leiter! Te he dicho mil veces que esas cosas no se hacen en público»–  Completamente ruborizado, contesté: –«¡Oye, Conchita, que yo no he sido!» — A lo que ella apuntilló: –«Sí, sí, has sido tú… Los gases de los niños suenan como «Valladolid» mientras que los de los adultos lo hacen como «Pamplona». Y yo he oído «¡Valladoliiiid!»–  Jamás entendí el enigmático sentido de aquellas misteriosas comparaciones onomatopéyicas.

 ¡Tendríais que haber visto qué bien que se lo pasó Conchita con nosotros durante aquel inolvidable fin de semana en la Sierra! Pese a las reiteradas e insistentes negativas por parte de mi madre, Conchita se empeñó en colaborar con las tareas domésticas, haciendo las camas después de que nos hubiésemos levantado o ayudando en la cocina a preparar las comidas. Aún no me explico cómo se las pudo apañar, pero el sábado nos hizo un delicioso postre a base de bizcocho, canela y limón que estaba como para chuparse los dedos. Recuerdo como la pobre Conchita se ruborizaba al recibir de nosotros las pertinentes felicitaciones por tal prodigiosa demostración culinaria. Con los ojos humedecidos, afirmaba: –«¡Qué va, qué va! Ya os prepararé en Madrid uno mejor. ¡Qué pena no haber tenido leche condensada aquí!»–  Por las tardes, y gracias a un tocadiscos portátil de maletín que siempre llevábamos a cuestas, Conchita se lo pasaba en grande escuchando y tarareando al mismo tiempo las canciones de Adamo o de Los Tres Sudamericanos. Incluso se atrevió a bailar con mi hermano Césare Hyppocraticus el conocido Bolero a Murcia, un disco que doña Lola, ceheginera de pro, nos había regalado y cuyas primeras estrofas jamás podré olvidar: «Se está vistiendo la huerta, de oro, rubí y esmeralda; como si fuera una novia, la hermosa huerta murciana. Hay sauces arrodillados, entre naranjos en flor; y en los almendros parece, que al amanecer nevó…»  A Conchita se le iluminaba el rostro cuando mi madre, en medio del improvisado guateque, le apuntaba: –«Conchita, tú aquí como en tu casa. No estés pidiendo permiso para cualquier cosa que se te antoje. Anda, sírvete una copita de anís, que sé que te gusta…»–  Por las noches, y en contra de lo indicado por mi madre, Conchita se quedaba en la cocina fregando los cacharros de la cena y acompañándose, como no podía ser de otra manera, de alguna que otra copa de anís o cognac. Pero todo lo bueno se acaba pronto y así, no tardó en llegar la tarde noche del domingo y el consiguiente y obligado regreso a Madrid. En esta ocasión, no hubo concierto de vientos en el autocar aunque por contra sí que pude escuchar los lamentos de Conchita, cuya expresión era del todo triste y melancólica  –«¡Qué bien que me lo he pasado, doña Taratatiana! Me da mucha pena volver con la fiera de mi hermana y con el bruto de Galo… Escuche, se lo digo muy en serio: Si algún día necesita usted de una asistenta no dude en contar conmigo. No me importa nada cambiarme de piso y quedarme con ustedes…»–  Mi madre, totalmente conmovida por aquella sincera y patética declaración, contestó: –«No, Conchita. Sois tres personas viviendo juntas y habéis de respetaros entre sí. Yo comprendo que es muy difícil para ti aguantar el carácter tan tremendo que tiene tu hermana y que Galo, tu sobrino, esté un poco, digamos, trastornado. Pero tú, Conchita, te has ido dejando pisotear un tanto durante muchos años y quizás debas imponer tu personalidad poco a poco, hablando las cosas con tranquilidad y evitando las discusiones. La señorita Trini es mucho más receptiva de lo que tú misma te puedes imaginar. Para mí eres una buena amiga, aparte de mi vecina, y nunca podría consentir que trabajaras a mi servicio. Date por invitada para todos los fines de semana que quieras pasar con nosotros en la Sierra. Y, por cierto, Conchita: Ya que somos amigas, deja ya de llamarme de usted y de doña, por favor»

