Carlo Maria Giulini

 Imaginemos a un grupo de alumnos avanzados en el estudio de la lengua inglesa frente a un examen en el que se les pide que traduzcan un texto literario escogido al azar. Posiblemente, el profesor juzgará más correctas las traducciones que se atengan al espíritu del texto y calificará con mejor nota no ya las traducciones estrictamente literalistas, sino aquellas que conformen un texto claro y fácil de entender. Los alumnos que mejor hayan demostrado expresar los giros de una lengua en la otra, aspecto que escapa de los formales convencionalismos de una traducción literal, serán los que obtengan una más alta puntuación en el hipotético examen. Además, dado que a esos alumnos se les presupone de antemano un elevado conocimiento de las reglas gramaticales y sintácticas que conforman la estructura de la lengua inglesa, es muy probable que ningún ejercicio de la prueba del examen sea calcado a otro; cada alumno habrá dotado a su traducción una personalidad literaria propia obviamente sin menospreciar los aspectos fundamentales del texto a traducir. Algo parecido nos ocurre si, por ejemplo, decidimos escuchar distintas grabaciones discográficas de una misma sinfonía determinada. Observaremos que, en efecto, la sinfonía es «la misma», pero si atendemos con especial concentración a las distintas grabaciones, notaremos como una «suena» de manera distinta a otra, como otra parece ir más «rápida» que una tercera, como en otra se «escuchan» las trompetas de un determinado pasaje con mayor claridad que en otra… En definitiva, cada versión nos ofrecerá una lectura particular de la misma sinfonía, de aquello que no es posible transcribir literalmente en el papel pautado, como matices o incluso tempos (De no constar en la partitura una pertinente indicación metronómica al respecto). Las diferencias serán mayores aún entre las distintas versiones si elegimos comparar grabaciones distintas de una pieza no anterior al Clasicismo o al primer Romanticismo. Algunos directores optarán por interpretar dicha música con instrumentos originales de la época en que fue escrita la obra y otros se servirán de los instrumentos convencionales que conforman una formación sinfónica de hoy en día, esto es, con los mismos instrumentos para los que fue escrita la pieza aunque atendiendo al posterior desarrollo tecnológico de los mismos. Una trompa, por ejemplo, de los tiempos de Johann Sebastian Bach es un instrumento demasiado «arcaico» si lo comparamos con las trompas actuales de pistones que podemos contemplar en cualquier orquesta (Además, sus timbres sonoros no son exactamente idénticos). De esta manera, si comparamos una versión de La Pasión según San Mateo de Bach ejecutada con instrumentos originales con otra interpretada con instrumentos convencionales, nos podrá parecer que estamos escuchando dos obras iguales pero muy distintas entre sí. En definitiva, cada director nos brindará su particular «traducción» de la obra.

 Con frecuencia, la misión del director de orquesta es poco o mal comprendida por el público que le está viendo actuar y mucho más si ese público carece de nociones musicales. De entrada, existen conjuntos de músicos que al ser de corto número de componentes puede actuar sin director (Por ejemplo, un cuarteto de cuerdas). Esto ofrece la primera clave para justificar la presencia de un director ante conjuntos más numerosos: De no existir alguien que marcara el compás, los músicos no entrarían todos a la vez de una manera cohesionada y el conjunto no sería exacto, pudiendo llegar a ser caótico por momentos. Tenemos, pues, el primero de los elementos que componen el acto de dirigir: El maestro, con su gesto a compás, consigue coordinar en el tiempo el sonido de todos los que se encuentran bajo sus órdenes. Por desgracia, existen directores en ejercicio — que obviamente no mencionaré — cuya labor empieza y acaba ahí.

