La danza

* Óleo sobre lienzo
* 260 x 391 Cms
* Realizado en 1909
* Ubicado en el MOMA; Nueva York

 Parecería una redundancia definir en líneas generales la pintura de Henry Matisse como moderna; sin embargo, tal apreciación es particularmente convincente si atendemos a la notable capacidad de sugestión que ha conservado entre los artistas de una generación abstracta posterior. Ocurre que Matisse, pese a que en su tiempo resultó un pintor que escandalizaba a propios y extraños, siempre fue ajeno a la disciplina de las muchas corrientes vanguardistas que, de manera un tanto contradictoria, pretendían instrumentalizar el libre concepto creativo del artista. En términos estrictos, el fauvismo no tiene mayor entidad que » la exaltación del color» — en palabras del propio maestro — un concepto muy maleable y nebuloso que de por sí fue entendido de muy distintas maneras por los pintores que se habrían de adherir a esta tendencia. Matisse concibió el fauvismo como un paso previo hacia una particular síntesis expresiva y nunca como un logro definitivo. Supo apartarse a tiempo de las derivaciones más radicales del fauvismo y buscó su propio sistema en base a una constante simplificación.

 Precisamente, esa intención de simplificar los medios es del todo lógica ya que «son los medios más simples los que permiten expresarse al pintor de mejor modo. Sin embargo, habrán de ser más completos — que no necesariamente complicados — cuando más profundo sea el pensamiento del artista». De ahí que Matisse parta de una extrema voluntad de simplificación en sus orígenes hasta llegar a un sistema prácticamente compatible con el de Cezanne, por poner un ejemplo, aunque nunca experimentase una profundización extrema, evitando a toda costa la aplicación de una serie de fórmulas preconcebidas. Por el contrario, esas fórmulas van a ir apareciendo y desapareciendo a medida que el pintor ocupe la superficie que mantiene ante sus ojos. Vienen al caso entonces — y resultan sorprendentemente reveladoras — las afirmaciones que el artista expresa en sus Notas de un pintor (1908): –«Yo no pinto una mujer; yo pinto un cuadro. Gracias a ello, la mujer cobra una mayor verdad, liberada al fin de su cambiante apariencia»–  Así, Matisse va a proponer un lenguaje pictórico autónomo capaz de expresar los sucesivos estados anímicos del pintor ante la naturaleza, actuando ésta en una triple vertiente ya sea como sujeto de meditación, como mero objeto agente o incluso como objeto onírico.

 Un año después de una exposición monográfica en Nueva York y otra retrospectiva en París, Matisse decidió abrir un estudio en el parisino Bulevar de los Inválidos por el que desfilaron innumerables artistas, en su mayoría extranjeros. Tras una breve estancia en el sur de España, Matisse viajó hacia Moscú para supervisar la colocación de dos lienzos, entre ellos, una réplica del cuadro que hoy comentamos, La danza, cuya primera versión pintó en 1909 y cuyo destino actual es el Museo de Arte Moderno Neoyorquino. Este primer lienzo, de proporciones más que considerables, supone un estudio preparatorio para el que el año siguiente realizó con iguales medidas para la casa del coleccionista ruso Schukin y que hoy en día se expone en el Museo del Hermitage de San Petersburgo. El origen de este cuadro se remonta a 1889, cuando Matisse compró Las bañistas de Cézanne, pintura en la que advirtió «la fuerza, la música del arabesco unida a la del color, la fijeza de formas. Es indudable que en Las bañistas se encuentra el origen de mi arte». Matisse siente que el color y el movimiento tienen que estructurar el cuadro y se decide por esta composición para plasmar dichas ideas. El resultado es un cuadro de una sencillez más aparente que real, reforzada con un dibujo decidido y resolutivo que transmite una innegable sensación de optimismo.

 La danza es un cuadro en el que se plasman las esencias del estilo de Matisse y que vienen expuestas en su ya comentado libro Notas de un pintor–«Toda la organización de mi pintura es expresiva y el lugar que ocupan las figuras, objetos o vacíos tiene su papel»— A nadie se le puede escapar en una primera visión de este lienzo que la composición — un baile circular — está presente en el arte desde la más remota antigüedad (El motivo parece casi copiado de algunas piezas de cerámica griegas) y el propio Matisse lo utilizó con frecuencia a lo largo de su trayectoria. Las bailarinas aparecen pintadas en colores planos sobre un fondo también plano compuesto por una arriesgada mezcla de azul y verde. Las bailarinas forman un motivo circular de rítmico movimiento que abarca todo el lienzo. Matisse logra una sensacional tensión dinámica por el hecho de pintar en un primer plano dos manos que no llegan a tocarse. El cuadro puede provocar una mareante angustia si lo enfocamos erróneamente desde una perspectiva clásica de contemplación. De hecho, cuando esta obra fue expuesta por primera vez en 1910 fue despiadadamente criticada por su bidimensionalidad, su falta de perspectiva y su aparente tosquedad de dibujo, aunque dichas críticas recurrían a unos convencionalismos pictóricos muy alejados de la aludida modernidad del fascinante pintor del norte de Francia. Por contra, un uso valiente y revolucionario del color, un novedoso trazo de línea y un rupturista tratamiento de la forma — que no así del motivo — estaban conteniendo la semilla de dos movimientos fundamentales en la pintura del siglo XX, el expresionismo y la abstracción. Este cuadro es el primer gran paso que Matisse va a dar para convertirse en el fabuloso colorista del siglo XX que indudablemente fue. La experimentación que Matisse hizo tanto del dibujo como de la pintura, e incluso de las artes gráficas y de la escultura, consiguió cambiar para siempre la evolución del arte y de la cultura visual.