 Sin embargo, lo que parecía que iba a consolidarse como una sincera e imperecedera amistad acabó por estropearse de la manera más absurda e insólita posible. A los dos días de haber regresado de la Sierra y con la perspectiva de volver el próximo fin de semana, Conchita se cruzó en el rellano de la escalera con mi madre.  –«Oye, Taratatiana. ¿Tú por qué motivo me has tenido que enfrentar con mi hermana? ¡Eres una chivata y no te lo perdono!» —  Mi madre no daba crédito a lo que estaba escuchando y optó por una prudente retirada ante el violento cariz verbal que estaba adquiriendo aquella imprevista conversación  –«Bueno, Conchita. Calla y déjame en paz. No sé de qué demonios me estás hablando y tampoco comprendo a qué vienes con estas ahora» —  Por la tarde llegaron las respuestas a la incomprensible actitud mostrada por Conchita debido a que la señorita Trini tenía por costumbre salir con el sillón al balcón de su casa para aliviarse con la reparadora brisilla que mitigaba los rigores de un mes de mayo que estaba resultando particularmente caluroso. Como los balcones de la casa de mis padres y de la señorita Trini estaban en línea, era del todo factible sostener una conversación entre los mismos. Aunque mi madre saludó a la señorita Trini como si nada hubiese sucedido, la modista fue directamente al grano:  –«Pero bueno, Taratatiana. ¿Qué demonios os pasado a mi hermana y a ti esta mañana en el rellano? Si os he podido escuchar todo lo que estabais discutiendo a través de la mirilla… Esta hermana mía es una cafre. ¡Ya sé que tú a mí no me has contado nada, mujer! Pero no pude evitar llamar a la atención a Conchita ante el pestazo a anís que echaba por su aliento cuando vino de vuelta de la Sierra. Sé de sobra que tú no lo hiciste con mala intención, Taratatiana, pero esta inútil de Conchita se pierde ante cualquier copa de anís o cognac que tenga a mano. La muy imbécil se cree que tú me lo has contado todo ¡Encima de lo bien que te has portado con ella! Déjala por imposible, Taratatiana. Tú ya sabes que aquí me tienes a mí para lo que requieras…»–  De aquel malentendido se pasó a una enemistad entre mi madre y Conchita que fue del todo irreversible. Pero lo peor fue que Conchita, aquella mujer con la que yo había pasado muchas veladas en su casa de niño y que siempre me había tratado con diligencia y cariño, acabó por tomarla conmigo de una manera cruel y manifiestamente injusta. Todo comenzó una tarde, cuando Conchita y yo coincidimos en los balcones contiguos que daban a la fachada principal del edificio. Conchita, con síntomas de transitoria locura y obcecación, empezó a dedicarme una serie de gestos despectivos, acoplados a un ininteligible lenguaje de connotaciones presumiblemente soeces y que a su vez iban acompañados por extraños ademanes en sus brazos, muy en la manera con la que ciertas brujas — como posteriormente hube de descubrir — lanzan terribles conjuros a sus víctimas. Poco menos que asustado, corrí en busca de mi madre, más que para comentar aquella insolente afrenta, para encontrar una aliviada protección ante mi infantil espanto. Mi madre, enterada de tales enmiendas, salió al balcón y contempló a una calmada Conchita que fingía no hacer nada para vernos. Pero al retirarse mi madre — «Yo creo que tú ves visiones, Leiter»– del balcón y volver a quedarme yo solo en el mismo, Conchita, como si tuviese ojos en su espalda, volvió a ejecutar esa infernal y aterradora danza que sabe Dios qué significado habría de tener. Aquellas pavorosas y supuestas maldiciones que al parecer Conchita vertía ante mi presencia — y que me llegaron a asustar hasta el punto de no salir nunca al balcón de mi casa estando a solas — cesaron cuando hice saber de las mismas a doña Lola, la portera. La inolvidable empleada de la finca, indignada ante los esotéricos arrebatos de Conchita para con quien esto escribe, dio con el remedio ideal para aplacar a una desconocida Conchita, víctima de algún pasajero síndrome que provocaba la aparición de su lado más oscuro.  –«Hijico mío» — me dijo doña Lola –«Si vuelve Conchita a hacerte esos gestos que me cuentas no te pongas nervioso; haz que sonríes y canta esto en voz alta, para que ella te pueda escuchar con claridad: A la lima y al limón, te vas a quedar soltera; a la lima y al limón, que no quieres quien te quiera… Y tú tranquilo, mi zagalico, que yo rezo por ti todas las noches a la Virgen de las Maravillas y tienes su bendición…» —  Dicho y hecho. Aunque si no llego apartarme a tiempo, el puñado de tierra de tiesto que Conchita me hubo de arrojar cuando entoné aquella salvífica coplilla habría impactado irremediablemente en mi cara. Pero Conchita, pese a que ya nunca más hubo de someterme a sus conjuros si coincidíamos en nuestros respectivos balcones, se tomó cumplida venganza por la injustificable chanza de mi socorrido cántico: Una tarde, regresando del colegio, sentí como alguien golpeaba mi cabeza con violencia por detrás. Al volverme, sólo pude ver apreciar la figura de Conchita caminando aceleradamente en sentido opuesto al mío. Un señor que por allí pasaba me dijo, tras observar mi dolorida cabeza, que había sido ella quien me había atizado. Decididamente, Conchita había optado por el reverso tenebroso en su vital devenir…

 Pasaron los años y, tras el súbito fallecimiento de la señorita Trini, Conchita hizo las maletas y se largó para siempre a su pueblo, dejando a un desconsolado Galo a solas. Una víspera de Nochebuena, cuando me encontraba almorzando en casa de una ya jubilada doña Lola, la incombustible ex-portera del edificio donde hoy en día sigue habitando mi madre me informó: –«¡Ay, con la Conchita! ¿Te acuerdas de ella, Leiter? No tardó mucho en reunirse con su hermana en la sepultura. Me lo contó una sobrina de ella. Por cierto, nene: ¿Sigue viviendo aún el zanguango de Galo en la casa? Para qué te voy a contar, hijico mío. Tú ya eres mayor y estás hecho un hombre. No te puedes imaginar lo que le colgaba a aquel burro entre las piernas… Igualico que al «tontoelpijo» de mi marido… ¡Mírale! Ahí como un gilipollas y sin enterarse de nada…» 

 Estoy convencido de que en algún recóndito lugar del universo se está celebrando una boda en estos momentos. Puedo adivinar a ver a Conchita, con un inmaculado y sedoso vestido nupcial, escoltada por una legión de arcángeles ataviados de blanco satén y agarrada de la mano de un apuesto príncipe de ojos azules y cabellos dorados. Juraría que además puedo escuchar, desde la universal distancia, los compases de la Marcha Nupcial de Mendelssohn. Pero lo que realmente sé, a ciencia cierta, es que Conchita estará entonando para sus adentros una bellísima canción: «Reloj, no marques las horas…»