Filipo II (359 – 336 a.C.), rey de Macedonia, había conseguido objetivos verdaderamente asombrosos en el norte de Grecia: Agrupó las ciudades-estado griegas (Que no habían dejado de pelearse desde la batalla de Maratón) contra los persas en la Liga de Corinto, desplazando el centro de gravedad de la historia de Oriente a Occidente. Pero será el hijo de Filipo, Alejandro Magno, quien consiga cambiar la faz política y cultural de la tierra en menos de trece años de conquistas y de luchas victoriosas contra los persas. Una vez conquistada Asia Menor, en 334 a.C., ocupa la franja costera de Fenicia, el interior de Palestina y posteriormente Egipto, en donde manda construir la ciudad que hasta día de hoy sigue llevando su nombre. Si bien Jerusalén se entregó voluntaria ante el avance de Alejandro hacia Egipto, Samaría resistió con fuerza e incluso posteriormente intentó la rebelión. Una vez derrotado el rey persa Darío III en la batalla de Gaugamela (331 a.C.), Alejandro entra en Babilonia y, tras tomar posesión de la herencia de los aqueménidas, avanza hacia «los límites de la tierra», el Himalaya. Alejandro no sólo pretende una conquista militar, sino una fusión de la cultura griega y la oriental. De este modo, ordenó en Susa una boda masiva de 10.000 soldados y oficiales griegos con mujeres persas. Pese a que Alejandro falleció prematuramente en el año 323, el mundo inició gracias a él una nueva era, la era helenística.

 La cultura helenística constituyó un enorme y verdadero desafío para una rígida religión judía que no entendía ni por asomo el universalismo y sincretismo que conllevaba el imperio de Alejandro. A pesar de una serie de intentos por parte de algunos judeo-helenistas de conciliar la religión judía con la filosofía griega (Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús de Nazaret), éstos no fueron sino una serie de aislados episodios, y el encuentro con el helenismo supuso más bien un reforzamiento de la tradicional espiritualidad judía centrada en el Templo y la Torá que a la larga derivará en una crisis de la teocracia judía que dará paso a un denominado estado eclesial. El helenismo ejerció una enorme influencia a partir del siglo II a. C. y conllevó un aumento de la eficiencia económica y militar, de la administración y de la promoción artística. En resumen, se produjo una mejora generalizada del nivel de vida e incluso facciones del alto clero empezaron a utilizar nombres griegos. Frente a ello, en la propia Judea, círculos poderosos y fieles a la ley cerraron filas contra la influencia helenística, obviamente en el terreno religioso. Todo ello ocurre entre los años 300 al 198 a.C., cuando Palestina queda sometida a la facción ptolemaica de los diadocos, los generales sucesores de Alejandro. Paralelamente, en la egipcia Alejandría, el judaísmo va a conocer su expresión más helenizante. Desplazando el uso del griego al hebreo y al arameo en la gran comunidad judía de Alejandría, se acomete la traducción de la Biblia hebrea al griego para una mejor comprensión de las nuevas generaciones y así surge la conocida como Biblia de los LXX o Septuaginta (Según la tradición, fue encargada a setenta traductores).

 Aquella indudable armonía e interacción intelectual sufrió un quebranto cuando la otra facción de los diadocos, los seléucidas, expulsaron a los ptolomeos de Palestina luego de las conocidas como «cinco guerras sirias». Si bien en un principio practicaron la tolerancia, pronto aplicaron un plan homogéneo para conseguir la plena helenización de Jerusalén (Lengua griega, teatros, gimnasios, estadios…). Para los fieles de la Ley, esta reforma era una verdadera apostasía y en el pueblo, paralelamente, iba creciendo la oposición contra esa forzada helenización. La tensa situación explota del todo cuando el rey seléucida Antíoco IV Epífanes, en el año 169 a.C., echa mano del tesoro del templo para financiar una expedición a Egipto y sanear un tanto las finanzas del estado. Los motines se suceden y hasta en dos ocasiones se ha de conquistar Jerusalén por las armas, a la que convierte en una colonia militar helenista. En 167, un decreto firmado por Antíoco IV prohíbe el culto a la Ley, la circuncisión y la observancia del sábado. Se persigue a los fieles de la Torá y se tratan de imponer por la fuerza cultos paganos al pueblo. Sobre el altar de las ofrendas del templo, se llega a levantar un altar a Zeus (Abominación de la desolación, según Daniel 11, 31).

