Ya enfilando la calle de Atocha me atreví a rodear con mi brazo izquierdo el menudo cuerpo de Elena, sintiendo una correspondiente y agradecida inclinación de su masa corporal hacia la mía. Fuimos disminuyendo inconscientemente la cadencia de nuestros pasos a medida que la numeración de los pares nos acercaba al portal del edificio donde vivía Elena. Nuestra conversación era del todo ensoñadora y poética, comenzando paulatinamente Elena a adoptar un tono de voz a semejanza de un susurro, algo que resultaba especialmente sensual e íntimo para mí. Deseaba besarla… Pero, dada mi nula experiencia en estas lides, los nervios terminaron por agarrotar tanto mis piernas como mis ideas. Temía ser rechazado y llevarme una nueva decepción, no pareciéndome muy sensato el formalizar una declaración como consecuencia del referido nerviosismo, capaz de jugarme una mala pasada. Además, ya nos estábamos declarando el uno al otro por el simple hecho de pasear abrazados a las tantas de la madrugada… Llegamos a la altura de su portal.  — «Bueno, Leiter… ¡Uff, qué horas!. Mi madre me va a matar. Voy a entrar descalza en casa para que no se entere. Me lo he pasado muy bien contigo y me alegro de haberte conocido. El jueves salen mis padres fuera. Si puedes, me llamas y quedamos para ir al cine y luego tomar algo. Ese día podré quedarme hasta más tarde… » —. Las palabras de Elena me parecían la melodía más bella que jamás habían escuchado mis oídos.  — «Vale, te llamo el jueves y quedamos.» — Acerté a decir mientras mis labios se dirigían a su mejilla derecha; luego a la izquierda.  — «Ahora o nunca, Leiter; vamos, ¡Adelante!» — Sentí que esa frase me la dictaba una voz desde mi interior. Mis labios, luego de acariciar su mejilla izquierda, pusieron rumbo a su boca, al tiempo que mi mano izquierda se apoyaba en su hombro y con el pulgar de la derecha retiraba suavemente el cabello alborotado de su frente. Cerré los ojos, intentando pensar en alguna disculpa al menor conato de rechazo… Pero noté como sus labios jugaban con los míos, mientras que sentía como sus manos se entrelazaban por detrás de mi espalda. Me relajé y disfruté del momento… ¡Por fin!. Nos miramos sonriendo en silencio y sólo se me ocurrió decir:  — «Me gustas, Elena» — Contagiado de su mismo y casi imperceptible tono de voz.  — «No me lo esperaba» — Me respondió — «Pero me ha hecho mucha ilusión» –– Para a continuación ser ella quién tomara la iniciativa. Estuvimos besándonos durante un cuarto de hora, alternando nuestros sellos de amor con gestos y sonrisas cariñosas.  — «Bueno, me subo. Mañana te llamo» –. Hasta dos veces volvió Elena de las escaleras para obsequiarme con otros dos cadenciosos besos. Una vez que hube cerrado el portón de hierro de la cancela me encaminé por la calle de Atocha a la búsqueda de un socorrido taxi. Escuché un «pssss» que procedía de lo alto. Levanté la mirada y vi el rostro en la penumbra de Elena lanzándome besos al aire con la palma de su mano. Aquella noche dormí abrazado a la almohada, con una indescriptible sensación de felicidad interior.

