Erich Kleiber

 El 27 de enero de 1956 se celebraba en Salzburgo el bicentenario del nacimiento de su hijo pródigo, Wolfgang Amadeus Mozart. 440 kilómetros al oeste, en Zurich, Erich Kleiber fallecía a solas e inesperadamente en una habitación del hotel Dolder. El destino quiso unir a uno de los compositores más geniales de todos los tiempos con uno de sus mejores intérpretes. De corta estatura, mirada penetrante y gestos autoritarios, Erich Kleiber fue la más viva encarnación de la obsesiva intensidad en el trabajo y del infatigable dinamismo: –«Un director de orquesta ha de ser como un león que hunde profundamente las garras en su presa»– Solía repetir. Las circunstancias de la vida incidieron notablemente en la trayectoria artística de un director que en el Berlín de los años veinte del pasado siglo era, junto con Furtwängler, Walter y Klemperer, la figura dominante del panorama interpretativo musical. Nadie nunca le regaló nada ni tampoco se sintió amenazado. Pero la música fue un principio tan sagrado para él que no dudo en emigrar voluntariamente de Alemania cuando consideró como un asunto propio una injustificada ofensiva gubernamental hacia un compositor como Alban Berg. Por desgracia, la integridad humana demostrada por Erich Kleiber en aquellos tumultuosos días fue más bien la excepción que la propia regla.

 Erich Kleiber nació en Viena el 5 de agosto de 1890 en el seno de una familia aficionada a la música y de ascendencia bohemia. De hecho, los padres de Kleiber se conocieron y casaron en Praga, retornando luego a Viena en busca de empleo. A los seis años, Kleiber se quedó huérfano de ambos y se trasladó a Praga con su abuela, quien falleció también un año después. En 1900 vuelve a Viena y se instala junto con una tía. Luego de asistir a un concierto en donde el propio Mahler interpretó su Sexta Sinfonía, al joven Erich se le despierta el gusto musical y por ello decide trasladarse a Praga para estudiar filosofía e historia en la Universidad de Praga, al tiempo que también ingresa en el conservatorio de la capital bohemia. Allí interviene en numerosos ensayos del Teatro Alemán de Praga y llega a ser maestro de coro y correpetidor de dicha institución. En 1911, y con tan sólo 21 años, debuta como director y demuestra tal capacidad de trabajo e iniciativa que un año después acepta la oferta que le hace el Teatro de la Corte de Darmstadt para ser su tercer director. En 1916 es llamado para dirigir en el último instante y sin previo aviso un ensayo general de Der Rosenkavalier y deja alucinado a todo el mundo por realizar el mismo sin echar ni un sólo vistazo a la partitura. Aquello le supuso un enorme salto profesional que le llevó a asumir la dirección principal de los teatros de Barmen-Erbelfeld (1919), Düsserldorf (1921) y Mannheim (1922). Kleiber se muestra entonces como uno de los directores más jóvenes y prometedores de toda Alemania.

 En 1923, con 33 años, Kleiber es llamado por la Berlin Staatsoper para sustituir a Leo Blech, tras fracasar las negociaciones previas con Klemperer, Walter y Von Zemlinski. El joven Kleiber ofreció un Fidelio como presentación que fue criticado por la prensa más purista, pero las bases para una fresca renovación de una institución por la que asomaban las telarañas de la rutina estaban puestas. Kleiber tuvo la genial intuición de alternar las producciones clásicas con los estrenos de nuevas óperas (El Wozzeck de Alban Berg se llegó a ensayar hasta 137 veces antes de su primera representación, algo realmente insólito). A todo ello, Kleiber se aprovechó de la incipiente industria fonográfica para realizar registros no ya sólo con la orquesta de la ópera, sino también con su rival de los filarmónicos de Berlín. La reputación de Kleiber se extendió por toda Europa y especialmente en Argentina, país en donde dirigió conciertos durante seis semanas en el Teatro Colón de Buenos Aires durante la temporada de 1926. Tres años más tarde, Kleiber era considerado uno de los cuatro mejores directores del momento, junto con Walter, Furtwängler y Klemperer, y ello hacía de Berlín la capital musical del mundo. Pero en esa época estalla una de las mayores recesiones económicas de la historia que paulatinamente va a provocar el auge de los totalitarismos y el ascenso del nazismo hacia las esferas de poder alemanas. El choque iba a resultar del todo inevitable.

