* Óleo sobre lienzo
* 165 x 127 Cms
* Realizado en 1793
* Ubicado en el Museo Real de Bellas Artes de Bruselas

 Jacques-Louise David es un caso singular de realismo e idealismo; es el verdadero padre de la moderna escuela francesa de la pintura, aquel quien rescató al arte francés de las pretendidas y ficticias gracias y de las formas nerviosas y carentes de todo acento natural inspiradas por Watteau o Boucher. Sin embargo, David no llevó a cabo esa radical transformación en un sólo instante, sino que primeramente se entregó a un estilo cercano al de Fragonard o el propio Boucher que más tarde acabaría condenando. Sólo a partir del obligado viaje a Roma en 1775, David admite «haberse operado de cataratas» y, luego de ponerse al abrigo de «las malas tentaciones», se sumerge en la estricta disciplina del dibujo. Al mismo tiempo, David se esfuerza en descifrar los secretos de las civilizaciones antiguas, cuyos triunfantes vestigios acababan de ser exhumados por los arqueólogos. A partir de este momento, la antigüedad se convertirá en la piedra angular de la estética de David y así se mantendrá a lo largo del tiempo.

 Con frecuencia se le reprochó a David el hecho de haber reducido voluntariamente el horizonte de su paleta y el haber dado predilección a la línea en detrimento del color. Sin embargo, una mirada objetiva sobre algunas de sus obras nos permite descubrir lo que a menudo hay en su pintura de brillante y sutil, los matices y audacias que presentan sus armonías. Por eso mismo, David no puede ser asimilado como un artista monolítico, rígido y despegado de la naturaleza. El retorno a lo antiguo que él quiso imponer no fue sino un medio más que un fin. Aconsejaba a sus discípulos ver la naturaleza a través de lo antiguo, aunque añadiendo que en ningún momento había que alterar la individualidad de los diferentes modelos sometidos a las investigaciones. Por eso mismo, viéndola desde el exterior, la obra de David se nos muestra a veces clásica y realista, arcaizante y neoprimitiva. Pero el principio orgánico que la rige inauguró en la pintura una era de búsquedas e investigaciones. Puede decirse entonces que David sirvió de epígono a dos corrientes que siguieron su magisterio: Si bien a los clásicos (Ingres) David transmitió un abanico de ideas, un lenguaje y un sentido de la belleza formal, a los románticos (Gros) les comunica un sentido de la grandeza épica que les permitirá acometer grandiosos lienzos o amplias decoraciones.

 Pero esa pasión por lo antiguo no fue en ningún momento tan exclusiva como la crítica ha venido siempre afirmando de manera un tanto reduccionista. David, que durante toda su vida tendió hacia lo sublime, fue también uno de los más grandes retratistas. Sin recelar en escrutar con la misma actitud la realidad de los rostros y la verdad de las almas, David da muestras de poseer cualidades de una sinceridad y lucidez del todo clarividentes. Es precisamente este factor lo que le va a situar en el centro de la línea de retratistas franceses que va desde Fouquet hasta Degas, acaparando además una prodigiosa facultad de transposición en el lienzo de un penetrante realismo desprovisto de cualquier intención caricaturesca. Y no olvidemos que David, pese a ser un declarado admirador de la Antigüedad, fue un artista profundamente comprometido con su época, un artista que puso sus pinceles al servicio de la Revolución Francesa antes de convertirse en el pintor oficial de Napoleón, a quien permaneció fiel hasta su muerte.

 La muerte de Marat fue un óleo ejecutado seis meses después del asesinato de Marat a manos de Charlotte Corday el 13 de julio de 1793. Jean-Paul Marat había sido uno de los adalides más controvertidos de la Revolución Francesa. Un año antes de su asesinato, los elevados ideales de la Revolución ya habían derivado en un baño de sangre generalizado como el Terror. A pesar de haber recibido el más que dudoso sobrenombre de «amigo del pueblo», Marat fue uno de los mayores instigadores de ese período trágico, hasta el punto de que él mismo acabó siendo una víctima. En el momento de su asesinato, llevado a cabo en el interior de una bañera a causa de una afección cutánea que sufría, David estaba implicado en el gobierno revolucionario (había sido elegido miembro de la Convención Nacional que autorizó por votación la ejecución del rey Luis XVI) y por ello recibió el encargo de representar el suceso. Parece del todo cierto que el día anterior al asesinato, David había visto en estas mismas condiciones a Marat, quien usaba la bañera a modo de despacho. La composición, descentrada, contribuye a reforzar el carácter patético de la obra, pintada en tonos ácidos y construida en una estricta geometría de líneas verticales y horizontales paralelas al marco. Al parecer, David cambió el aspecto del baño para darle un aire mucho más conveniente a la imagen de un cabecilla revolucionario. A pesar del implacable y angustioso dramatismo — el fondo neutro y vacío hace destacar en primer plano el cadáver que emerge de la bañera — existe una especie de trágica dulzura en el rostro de Marat. Parafraseando a Baudelaire, «El drama se halla aquí presente, vivo en todo su lamentable horror. Por una rara proeza que hace de ésta la obra maestra de David y el centro de las curiosidades del arte moderno, no posee en absoluto nada de trivial y de innoble. Hay en esta obra algo dulce y a la vez punzante: Por el aire frío de esa estancia, por sus frías paredes y alrededor de esta fría y fúnebre bañera, vaga un alma». Si echamos la vista hacia atrás tan sólo un par de décadas e imaginamos el gusto por el arte rococó del que hacía gala la familia real francesa, este lienzo es una verdadera ventana a un convulso mundo de cambios socio-políticos, filosóficos y, obviamente, estéticos.