devil smile

NOTA: Advertimos que el lenguaje empleado por la protagonista de este relato puede resultar en exceso soez y vulgar. Obedece simplemente a un intento de transcribir fielmente los modos expresivos de la retratada.

 ¡Qué distinto habría sido el destino de Ángela si en su camino se hubiesen cruzado Cecil B. de Mille, William Wyler o Mervyn LeRoy! Posiblemente Ángela, lejos de ejercer como eficaz limpiadora de portales, vestíbulos, oficinas bancarias y algún que otro decadente domicilio, habría adquirido fama internacional protagonizando algún rol de emperatriz malvada, de poderosa mujer sin escrúpulos o de pérfida amazona en imaginarios y exóticos reinos. Otra cosa no, pero Ángela tenía auténtica y fidedigna cara de mujer fatal, una inigualable expresión de maliciosidad que adornaba con una invariable y constante media sonrisa, ligeramente caída hacia el margen izquierdo de sus labios, que apenas dejaba entrever una dentadura más postiza que natural. Ángela no encajaba precisamente entre los clásicos cánones de la belleza pero, rondando en apariencia las cincuenta primaveras, poseía un irresistible magnetismo localizado en un lustroso lunar que jugueteaba graciosamente entre los vericuetos de su afilada nariz. De cabello recortado y sospechosamente rubio en contraste con sus oscuras cejas, su menudo cuerpo componía una frágil y delicada silueta que delataba épocas pretéritas de hambre o, quizás, de pan con cebolla, y que además focalizaba las lujuriosas miradas de una clientela masculina ya lastrada en años y vivencias. Pero para aquellos viejos que vegetaban a diario en el bar de mi padre, chato de vino tinto en mano, el verdadero encanto de Ángela se traducía en una irreverente fascinación por las paradigmáticas insinuaciones que su imagen y verbo desprendían. Para poner fin a todas aquellas imaginarias elucubraciones, una mañana Ángela se confesó en el bar haciendo uso de su sarcástico y nada edificante vocabulario: –«¡Vamos, anda! Pues no me dice el otro día el hijo de puta del pescadero que yo tenía pintas de tortillera… Yo, que llevo más de treinta años casada y que por este chocho — dijo señalándose cierta parte íntima — han salido dos hijas como dos soles de hermosas… ¿Qué se habrá creído ese vendechirlas? Aunque, bueno, ¿Para qué nos vamos a engañar? Yo me he convertido en una mujer moderna y a estas alturas de la vida me da igual un buen chorizo de Cantimpalo que una almeja fresquita del Cantábrico… ¿No estamos ya en Democracia? Pues yo digo lo que pienso y al que le moleste, que se rasque…»—  Aquella castiza declaración de principios provocó las risotadas generalizadas de la clientela — aunque mi padre compuso la señal de la cruz — y del matrimonio que habitualmente acompañaba a Ángela para tomar un reconfortante café. Popularmente conocida en toda la barriada y temida por sus imprevisibles exabruptos léxicos, Ángela se dejaba manosear por los varones con la única condición de que estuviesen acompañados de sus respectivas esposas… En una ocasión, el hijo de uno de esos respetables matrimonios, con los ardores propios de la fogosa adolescencia, se atrevió a deslizar su inocente mano por el atractivo trasero de Ángela. Todos en el bar contuvimos la respiración, temiéndonos el inevitable bofetón y la posterior refriega de insultos. Sin embargo, Ángela se dio la vuelta y, con esa enigmática media sonrisa silenciosa que seducía a los clientes más hipotalámicos, declaró tomando al atrevido chico por el hombro: –«¡Anda con el mocoso este! ¿Qué te pasa, que ya te pica el nabo, hijo mío? Pues nada. Dile a tu padre entonces que te lleve de putas, que de eso él sabe mucho, para que vayas adquiriendo práctica, chaval… ¡Mira que ir tú a tocarme el culo! ¿Por qué no se lo tocas a tu hermanita, la azafata, que esa sí que tiene un buen trasero! ¡Anda, que ya me gustaría a mí tocárselo…!»–  Ángela no dejaba títere con cabeza y se sentía feliz provocando a todo el mundo con sus dichos y manejos. Por regla general, la gente disfrutaba en compañía de Ángela, y las mujeres, lejos de sentirse ofendidas por las constantes alusiones erótico-festivas hacia sus maridos, buscaban su complicidad.  –«¡Mira, mira qué pintas de Cantinflas trae tu marido!» — Le dijo una mañana a Pepiño, el del hostal, en presencia de su mujer.  –«¿Qué haces con las manos en los bolsillos, eh? ¿No te estarás acariciando la salchicha ante mi presencia?» — Contra todo lo imaginable, la mujer de Pepiño se recostó sobre el hombro de Ángela, presa de un ataque de ensordecedoras carcajadas que le provocaron incluso el llanto y, quien sabe, si la incontinencia. A mí me respetaba tras la barra del bar — yo procuraba ignorarla del todo — pero una mañana no me libré de su iracundia: –«¡Oye tú, Leiter, que me has puesto el café helado…! ¿Qué pasa? ¿Acaso esta mañana no te la has restregado bien con la almohada?» —  Sonreí para sobrellevar a duras penas el insolente comentario, pero me quedé de una pieza al contemplar como mi madre se estaba desternillando de risa, tapándose la boca, ante tal impertinente ocurrencia. Así era Ángela: Maleducada, grosera, vulgar, zafia y soez como ninguna. Pero la gente — y mayormente las mujeres — la quería y le reía las gracias que sólo Ángela se atrevía a comentar. Sí, efectivamente, así era Ángela. Y en ella pensé unos años más tarde, cuando me vi obligado a ir paulatinamente clausurando el negocio del bar. Tras aquel verano, me fue imposible compatibilizar la dirección del bar con otras obligaciones y, tras consultarlo mucho con la almohada en la intimidad — aunque no en la manera en que Ángela podía pensar — y luego de recibir el sabio y sincero consejo de una Celia a la que prácticamente acababa de conocer, decidí ir poniendo punto y final a más de medio siglo de historia de aquel mítico bar.  –«Ángela, yo no puedo estar viniendo todas las noches al bar y esperar a que los clientes se vayan para supervisar las cuentas y charlar con los empleados. Voy a clausurar el negocio después de Navidad y quiero que tú me ayudes. Vas a acudir todas las noches al bar, con mando y poder absoluto, para ir preparando poco a poco el terreno. Te encargarás de cerrar, de controlar a los empleados y de ir dando salida a todo lo acumulado en el almacén. Sé que a ti valor no te falta y que, sobre todo, la gente te respeta y te teme. Te pagaré bien» —  Ángela aceptó encantada el cometido solicitado, tal y como imaginé, ya que una de sus pasiones era el Bingo y todo el dinero que habría de conseguir desempeñando esta función le iba a venir de perlas. Durante aproximadamente tres meses, Ángela cumplió con su trabajo a la perfección, logrando incluso incrementar las ventas en caja. Me demostró que si depositabas tu confianza en ella nunca te habría de defraudar. Ángela se sintió importante con su novedoso papel y supo responder a mis expectativas. Fue entonces cuando, pese a la diferencia de edad, empezamos a hacernos íntimos; y fue también entonces cuando le presenté a mi reciente novia, Celia.

 Pese a que yo tenía mis más que fundados temores ante el hecho de que Ángela y Celia llegaran a conocerse, dados en apariencia sus incompatibles caracteres, la comida en un restaurante con la que los tres celebramos de alguna manera el cierre del bar, una víspera de Reyes Magos, fue del todo amena. Tanto Celia como Ángela habían sido advertidas una de la otra por mí, especialmente esta última, en un ruego por mi parte de que se abstuviese en lo posible de utilizar su nada cervantina jerga durante el evento. Sin embargo, Ángela no tardó ni un instante en abrir fuego durante las presentaciones de rigor: –«Pero bueno… ¿No me digas que este chocho tan bonito es tu novia? Así decía yo que te veía a ti últimamente muy recatado y modosito…»– Incomprensiblemente, y ante mi estupor, Celia empezó a sonreír con esa sinceridad que desde siempre la ha caracterizado y las complicidades entre ella y Ángela fueron ya habituales a los postres. –«Celia, hazme caso, que te lo digo yo: Este Leiter es como su padre, que en paz descanse; las mata callando…»–  Ángela nos relató algunas incidencias de su vida durante aquella comida. Casada desde tiempos inmemoriales con un eterno aspirante a torero, su existencia fue un torbellino de desilusiones, alguna paliza incluida, en la que sólo sus dos hijas aportaban la mínima luz de gozo y esperanza. Los excesos alcohólicos y de otro tipo de aquel majadero acabaron por condenarlo de por vida a una silla de ruedas. Llegó entonces el momento de la dulce venganza de Ángela. Con sus hijas ya casadas y haciendo la vida por su cuenta, Ángela se soltó el pelo y dio rienda suelta a todas las frustraciones y veleidades que tuvo que soportar durante años. Con el dinero de la pensión, alimentaba a su marido y llevaba las cuentas de la casa. Y con las ganancias obtenidas fregando portales y oficinas se daba a su gran pasión, el Bingo.  –«He callado mucho durante mi vida como para ahora tener que ir con remilgos. Yo soy así, no escondo nada, y al que no le guste, pues que se la machaque al sol…»– Al finalizar la comida, ya muy entrada la tarde, hice entrega a Ángela de una sustanciosa propina en metálico por sus excelentes servicios en el bar durante los últimos e interminables días de apertura. Ángela no hizo la mínima y cortés intención de rechazar el sobre y, al abrirlo y ver el contenido, exclamó: –«Gracias, huevón… ¡Joder, vaya sesión de Bingo que me voy a dar ahora mismo! ¡Con lo que me gusta a mí acudir al Bingo la noche de Reyes…!»–  Celia, agarrada del brazo de Ángela — yo no salía de mi asombro ante tal dosis de inexplicable complicidad — puso entonces cara de tangerina: –«¡Huy, el Bingo…! Hace mucho que no voy… ¿Sabes, Ángela, que durante algún tiempo trabajé como locutora en una sala de Bingo de Marbella?»–  Como no podía ser de otra manera, media hora después estábamos sentados los tres alrededor de una mesa del antiguo Bingo Victoria. Ángela jugaba sus cartones con verdadera obsesión, pintando mil y un garabatos en los mismos con el rotulador azul, y amplificando esa indescriptible sonrisa silenciosa de mujer aparentemente malvada al tiempo que miraba la pantalla de un monitor que mostraba las sucesivas bolas extraídas. Durante los breves intervalos entre partida y partida, observé como Ángela no quitaba los ojos encima a las distintas repartidoras de cartones y, especialmente, a la chica encargada de vender tabaco y lotería en un canastillo, que también era la única que llevaba minifalda. Ángela miraba indisimuladamente hacia sus piernas de la misma manera en que yo habitualmente contemplo un buen jamón de Jabugo… Por unos momentos, y gracias sobre todo al par de whiskies que yo me había tomado, aquella visión de Ángela mirando con inusitado deseo a la cerillera despertó en mí las más excitantes y lujuriosas fantasías ocultas. Celia, también sorprendida por la actitud de Ángela, preguntó con toda naturalidad: –«Ángela… ¿Te gustan las mujeres?»– A lo que Ángela respondió: –«No, de veras, no soy lesbiana… Pero a la chica del tabaco me la comería ahora mismo y sin patatas»– Me pedí otro whisky. Tuvimos suerte y cantamos algunas líneas y dos buenos bingos, con lo que la alegría presidía nuestra envidiada mesa. Pero el diablo quiso sumarse a nuestra fiesta y, en el silencio del transcurso de una partida, Celia me golpeó el codo: –«Leiter, Leiter… Mira quien se ha sentado en aquella mesa»– Observé como una antigua novia mía, una bellísima enfermera algunos años mayor que yo y con la que había estado tonteando un tiempo atrás, miraba de reojo hacia la mesa en donde nos encontrábamos Ángela, Celia y yo. Miré fijamente a Celia y compuse el símbolo universal del silencio al tiempo que señalaba a Ángela. Finalizada esa partida, observé como Ángela y Celia cuchicheaban por lo bajinis. Mis temores se precipitaron del todo.  –«No pasa nada, Leiter; le estoy contando a Ángela que esa mujer fue novia tuya y que la pobre, pese a lo guapa que es, sigue sola y con la única compañía de su anciana madre» — (Quien también estaba en la sala). Es difícil narrar lo que sucedió durante el intermedio de la siguiente partida. Ángela, con su incomparable sonrisa de perversas resonancias, nos comentó señalando sin tapujos a la enfermera: –«Mírala… ¡Pobrecilla! No sabe ni cómo colocarse en la silla… Normal, ¡Si está sintiendo un riachuelo entre sus piernas por verte de nuevo, Leiter!»– Durante el resto de la sesión binguera, Ángela dejó de mirar a la cerillera y centró sus objetivos visuales en las magníficas e interminables piernas de Isabel, la enfermera. Cuando abandonamos la sala de Bingo, ya casi de madrugada, yo me encontraba doblemente contento por el dinero ganado y el whisky ingerido cuando Celia, paseando los tres por la calle, me dijo en ese tono suyo tan característico y que no admite réplicas: –«Leiter, como yo vuelvo a trabajar la semana que viene, he acordado que Ángela venga un par de días por semana para limpiarnos un poco la casa»– Jamás hubiera pronosticado que Ángela y Celia llegaran a sintonizar de esa manera.

