No había manera. Iba a estrenar mis relucientes dieciocho primaveras sin haber besado nunca a ninguna chica y eso que lo había intentado de todas las formas posibles: A la brava, sin previo aviso, y recibiendo un tremendo bofetón de Eugenia en la Plaza de España como respuesta; de forma educada, solicitando previo permiso, y observando a continuación el oscilante dedo índice de Ruth negando tal propuesta; y de manera romántica, con partitura de piano compuesta para la ocasión y declaración de altos vuelos. Este último recurso parecía infalible, pero mi amiga Begoñita (también conocida como señorita Ribot) se quedó con la partitura (luego, incluso, me hizo orquestarla) y yo sin beso, claro. Me dijo: «Dame un tiempo» y tanto que se lo di ya que, pasados 25 años y en circunstancias bien distintas, por fin me regaló aquel beso que parecía haberse perdido en la noche de los tiempos… Luego seguimos siendo tan amigos, como siempre. Para ser sinceros, yo sí sabía lo que era el acto físico de besar a una chica en la boca: Cuando yo tenía catorce años, mi hermano conoció a una bellísima mujer de Canarias y ambos decidieron venir a Madrid a pasar esas navidades. Debí caer muy simpático a la novia de mi hermano puesto que una tarde se empeñó a enseñarme cómo se debía besar a una mujer, ofreciéndose ella misma para ensayar tal menester, en el portal de la casa de mis padres y ante la despreocupada presencia de mi hermano. Cuando parecía que yo iba adquiriendo cierta soltura, siguiendo atentamente las explicaciones que en todo momento me daba la que un día pudo haber sido mi cuñada, llegó doña Lola, la portera, y tuvimos que interrumpir aquel ejercicio práctico que, para mi desgracia, no volvió a tener lugar. De esta forma y a pocos días de cumplir los dieciocho años no ya sólo es que siguiese guardando mi virginidad, muy a mi pesar, sino que también desconocía el sabor a carmín en los labios de una mujer, como antesala de sensaciones más edificantes. Me sentía frustrado y, lo que es peor, acomplejado por tal desajuste emocional, toda vez que observaba como mis amigos entablaban relaciones con total naturalidad. Cuando ese tema salía en las conversaciones de grupo me avergonzaba tanto de mis carencias afectivas que me inventaba historias del tipo:  — «Bueno, yo, la verdad, es que tengo una prima que está buenísima y… Jo, una noche no veas la… » –. Creo que mis amigos nunca se llegaron a creer las películas que contaba y que sólo se debían al producto de mi calenturienta imaginación. He de reconocer que yo también ponía mucho de mi parte para que el ansiado primer beso nunca hiciese acto de presencia. Me explico: Yo siempre trataba de llevar mis inquietudes culturales al terreno de lo lúdico y, de esta manera, era corriente que me pusiera a explicar la grandiosidad de la Cuarta de Chaikovsky en plena reunión de la pandilla de amigos en la discoteca o que intentara conversar acerca de la pintura de El Greco con alguna chica que me pedía salir a bailar a la pista. En resumidas cuentas, que yo era un perfecto aburrido que no tenía otros temas de conversación, sin duda, más novedosos y originales. Así, cuando conocíamos a un grupo de chicas nuevas era frecuente que alguna de ellas se sentase a charlar conmigo. Pero transcurrido un tiempo, sin duda de cortesía, la pobre aprovechaba cualquier escusa para desembarazarse de mí — y de paso advertírselo a sus amigas — con lo que solía quedarme más solo que los de Tudela el resto de la tarde mientras que mis amigotes se divertían bailando y ligando. En semejantes circunstancias, no era nada extraño que acabase charlando con el camarero de la barra, el lugar donde solía acudir como toro a su querencia, y dando cuenta de algún que otro whisky más de lo recomendado. En una ocasión, un desconocido aparentemente de mi misma edad se acercó hasta donde yo me acodaba en la barra y se puso a conversar conmigo de aspectos insustanciales. Pronto me di cuenta de que sus orientaciones sexuales eran diferentes a las mías, así como también sus propósitos. Este episodio dio lugar a una generalizada rechifla del grupo de mis amigos, llegando a los extremos de cuestionar mis afinidades sentimentales. No ligaba nada; y para una vez que lo hacía… En fin.