 Un segundo aspecto, al hilo con lo inicialmente expuesto, es que el director suele reclamar con gestos inequívocos ciertos resultados expresivos en sus músicos. El director hace muecas, adopta una expresión alegre, triste, crispada o exultante. En ocasiones, el director se agita notoriamente sobre el podio y el gesto es amplio o brusco; en otras, apenas se mueve, pidiendo moderación o casi silencio. Esto es otra función del director: Lograr no sólo que la música suene, sino que «suene» de manera que nos conmueva y excite, comunicándonos ciertos sentimientos. Puesto que el director de orquesta es un producto del Romanticismo, este aspecto de su labor es el de mayor tradición histórica y corresponde a la música que suministra el contenido de la mayor parte de los conciertos hoy habituales. En esta faceta de su actividad, el director recurre a todo tipo de gestos: Mueve todo el cuerpo, salta, se gira, se dirige a una determinada sección orquestal… En términos académicos, el director ha de emplear la mano derecha — la que generalmente lleva la batuta — para marcar el compás y asegurar la métrica de la obra. La mano izquierda debe servir para las indicaciones expresivas y de matices, todo ello con la mayor economía de gestos. Pero reiteramos que esto no es sino un convencionalismo académico. Algunos directores suelen aprovechar incluso el gesto de la mano derecha para indicar matices de expresión. Otros, según determinados pasajes, se cambian de mano la batuta para subrayar aún más un matiz con la mano derecha. (En este aspecto, es conveniente señalar que los directores de coro nunca llevan batuta por esto mismo, porque su ejecución requiere de muchos más matices al tener que controlar la voz humana como instrumento). Los directores excesivamente ampulosos suelen producir resultados igualmente excesivos que por regla general desvirtúan el sentido original de la obra. Otros directores fueron tan impulsivos que acabaron cayéndose de espaldas al patio de butacas… Muchos podios de las salas de conciertos incorporan a día de hoy una ligera barra de seguridad para evitar este imprevisto y algunos directores se niegan a actuar si dicha barra no se encuentra en el podio. A algunos se les escapó la batuta al aire al atacar una serie de compases marciales — esta particular circunstancia fue contemplada en directo por quien esto escribe — y otros, por increíble que pueda parecer, se han llegado a clavar la punta de la batuta en la palma de la mano (Vladimir Ashkenazy)

 Pero el acto de dirigir es mucho más que eso y en ocasiones sólo es comprensible si tenemos la oportunidad de asistir a los primeros ensayos de un director con la orquesta a la hora de acometer una partitura. La música se encuentra escrita en la partitura general de la obra, que es de la que se sirve el director en los ensayos e incluso en los conciertos, y en las particellas que contienen la parte a ejecutar por cada uno de los instrumentistas de la orquesta. La primera labor del maestro frente a la partitura será descubrir ese efecto conjunto hasta imaginarlo de manera perfecta, hasta llegar a escuchar en su mente la obra sin auxilio de instrumento alguno y en toda la perfección imaginable. Una vez obtenida esa imagen ideal interna, la misión del director consiste en conseguir que la orquesta fabrique un resultado sonoro lo más aproximado posible a lo que el director tiene en la mente. Es entonces cuando entra el juego el oficio, la técnica de la dirección. Si cada instrumento musical posee una técnica particular de ejecución, la orquesta, considerada como un gran instrumento, también tiene la suya propia. Existen directores intuitivos, con aptitudes innatas, que son autodidactas en dirección y que han configurado su propia técnica. Por el contrario, hay otros directores que han aprendido esa técnica de forma académica aunque de muy poco les sirve si carecen de predisposición natural para ello. Curiosamente, muy pocos compositores-directores (Richard Strauss, Stravinski…) han sido los mejores intérpretes de sus propias obras y son numerosos los casos históricos en los que una obra determinada ha debido su éxito merced a la posterior interpretación de un especialista en dirección y no por la ejecución efectuada por el propio compositor el día de su estreno (Chaikovski, pese a que no empuñó la batuta hasta una edad avanzada, tenía a su particular «salvador» en la figura del director ruso Napravnik). El auténtico director de orquesta sabe mezclar los dos componentes de su oficio: Audición ideal interna y proyección sobre la orquesta mediante gestos comprensibles.

 Existen directores cuya sobriedad gestual es manifiesta (Mravinski y, por extensión, los directores de la escuela soviética) y otros que se desmelenan sobre un escenario (Leonard Bernstein). Ambas tendencias son del todo admisibles si el resultado final, la música, «suena» de manera convincente. Toscanini repetía y repetía ensayos, para disgusto de sus sufridos músicos, hasta lograr una perfección absoluta según su concepción musical. Otros, en cambio, tienen la virtud de hacerse entender con mínimos esfuerzos. (El director previsto, allá por los años sesenta, para dar un concierto con la Concertgebouw enfermó unas horas antes del evento. A la una de la tarde avisaron a Kiril Kondrashin, director ruso que estaba en Amsterdam de paso, y le ofrecieron el «marrón» de dirigir el concierto previsto para las tres de la tarde. Kondrashin llegó a la sala, saludó a público y orquesta, e hizo todo lo posible para que los profesores de la misma le siguieran. El resultado fue una Primera de Mahler tan genial como nunca se hubo de escuchar en años en Amsterdam…). La faceta de la dirección requiere aptitud, técnica y fuerza personal, dotes estas que permiten pasar de los signos de la partitura a la recreación de la imagen sonora que estuvo, en el origen, en la mente del compositor y en su concepción global de la obra.