 En los dos años que aproximadamente estuvo Ángela encargándose de las periódicas tareas de limpieza en nuestra casa, Celia y yo descubrimos no sólo a una gran profesional — cuidaba hasta de los más mínimos detalles con delicado esmero — sino también a una persona que, independientemente de sus salidas de tono y excesos verborreos, tenía un corazón lleno de sentimientos. Por dos veranos consecutivos, Ángela se hizo cargo del que entonces empezó a ser nuestra mascota, un joven gato Winston, ante nuestra ausencia. Siempre nos solicitaba lo mismo al despedirse de nosotros en verano: –«Traedme una botella con agua del mar para echármela en la chirla cuando me bañe. Me encanta el olor a mar»–  Casi todos los sábados la invitábamos a comer con nosotros en El Rescoldo y en más de una ocasión la acompañamos durante la posterior sobremesa a jugar unos cartones en el Bingo. Durante el segundo año, tras unas Navidades, Celia y yo atravesamos una preocupante crisis de pareja en nuestras relaciones debido, mayormente, a cuestiones estrechamente ligadas con nuestros respectivos trabajos. El momento más conflictivo de aquel episodio coincidió con un obligado viaje que hube de realizar a Galicia durante unos días. Ángela fue consciente del vacío que se estaba instalando entre nosotros — en ocasiones, Celia y yo ni nos dirigíamos la palabra — y, en vísperas del viaje, nos comentó en el salón de la casa: –«Escuchadme bien, y sobre todo tú, huevón: Os quiero como si fueseis mi familia y no aguanto esta situación. Niño, a ver si te enteras de que con tanto viajecito de los cojones y tanta gira, lo único que estás consiguiendo es que Celia se sienta cada día más sola. ¿Es que no ves cómo está de deprimida? Tú vete; vete con tus gilipolleces a Galicia… Pero te advierto que tu mujer no se va a quedar aquí sola. Vete tranquilo y no sufras, huevón, que a Celia no la va a violar nadie en tu ausencia. Si tienes cojones, ráscate el bolsillo y déjanos dinero para que nos vayamos ella y yo a divertirnos… Y no precisamente al Bingo. ¿O es que no quieres que tu mujer se divierta? Valiente gilipollas estás hecho…»– Unos días después, al regresar un domingo de noche de mi viaje a Galicia, me encontré a Celia y Ángela charlando en el salón de nuestro domicilio. A pesar de que, por ese estúpido y congénito orgullo, no había hecho nada por telefonearla durante mi ausencia, Celia me abrazó con una fuerza y pasión que hacía tiempo echaba de menos, sintiendo un tono muy cariñoso y reconciliador en sus palabras. Por su parte, Ángela no tardó en desenfundar: –«¡Mira los dos tortolitos! ¡Esos que últimamente tanto discuten! ¡Ay, Dios! ¡Si me vais a hacer llorar todavía! Bueno, yo os dejo, que llevo todo el santo día aquí haciéndole compañía a tu mujer… ¡No, no, huevón! ¡Déjate de cansancios y chorradas! ¡Ahora mismo coges a Celia y te la llevas a cenar a un buen restaurante! Y, luego, ya sabes: ¡Demuestra todo lo que sientes por ella donde se lo tienes que demostrar, huevón! Y, si tenéis algún problema al respecto, me llamáis, que yo os diré cómo tenéis que hacer las cosas… Que, donde caben dos, también caben tres. Bueno, me voy de una puta vez, que se me está haciendo el chocho agua de sólo pensarlo»–  Al ir a acompañar a Ángela hasta la puerta, ésta nos dijo: –«Celia, déjanos un momento a solas, que quiero decirle algo más a este huevón»–  Ya en el vestíbulo y a solas, Ángela me comentó: –«Huevón, hemos estado hablando Celia y yo de ti a todas horas durante estos días. ¡Ni una sola llamada, cabronazo! ¿Te parece bonito, hijo de puta? Yo no sé qué líos habrás tenido tú anteriormente, pero te aseguro que mujer como Celia no la vas a encontrar en tu puta vida… O, al menos, una mujer que te quiera como ella te quiere a ti»—  Jamás nadie me ha dicho las verdades a la cara como Ángela lo hizo aquella noche. Nunca se lo podré agradecer del todo.

 Unos meses más tarde, Ángela pareció ser víctima de los caprichos del destino. Su marido falleció y, contra todo lo previsto, dicha circunstancia sumió a Ángela en una profunda depresión. A todo ello, se sumó una extraña dolencia por la que tuvo que ser intervenida quirúrgicamente de urgencia y cuya recuperación fue tan lenta como penosa. Ángela ya nunca más volvió a ser la misma mujer desenfadada, valiente y sincera de siempre, y borró de su rostro aquella sonrisa enigmática de mujer malvada que tanto cautivaba a los viejos del barrio. Poco después, Ángela acabó vendiendo el piso que su marido le había dejado de herencia y se largó a su tierra vallisoletana. A pesar de las promesas que nos hizo de llamarnos y vernos cuando acudiere a Madrid para estar con sus hijas, Celia y yo nunca más hemos vuelto a saber nada de Ángela. Nadie en la barriada supo más de Ángela. Los viejos la siguen echando de menos… Y yo ya me estoy haciendo viejo.