 Aquella calurosa y dominguera mañana de junio me encontraba especialmente reflexivo en el domicilio de mis padres. El viernes anterior había formalizado la matrícula para mi ingreso en la Universidad y no las tenía todas conmigo acerca de las opciones por las que me había decantado. La llamada telefónica de mi compañero de andanzas musicales, Alfonso, me sacó por unos instantes de mis pesimistas pensamientos:  — «Leiter, acabo de escuchar en la radio que la Filarmónica de Nueva York ha cancelado la visita a Portugal y que, por este motivo, mañana repiten en el Teatro Real, fuera de abono, naturalmente. Todavía no está muy claro, pero dicen que van a tocar la Fantástica de Berlioz, entre otras piezas. Lo malo es que yo no voy a poder ir a hacer la cola esta noche. Estoy con los exámenes de piano y no me entra el puto preludio de Bach…» –. Lo que realmente Alfonso quería decirme es que hiciese yo el favor de aguantar la cola toda la noche para conseguir un par de buenas y baratas entradas. Nos solíamos turnar en los conciertos de mayor relieve y esa noche me tocaba a mí.   — «No te preocupes» — Respondí –«Luego, a la tarde, iré para allá. Mañana tendremos las entradas.» —. No quedaba más remedio que sacrificarse cuando alguna orquesta, director o intérprete de relumbrón visitaban el Teatro Real de Madrid. Y ese referido sacrificio consistía en permanecer haciendo cola desde la tarde-noche anterior hasta las diez de la mañana del día siguiente, hora en que abrían las taquillas. Era duro y agotador, sobre todo en invierno, pero estábamos en pleno verano y además tenía sus buenas contrapartidas. Como casi todos nos conocíamos, al menos de vista, organizábamos apasionadas tertulias nocturnas sobre música, discos o cualquier otro tema que nos sirviese de distracción. Me ocurrió algo curioso aquella tarde. Estaba en casa preparándome todo para salir en dirección al Teatro Real cuando tuve el presentimiento de que algo mágico me iba a ocurrir, algo así como si fuese a conocer a alguna chica que fuese a convertirse en mi novia. Algo, desde mi interior, me decía: «Hoy va a ser una noche muy importante para ti». Llegué al Teatro Real sobre las siete de la tarde y me encontré merodeando por allí a uno de los habituales.  — «¡Joder, Leiter, cómo vuelan las noticias! No ha venido nadie aún. Venga, empecemos con la lista, que somos los primeros» –. Entonces existía la norma no escrita de que quién llegara primero se tenía que encargar de confeccionar una lista para la fila de todos aquellos que querían sacar entrada. De esta manera, cada dos horas se pasaba lista y así no era necesaria la continua presencia física en la cola. Al proceder con la lectura, siempre había bajas que eran automáticamente ocupadas por el inmediato inferior en la lista, con lo que, aunque uno se apuntara con un número muy bajo, cabía la posibilidad de ir subiendo a medida que se efectuaban los inevitables descartes. Era un método rudimentario pero muy eficaz. Estaba ya escribiendo la numeración en un folio en blanco cuando llegó lo que parecía una pareja de novios, él más mayor que nosotros y ella, más o menos, de mi edad.  — «Perdonad. ¿Lleváis vosotros la lista?» — Preguntó el chico. Ante mi afirmativa respuesta, prosiguió:  — «Vale, estupendo. Apúntanos a mí y a mi hermana Elena, por favor» –. Efectivamente, eran pareja de hermanos… Pronto captó mi atención la simpática y despierta cara de Elena, una chica muy cariñosa y desenvuelta, con quién empecé a charlar desde ese momento y ya no paré en toda la noche, cuyo clima caluroso invitaba a quedarse en la calle y desentenderse de la libertad que nos concedía la lista cada dos horas. No sé de qué manera ocurrió pero Elena y yo sintonizamos desde el primer instante y nos pasamos toda la noche conversando y riendo, con las únicas interrupciones