 La campaña de propaganda nazi arremetió contra la denominada «música degenerada» de la Escuela de Viena y de otros compositores que perdieron el inicial beneplácito, como Hindemith. El director vienés hizo caso omiso a todas las «recomendaciones» emanadas de los nazis y siguió programando «música maldita» hasta que los sucesos se precipitaron en 1935, cuando a Kleiber se le prohíbe de manera estricta programar el estreno de Lulu de Alban Berg en la Staatsoper. Kleiber consigue estrenar la suite de dicha ópera el 30 de noviembre, pero a las prohibiciones oficiales de estrenar la ópera completa se suma una terrorífica campaña de prensa contra su persona. Las obras de Berg son prohibidas en Alemania y Kleiber, una persona poco acostumbrada a recibir órdenes de terceros, dimite de su puesto de director de la Staatsoper tras doce años y abandona voluntariamente Alemania. Durante un tiempo vagabundea por Europa y dirige en Bélgica, Inglaterra, Suiza e Italia hasta que es requerido por el Teatro Colón de Buenos Aires para hacerse cargo de su dirección. Kleiber parte con su mujer Ruth Goodrich y con el pequeño hijo de ambos, Carlos, hacia Argentina y allí se establecen, alternando los conciertos y giras con la mayor institución operística sudamericana del momento con algunos viajes a EEUU en calidad de director invitado, aunque allí tuvo algún que otro problema — los métodos de Kleiber eran ciertamente incompatibles con la forma de trabajar de las orquestas norteamericanas — y tras una invitación cursada por Toscanini en 1948 no volvió nunca más. Ese mismo regresa a Europa para dar una serie de conciertos en Inglaterra y firmar un contrato discográfico con DECCA. Hasta 1951 no pisó de nuevo Alemania y tres años más tarde es requerido para volver a hacerse cargo de una renovada Staatsoper que se encontraba en zona protegida por los soviéticos. Los conflictos con las autoridades comunistas no tardan en sobrevenir y Kleiber se ve forzado a renunciar por segunda vez en su vida a la dirección de dicha institución. Lo más paradójico de todo ello fue que tampoco fue aceptado en la Alemania Occidental, ya que allí se le había calificado anteriormente como «indeseable» por haber sido artista de la RDA. Tal vez estas decepciones influyeron en su repentina muerte en Zurich el 27 de enero de 1956. Sus restos reposan en el cementerio de Hönggerberg.

 Para muchos de los devotos de las grabaciones discográficas históricas, Erich Kleiber es un personaje secundario en comparación con Walter, Furtwängler, Klemperer o Mengelberg. En parte, ese supuesto oscurantismo obedeció a sus peculiares comportamientos — un marcado acento sarcástico y un afán perfeccionista que rozaba el fanatismo — y al hecho de no haber dejado un legado con una orquesta propia tras 1935, al contrario de lo que sí hicieron muchos colegas. Por eso mismo, de cara al público se abren inevitables lagunas entre 1935 y 1954 que hacen del todo imposible ofrecer una imagen acabada de Erich Kleiber. Pero esta consideración sería absolutamente injusta si no tuviésemos muy en cuenta que la biografía de este director mostró dolorosamente los daños que los poderes políticos causan en la cultura en general y en cada caso particular. Frente a aquellos que se adaptaban a cualquier forma de gobierno, por muy siniestra que fuese, Kleiber fue un inconformista que transmitió su inadaptación a su propio hijo Carlos, el más rebelde de los directores alemanes de su generación. Como ya señalamos anteriormente, Erich Kleiber siempre se negó a recibir órdenes de otros como condición indispensable para mantener cualquier status. Si esta manifestación de personalidad le sirvió — y de mucho — en Alemania, su aplicación en América, y especialmente en los EEUU, resultó del todo contraproducente. Kleiber nunca llegó a manejarse del todo bien en los estudios de grabación y no digamos en los primeros tiempos, cuando las interrupciones para intercalar nuevos discos de grabación se efectuaban cada cuatro o cinco minutos. En sus primeras grabaciones apenas podemos apreciar nada especialmente llamativo de su estilo, claro y transparente como pocos. Pero con el tiempo y los adelantos técnicos, Kleiber brindó testimonios apasionantes e inmejorables de su musicalidad.