 De esta forma, el conflicto ente la cultura helenística y la tradición judía alcanzó la máxima crispación y es entonces cuando llega el momento en que la población rural, fiel a la creencia tradicional, se rebela. El contraataque será dirigido por el sacerdote Matatías, de la estirpe de Hasmón, y sus cinco hijos. El tercero de ellos, Judas, apodado el Macabeo (Martillo), consigue derrotar a las tropas sirio-seléucidas en tres batallas. En el año 164 a.C., Judas Macabeo entra en Jerusalén y elimina la abominación pagana, aunque sin atacar a la guarnición seléucida de la ciudadela de Jerusalén, signo de la soberanía siria. El 14 de diciembre del mismo año se procede a la nueva y solemne consagración del templo profanado. Actualmente, los judíos recuerdan esa fecha mediante la fiesta de la Hanuká (Purificación del Templo). A nivel político, la reacción popular no fue del todo uniforme. El grupo de los Hasidim (Piadosos) se conformaba con una autonomía religiosa bajo una soberanía siria; los macabeos, sin embargo, pretendían la autonomía política de Judea y para ello firman un peligroso pacto con la cada vez más poderosa Roma en el año 161 a.C. Por su parte, el grupo de los saduceos (Sacerdotes de alto rango, familias aristocráticas muy imbuidas en la helenización) se ve acosado y solicita la ayuda de los seléucidas, quienes derrotan a los macabeos. Muerto Judas en esta refriega, su hermano Jonatán recoge el testigo y continúa la lucha primero como jefe de la guerrilla y luego como sumo sacerdote. De esta forma, el poder espiritual y civil de Judea es asumido por primera vez desde hace más de 400 años por una misma persona. A Jonatán le sucede su hermano Simón (142 a.C.), quien es reconocido por los gobernantes seléucidas como sumo sacerdote y gobernante autónomo. Al año siguiente, Simón conquista la ciudadela de Jerusalén y obliga a las tropas sirias a abandonar la fortaleza. En 140 a.C., el pueblo le concede las dignidades hereditarias de general, príncipe y sumo sacerdote. Tras el asesinato de Simón, esas dignidades pasan a su hijo Hircano I, quien se convierte de hecho en el primer rey y sumo sacerdote de la dinastía hasmonea (135 – 104 a. C.)

 Con Hircano rey-sacerdote, parecía que la teocracia había alcanzado su acuñación más fuerte pero la oposición aumentaba sin cesar: Del grupo de los Hasidim (Piadosos) surge la corriente de los fariseos (Segregados) que critica la poca religiosidad de la nueva monarquía sacerdotal, completamente alejada del carácter normativo de la tradición oral. A fin de contrarrestar la crítica oposición de los cada vez más numerosos fariseos, Hircano I tuvo que apoyarse en el partido helenista de los saduceos. El sucesor de Hircano I, su hijo Alejandro Janeo (103 – 76 a. C.), fue aún más lejos y se autoproclamó formalmente «rey» — título reservado exclusivamente a los davídicos — aunque para ello tuvo que valerse del uso del terrorismo y de la violencia para conservar su soberanía. Tras someter un levantamiento fariseo, rubricó su victoria crucificando a 800 insurrectos. Como una especie de curiosa ironía del destino, Judas, el primer macabeo, había guiado a una mayoría de judíos contra un pequeño pero poderoso grupo de helenistas judíos; por contra, Alejandro Janeo, el último sucesor de los macabeos, guiaba un pequeño pero poderoso grupo de judíos muy vinculados con el helenismo contra una mayoría de conciudadanos que veían en él la agresión y corrupción helenista.

 A la muerte de Alejandro Janeo, dos pretendientes hasmoneos se disputan el trono, Hircano y Aristóbulo, y para ello eligen como árbitro a Pompeyo, rival de César y comandante en jefe de Asia en aquellos días. De manera muy inteligente, Pompeyo también escuchó la petición que le presentaron los emisarios del pueblo, desafectos a cualquier dominación de los reyes hasmoneos, y que no era otra que la separación entre el poder político y el sacerdotal. Consecuentemente, Pompeyo se compromete a restaurar el poderío sacerdotal, exclusivamente circunscrito al ámbito religioso y cultual, mientras el poder político pasase a Roma. Los partidarios de Hircano aceptaron, mientras que los de Aristóbulo se atrincheraron en el templo, siendo derrotados tres meses más tarde. De esta forma, el movimiento macabeo terminó fracasando por la egocéntrica arbitrariedad de los soberanos hasmoneos.

 Judea pasó a ser un estado vasallo de Roma en donde el sumo sacerdote, privado de todo poder, sólo dominaba sobre la comunidad de fe de Israel. Por su parte, los descendientes hasmoneos fueron paulatinamente eliminados por la peligrosa vinculación política que mantenían con los partos, los más encarnizados rivales de Roma en Asia Menor. En este apartado, y delatando sin ningún tipo de escrúpulos a quien fuese menester, hizo muchos méritos a ojos de los romanos un hijo de Hircano II y de una princesa árabe, idumeo de nacimiento, huido a Roma y que se llamaba Herodes. El senado romano premió sus servicios concediéndole el título de rey aliado del estado vasallo de Judea. Así, en el año 37 a.C., Herodes conquista Jerusalén — con la ayuda de Roma — y asume sus funciones de rey. Herodes el Grande, que engrandeció Jerusalén y reconstruyó con esplendor el Templo, fue profundamente odiado por el pueblo por su sumisión a Roma, por permitir la edificación de palacios y ciudades helenistas, y por manejar a su antojo a los sumos sacerdotes por él impuestos. Pero, además, por ser una persona violenta y cruel hasta el extremo de ordenar la eliminación de tres de sus propios hijos.

 De esta manera, la teocracia judía pasó a convertirse en una especie de estado religioso en donde el Templo volvía a ser el centro político, económico y religioso. Los romanos, bastante tolerantes en materia religiosa, dejaron esta cuestión en manos no de un rey judío sino de un consejo supremo o Sanedrín, asamblea de 70 hombres presidida por el sumo sacerdote y que representaba a la clase dominante del país. El sumo sacerdote dependía del rey, pero no hay que olvidar que a la muerte de Herodes el territorio fue repartido entre los tres hijos menores de éste aunque también con la omnipotente figura de los gobernadores romanos establecidos en Cesarea, verdaderos acaparadores del poder político en todo el territorio. Por ello, la teocracia judía se resuelve en una especie de estado religioso bajo la tutela romana.