necesarias para apuntar a más gente y actualizar la lista cada dos horas. Su hermano se enrolló con otra gente y ello coadyuvó a generar más confidencialidad entre Elena y yo. A las tres de la mañana, Elena me empezó a gustar en serio; a las cinco, estaba totalmente embobado con ella; a las siete, tenía la impresión de que ella también se había enamorado de mí;  y a las nueve, por fin, empezó la última y definitiva lectura de la lista, momento en el que ya se establecía la cola física hasta las diez. Nada menos que quinientas personas se habían apuntado. Recreándome en la acción, gustándome y mirando hacia una sonriente Elena con el ojo del rabillo, procedí a pasar lista para formar la cola:  — «Vamos a ver, ¡Un poco de silencio, por favor!. Comenzamos: El uno… ¡El uno!… ¿El uno?… ¡Joder, si soy yo! ¡Huy, perdón, perdón!» –. A lo tonto, casi me tacho yo mismo. Ya conseguidas las entradas nos fuimos todos a nuestras respectivas casas a descansar de tan agotadora jornada nocturna. Me despedí de Elena y de su hermano, juramentándonos para ir de cañas por la noche, tras el concierto, que dicho sea de paso, resultó magnífico. Definitivamente, me había encaprichado de Elena. Esa misma noche descubrí que no tenía novio, que la música clásica le gustaba sin más, que dependía mucho de su hermano, que era un poco «pijita», que no tenía tampoco nada claro a qué iba a dedicarse y que estaba muy contenta de haberme conocido.

 Finalizado el concierto, nos fuimos Elena, su hermano, mi amigo Alfonso y yo a una pizzería de la Calle de la Escalinata, junto al Teatro Real. Elena había acudido al concierto muy arreglada y estaba encantadoramente guapa, con esas graciosas pecas que animaban su respingona nariz. Al menos, eso me parecía a mí. Alfonso se percató enseguida de mi atracción por ella y tras la cena se marchó, con la disculpa de los exámenes. Mientras, no veía el momento en que el hermano de Elena tuviese que acudir a los lavabos para pedir una próxima cita a aquella preciosa chica. Pero aquella extraña intuición que tuve en mi casa la tarde anterior pareció cristalizar y, de manera inesperada, se produjo el milagro.  — » Bueno, Leiter. Yo he quedado con unos amigos en la zona de Bilbao. ¿Si te quieres venir? ¿O prefieres quedarte un rato con mi hermana? ¿Tú qué dices, Elena?» — Me puse a temblar, pero aquella noche estaba tocado por la varita mágica de los dioses y la inspiración me vino a iluminar con rapidez.  — «Elena, si quieres… » — dije carraspeando — «…Nos tomamos otra cerveza y luego te acompaño paseando hasta tu casa. Te dejaré en el portal. Total, estamos a tiro de piedra de la calle Atocha.» — Elena afirmó sonriente con la cabeza y tanto ella como yo nos quedamos mirando a su hermano. (Yo, por debajo de la mesa, cruzaba los dedos)  — «Ah, estupendo, Leiter. Si la acompañas hasta casa ya me quedo mucho más tranquilo. De todas formas, recuerda que a mamá no le gusta que llegues muy tarde… Por cierto, Leiter. Déjame que apunte tu número de teléfono y quedamos esta misma semana… Bueno, yo me marcho. Adiós, chicos» —. Por fin nos quedamos a solas Elena y yo. Dejamos de lado las superficialidades y comenzamos a hablar de situaciones y episodios más íntimos. Nos dieron las tantas y no tardó en sobrevenir un segundo milagro: Elena me cogió de la mano y me dijo:  — «Leiter, me encanta hablar contigo pero se me está haciendo muy tarde. Venga, acompáñame hasta el portal de mi casa… ¡Son ya casi las dos de la mañana!  ¡Ya verás cómo no se haya dormido aún mi madre!» —. Bajo un cielo estrellado, entre una ligera brisa que aliviaba los rigores de un tórrido verano, paseamos Elena y yo por las callejuelas de un Madrid desierto a esas horas, charlando, riéndonos y mirándonos con cierta complicidad. ¡Ni en sueños habría yo imaginado una escena tan romántica!

TO BE CONTINUED