 Erich Kleiber vivió una época marcada por una rivalidad sin precedentes en el mundo de la dirección de orquesta. Mientras que sus compañeros en Berlín — Furtwängler, Walter y Klemperer — provenían de una tradición en donde no se consideraba necesario obedecer al pie de la letra las indicaciones marcadas en la partitura, acorde con el llamado subjetivismo interpretativo, por otra parte aparecían directores como Toscanini o Ansermet cuyo enfoque literalista aspiraba a la más fiel lectura confiada a los propios poderes intrínsecos que la música encierra. Erich Kleiber no cayó plenamente en ninguna de estas dos categorías, si bien se sirvió de ambas al mismo tiempo. De manera un tanto aproximada a lo que estaba creando un compositor de orígenes tan distintos como Stravinski, Kleiber trató de encontrar el pulso mediante ritmos sólidos que en ocasiones dejaban en un segundo plano el enunciado melódico y la edificación armónica. Intentó un sorprendente equilibrio entre los caprichos románticos y la frialdad de los modernistas, liberando las frases de su corsé literario al tiempo que alejaba la rigidez metronómica de los literalistas. El resultado era una transparencia orquestal en las que las distintas voces perdían sus respectivos roles jerárquicos, un juego sonoro de delicadas y muy pulidas irradiaciones que se fundían en una unidad adornada de ecos reminiscentes en la receptividad del oyente. Muchos de estos rasgos fueron en un futuro asumidos por su hijo Carlos, legítimo heredero de ese obsesivo perfeccionamiento en pos de la verdadera comprensión musical. Y fue también su hijo Carlos quien se encargó de completar, magistralmente, la gran laguna de su padre: La música de Brahms.

 De entre las grabaciones efectuadas por Erich Kleiber podemos mencionar las siguientes (Los distintos enlaces que vienen a continuación no tienen porqué corresponderse necesariamente con la versión citada, aunque sí con la obra): Sinfonía nº3 de Beethoven, dirigiendo a la Orquesta del Concertgebouw (DECCA 467125); Sinfonía nº6 de Beethoven, dirigiendo a la Filarmónica de Londres (IDI 332); Sinfonía nº9 de Dvorak, dirigiendo a la Filarmónica de Berlín (IDI 332); Serenata nº11 de Mozart, dirigiendo al octeto de vientos de la Ópera de Berlín (VOX 06210); Las bodas de Fígaro de Mozart, acompañando a Felbermayer, Siepi y Rössl-Majdan, y dirigiendo a la Filarmónica de Viena (DECCA 1305402); Rosamunda de Schubert, dirigiendo a la Staatsoper de Berlin (LA VOZ DE SU AMO 40697); Sinfonía nº3 de Schubert, dirigiendo a la Sinfónica de la NBC (URANIA 156); Selección de valses de Johann Strauss, dirigiendo a la Filarmónica de Berlín (PREISER RECORDS 90395); Diversos fragmentos de óperas de Verdi, dirigiendo a la Staatsoper de Berlín (VOX o1532); I Vespri Siciliani de Verdi, acompañando a Callas, Pettini, Ristori y De Paoli, y dirigiendo a la Orquesta del Teatro Comunale de Florencia (OPERA D´ORO 1291); Obertura de Los maestros cantores de Wagner, dirigiendo la Staatsoper de Berlín (VOX 8034); Obertura de Tannhäuser de Wagner, dirigiendo a la Sinfónica de la NBC (URANIA 116); y, finalmente, Der Freischütz de Von Weber, acompañando a Hern, Poell, Grümmer y Weissenfeld, y dirigiendo a la Sinfónica de la Radio de Colonia (URANIA 284). Nuestro humilde homenaje a este sensacional maestro.