Nunca nos ocultó Fermín su condición de separado en una época donde esta situación civil se consideraba poco menos que un tabú en las relaciones sociales. De muy educadas maneras y con una constante expresión risueña que delataba la pulcritud de su espíritu, Fermín era un ingeniero de telecomunicaciones que no llegaría aún a la treintena y que trabajaba en el turno de noche en la sede de la Compañía Telefónica de la calle Alcántara. Poseía una virtuosa habilidad para reparar todo tipo de artilugios eléctricos y, así, los clientes, de confianza o no, le otorgaban en prenda viejos transistores, magnetófonos, giradiscos de maletín, etc… Que pacientemente Fermín arreglaba y dejaba como nuevos. Jamás cobraba estipendio alguno, si acaso aceptaba algún cuba-libre como invitación, ya que disfrutaba de una buena posición económica merced a su trabajo como ingeniero. Algunos abusaban de su siempre amable disponibilidad y hasta le llegaron a endosar un monstruoso aparato televisor que el bueno de Fermín fue reparando en el bar durante las noches, en las horas previas a su incorporación al trabajo. Ocurría que, quizá para soliviantar la soledad de un breve y fugaz matrimonio fracasado, Fermín acudía al bar unas tres horas antes de fichar y aprovechaba para cenar en el mismo. Era un ser reservado y hasta tímido, no inmiscuyéndose jamás en conversaciones ajenas si no era requerido a ello. Además, tenía una vena creativa de inventor y estaba estudiando de qué forma diseñar un silenciador para amortiguar en lo posible el molesto ruido del molinillo de café cuando trituraba el grano. Fermín era tan tremendamente cariñoso que no faltaron voces que pusieran en duda su orientación sexual, como por desgracia siempre solía suceder en estas situaciones.

 Alrededor de las doce de la noche habituábamos a bajar a media altura el cierre del bar para evitar visitas indeseadas a esas horas. Pero eso no significaba que el bar se quedase vacío, ni mucho menos. Algunos trabajadores nocturnos de la EMT, otros de Telefónica, como Fermín, y algún que otro solitario permanecían en el bar hasta que acabábamos de recoger todo y preparar las cosas para el día siguiente, tarea que nos llevaba más de una hora, como poco. Los clientes de mayor confianza entraban incluso a tomar el último café o cubata agachándose para sortear el semibajado cierre metálico. Dentro de lo que cabe, existía cierta armonía entre la dependencia y los clientes más veteranos. Y esa noche, un viernes de febrero, habíamos resuelto pronto los quehaceres e invitamos a los tres clientes que aún permanecían en el local, dos mecánicos de la EMT y Fermín, a la «penúltima», al tiempo que la misma dependencia se autoservía un merecido trago, finalizada la dura faena. Con motivo de la emisión reciente de un programa de televisión del UHF y dado que el tema se estaba poniendo de moda en aquellos tiempos, los mecánicos y yo sostuvimos un interesante debate acerca de la posibilidad de vida extraterrestre. Los mecánicos comenzaron a narrarnos historias que había sucedido en sus respectivos pueblos de origen, algunas de ellas contadas en primera persona, y que a veces no tenían nada de «extraterrestre» sino más bien de fenómenos paranormales o apariciones marianas. Fermín nos observaba con esa expresión de niño bueno, amplificada por una perenne sonrisa silenciosa que decoraba con continuos alzamientos de cejas. Uno de los mecánicos afirmó que eso de las naves extraterrestres era puro cuento chino y todos los misterios que nos había relatado los achacaba a meros fenómenos de connotaciones claramente místicas. Entonces, y por sorpresa, Fermín, que había permanecido atento pero callado, como de costumbre, nos interrumpió.

 — «Esto…Si ustedes me lo permiten… Les he estado escuchando con atención y creo que algunos de los extraños fenómenos que aquí se han comentado tienen una probable explicación científica. Pero, en fin. Usted ha dicho que piensa que las naves extraterrestres no existen. Déjeme, por favor, que le cuente algo: Soy un apasionado de las telecomunicaciones y en mi domicilio dispongo de un aparato emisor-receptor de onda corta. Vamos, que soy lo que se conoce como un «radioaficionado». La noche del 21 de julio de 1969 establecí una red con otros radioescuchas del mundo con la que pudimos sintonizar las comunicaciones entre la NASA y el Apolo XI, que como sabrán, fue la nave que transportó a los primeros seres humanos que pisaron la Luna. Como había terminado la carrera recientemente, habiendo cursado un postgrado en EEUU, no suponía mayor esfuerzo para mí entender los diálogos en inglés. Estaba fascinado por ser testigo directo de uno de los mayores acontecimientos de la humanidad. Todo transcurría con normalidad aunque, por el tono de voz empleado por los astronautas, se desprendía que se hallaban bajo un elevado estado emocional. De pronto, escuché, creo que a Aldrin, exclamar con evidentes síntomas de nerviosismo: Ven, ven. Mira eso… Los del Centro de Control de la Nasa preguntaron qué ocurría… Y de nuevo dijo Aldrin: ¡Oh, Dios mío. No puede ser… ! Se escuchaba perfectamente la conversación. Desde el Centro de Control se les conminó a tomar instantáneas de aquello que estaban viendo, al tiempo que se oía un gran revuelo como ruido de fondo. Después fue Armstrong quién dijo, con gran alteración: ¡Míralos, míralos. Están ahí otra vez! Pero… ¿De quién son esas naves?… Y, de sopetón, la comunicación se interrumpió, sin duda, apresuradamente censurada por la NASA. Yo, señores, doy mi palabra de honor de haber escuchado estas enigmáticas frases. Cada uno es muy libre de sacar sus propias conclusiones. Yo, desde luego, tengo las mías.» —