 Dos veces quedamos a lo largo de la semana, una en su barrio de Atocha y otra en mi querida calle de Alcántara. Tras aquella noche inolvidable, llegó la hora de ir conociéndonos un poco más, dejando de lado la superficialidad con la que en ocasiones se enmascaran los comportamientos humanos cuando se pretende alcanzar un objetivo. Caímos en la cuenta de que si bien existía una mutua atracción física entre nosotros, no era menos cierto que pertenecíamos a mundos bien diferentes. Ella quiso zanjar una cuestión en la primera cita:   — «Leiter, de sexo, nada. De momento, quiero que eso lo tengas bien claro.» –. Esa frase, que bien pudiera sonar a ridículo en los tiempos actuales, era bastante corriente en las juveniles relaciones de aquellas fechas. (Otra cuestión es que fuese del todo cumplimentada, claro está). Yo casi lo agradecí, ya que me asustaba adentrarme en ese territorio tan desconocido para mí. Elena era una mujer sencilla pero de pretensiones un tanto «pijas». No tenía especial afición por las artes y mucho menos por la música clásica, pero le gustaba acompañar a su hermano, un hombre muy comprometido con toda iniciativa cultural. Elena tenía unas ideas un tanto conservadoras, sobre todo en aspectos relacionados con el matrimonio y la familia. Pretendía llegar virgen a la certificación conyugal y su meta era formar una familia con tantos hijos como supuestamente Dios le quisiera dar. Era muy cuidadosa en sus maneras de vestir y desde el primer momento me estuvo dando indicaciones para cambiar mis hábitos en este aspecto, algo descuidados en aquellos tiempos. Pero estas sutiles diferencias de caracteres y modos de ver la vida me parecían no tan trascendentes ante la realidad de que Elena era, sin ella saberlo, mi primera novia y que me gustaba enormemente, aunque nunca llegué a alcanzar el punto de enamoramiento apasionado que sólo con otra persona había logrado sentir apenas un par de años atrás, en mi plena adolescencia. Elena me comentó que había visto una cosilla para regalarme en el día de mi cumpleaños, que tendría lugar al final de la semana siguiente. Ante mi insistencia, acabó confesándome que se trataba de un LP de la Fantástica de Berlioz, en la misma versión que habíamos disfrutado días antes en el Teatro Real. En la última cita entre semana, Elena planteó presentarme a su grupo de amigos el sábado siguiente, circunstancia que si bien no me ilusionaba especialmente, tampoco me disgustaba. De todas formas, durante estas dos citas entre semana, observé como Elena se mostraba un punto más fría conmigo, sin esa luminosa sonrisa de la noche en que nos besamos por primera vez. Eso sí era lo que me preocupaba, inducido por el temor a perder lo que tanto me había costado conseguir. Aquel sábado quedamos en la terraza de La Cruz Blanca de Goya y luego fuimos a un pub de ambiente elitista situado en la cercana calle de Hermosilla, donde formalmente Elena me presentó a un grupo de unas diez personas, mayoritariamente de nuestra misma edad. Pronto observé el contraste entre las caras vestimentas de marca de aquella gente y mi humilde pantalón tejano de fabricación carpetovetónica. Intenté ser del todo receptivo al contenido de sus conversaciones pero a la media hora ya estaba yo divagando en mis propios pensamientos. Uno de aquellos jóvenes empezó a narrarnos sus peripecias en una estación de esquí alpina y sus intenciones de acudir a otra más exclusiva durante el próximo invierno. Otro animó al grupo dando a conocer las excelencias de un reciente viaje realizado a los EEUU. Pero lo que terminó por sacarme de quicio fue cuando una chica, enterándose de las circunstancias por las que Elena y yo nos habíamos conocido, se declaró una auténtica apasionada de la música clásica.  — «Me la pongo para estudiar. Me encantan las estaciones esas de Vivaldi y lo de Beethoven (sic)… » –. No me pude contener y le pedí que fuese algo más explícita.  — «Sí, hombre, ¿Qué va a ser? Pues eso de Beethoven, lo de ta-ta-ta-taaaan (silencio) ta-ta-ta-taaaaaaaan…»–. Mi expresión se fue agrietando a medida que pasaba el tiempo y miraba hacia Elena intentando hacerla comprender que ya era hora de que nos retirásemos de allí. Noté que estaba molesta conmigo. Por fin, a las dos horas, uno de los chicos dijo:  — «Bueno qué, ¿Nos vamos a otro sitio y picamos algo?» –. Pidieron la cuenta y cada uno empezó a hurgarse en los bolsillos, los cuales no parecían estar muy rebosantes pese a las muestras de exquisitez social con las que me obsequiaron durante dos sufridísimas horas. Yo, que me he criado en un bar y para estas situaciones suelo ser un tanto vanidoso, llamé al camarero y pagué la totalidad de la cuenta, ante la generalizada (y agradecida) sorpresa. Me faltó un tris para añadir:  — «Para que los niños ricos sigan siendo aún más ricos» —. Atendiendo a las dudas de todos sobre el siguiente local a visitar y comprobando que Elena no quería que nos separásemos del grupo de sus amistades, propuse llevarles a mi terreno, al Joc, un pub situado en la misma calle de Hermosilla. Aceptaron y allí les presenté a personajes inolvidables, como Sebito, Rafa Piedra o Carlitos el Bueno, con quién, especialmente, alucinaron. Elena estaba horrorizada. —  «¿Cómo puedes ser capaz de traernos a un antro de estos?» –. Puse cara de escéptico.  — «De antro nada. Es un sitio divertido y muy cultural, no te vayas a creer. Además, tú también me has llevado a un antro, solo que de niños pijos… Venga, no te enfades, Elena. Dame un beso. Mira, pero si se lo están pasando tus amigos de puta madre… » –. Y esa era la pura realidad. Incluso Sebito organizó una partida de mus entre dos de los amigos de Elena y una pareja de «autóctonos» del lugar. Elena dejó de hablarme el resto de la tarde y su expresión fue del todo gélida conmigo. Se arrimó a charlar con una de sus amigas, quién no dejó de examinarme sin disimulo durante toda la velada. Pese a que en el Joc no me sentía nunca solo, me entristecía contemplar aquel panorama tan poco halagüeño entre Elena y yo. Lo único que yo quería era estar a solas con Elena, tomarla de la mano, besarla y presumir con ella de tener novia, sentirme orgulloso de su compañía. Aquella noche nos despedimos con cajas destempladas. Mi presentación oficial a sus amigos, pese a lo bien que se lo habían pasado en el Joc algunos de ellos, no había sido del todo afortunada, sino más bien lo contrario. Durante los siguientes dos días estuve intentando de manera infructuosa contactar telefónicamente con Elena, temiéndome lo peor. El miércoles me llamó ella y quedamos. Evidentemente, no fuimos al Joc…  — «Leiter, no estoy enfadada contigo. Pero a algunos de mis amigos no les caíste muy bien. Dicen que eres un poco raro. Además, podías haberte vestido mejor y no con esos vaqueros… » –. Intentando ser reflexivo, contesté:  — «Estoy seguro de que mis calzoncillos estaban más limpios que los de algunos de ellos. De todas formas, Elena, a mí sólo me importas tú y no tus amigos. Siento no haber resultado de su agrado. No te creas que mi concepto de ellos es similar. Ellos tienen su forma de ser y yo la mía, nada más. Pero yo soy tu novio, no el novio de ellos.» –. Elena pareció aceptar mis explicaciones y nuestra reconciliación tras su enfado del sábado fue posible. Volvió a sonreírme y a reírse de mis ocurrencias. Nos volvimos a besar como la primera noche… Pero yo la estuve notando muy pensativa y ensimismada. Al despedirnos, dijo que no podía volver a verme hasta el domingo, el día de mi cumpleaños.

 Por la noche, ya en casa, llamé a mi amigo Alfonso. Necesitaba el consejo sincero de alguien cercano a mí ya que no las tenía todas conmigo en mi relación con Elena y temía perderla, encontrándome aquella noche, a pesar de todo, con un fuerte estado de ansiedad. Alfonso, buen amigo, me puso aún más inquieto y nervioso:  — «Leiter, lamento decírtelo, pero creo que Elena y tú no pegáis ni con cola. No sé qué es lo que realmente pretendes tú buscar en ella pero yo no lo veo nada claro. En la cena del otro día, cuando acabó el concierto, me di cuenta enseguida de que es un poco niña «pija» y no creo que tú la vayas a cambiar. Más bien, pudiera ser lo contrario. Intenta ser objetivo de todas maneras y aprovecha la fecha de tu cumpleaños para hablar a solas con ella y aclarar conceptos. Vete a un buen sitio a cenar con ella, a la Taberna del Alabardero, por ejemplo, y así, en plan romántico, igual consigues que te conozca mejor y te acepte tal y como eres» –. Alfonso tenía razón: Todo se tenía que aclarar el día de mi cumpleaños.

TO BE CONTINUED