Tras la partida de Mireille a Francia comenzó una semana muy dura para mí en todos los aspectos. Era Semana Santa y teníamos que adaptar la contabilidad general del bar a los nuevos usos fiscales de la época. Esto nos obligaba a que una vez cerrado el bar por la noche tuviéramos que quedarnos hasta las tantas de la madrugada un dependiente de confianza, Pablo, y yo para intentar amoldar la caja y el inventario del género. No nos quedaba mucho tiempo para la reconversión tributaria y, en cualquier caso, todo tenía que quedar solventado para el lunes de Resurrección. Así que Pablo y yo nos propusimos arreglar todo una vez cerrado el bar durante los tres días previos al Jueves Santo. Pablo estaba al tanto de mis andanzas con la francesa y trataba de animarme a su manera. Mientras estábamos enfrascados con la labor contable nos servíamos unos copazos y escuchábamos música muy suavemente, debido a las horas, a través de un viejo aparato de radio que en ocasiones ambientaba musicalmente el bar. La noche del martes Pablo subió el volumen del transistor:  — «Escucha esta canción, Leiter» –. Yo, que no estaba muy de ánimos como para escuchar música ligera, le espeté un tanto áspero:  — «No subas tanto el volumen, Pablo, que nos van a llamar la atención. Son casi las dos de la mañana. Además, sabes que no me gusta otro tipo de música que no sea la clásica…» –. Pablo me interrumpió:  — «¡Calla y escucha, joder, que te va a gustar esta canción!» –. Más que gustarme, la canción me puso melancólico. Era de un tal Noel Soto y nunca la he vuelto a escuchar, pero jamás olvidaré aquel estribillo que me recordaba a Mireille: «A más de mil kilómetros suspiro por tu amor» o algo parecido. Pablo sonreía al tiempo que me comentaba:  — «¿Lo ves, capullo? Te dije que te iba a gustar» –. Era un buen tipo aquel Pablo y tenía la virtud de que se había hecho muy amigo mío fuera también del entorno del bar. Y como yo era el hijo del jefe sabía taparle alguna que otra faltilla sin importancia, cosa que siempre me agradeció. La madrugada del miércoles al jueves, al terminar de una vez la dichosa reconversión contable y, como ya no teníamos que trabajar hasta el lunes, Pablo se empeñó en que fuéramos al Churchill`s a tomar la penúltima. Dudé; los exámenes estaban a la vuelta de la esquina y quería enclaustrarme durante aquellos vacacionales días para intentar estudiar algo, pretensión harto difícil ya que mi cabeza estaba enteramente ocupada por el recuerdo de Mireille. Pero no podía negarme una vez que Pablo se había portado tan bien, acompañándome esas noches a realizar la tarea del inventariado y negándose tajantemente a recibir estipendio económico alguno. Ya en el Churchill`s y como consecuencia de las muchas copas que debería llevar en el cuerpo, me puse especialmente nostálgico. Me acordaba de Mireille, de sus besos, de sus abrazos… Pablo decidió ir al grano:  — «Tío, ¿Por qué no te vas estos días a Francia y así os veis esa niña y tú?» –. Imposible. Quería recuperar el tiempo perdido y además no habría a esas horas ningún billete de transporte disponible. Pablo quiso tocarme la fibra:  — «Escucha, Leiter; Hay que ser valientes en esta vida, que los cobardes no escriben la historia… ¡Bernard, sírvenos otras dos copas!» –. No sé cómo, pero acabé pidiéndole el teléfono a Bernard, quién me recriminó que había que estar loco para llamar al aeropuerto a las tres de la mañana… ¡Bendita locura! Había una plaza disponible de Air France, vía Barcelona, en el vuelo a Lyon que salía a las 06.30. ¡Había que darse prisa! Como muy tarde, debía regresar forzosamente a Madrid el sábado al mediodía. Esas eran las condiciones de la plaza que rogué me reservaran.  — «Será suficiente» — Pensé.

 Como estaba bastante borracho ni me enteré del vuelo a Barcelona. Una vez allí, en tránsito, me entró el bajón y me quedé dormido en la terminal aeroportuaria. De no ser por un amable empleado hubiera perdido irremediablemente la conexión hacia Lyon. Llegué a la ciudad francesa a eso de las once de la mañana, cargado con una mochila donde portaba mis pertenencias más básicas y con la única pista de un número de teléfono y una dirección sin número: Rue Bossuet. En esos momentos, cuando te ataca la depresión producto de la resaca alcohólica, se desatan todos los miedos que la excesiva ingesta espirituosa oculta bajo una capa de aparente euforia. «¿Y si Mireille no se encuentra en Lyon? ¿Y si ha salido fuera estos días? ¿Qué demonios pinto yo entonces aquí, triste y solitario?». Me puse muy nervioso y me senté en un banco del aeropuerto a fumarme un cigarrillo. Maldije al bueno de Pablo y a lo inoportuno de haber pimplado tanto la noche anterior, pero ya no había vuelta de hoja. Estaba en Lyon, la ciudad donde vivía Mireille y, ante todo, me encontraba desesperado por volver a verla. Además, como dijo Pablo, los cobardes no escriben la historia… Tomé un taxi que me costó una fortuna y simplemente le dije: — «Rue Bossuet» — Sin número, pese a que el taxista me lo había requerido en varias ocasiones. Lyon me pareció una ciudad preciosa y encantadora, atravesada por dos ríos, el Ródano y el Saona, con una bellísima fortaleza que parecía vigilar desde lo alto toda la coqueta urbe.   — «Monsieur, ici le rue Bossuet» — Me indicó el taxista. Observé que ante mi silencio con la numeración, el perspicaz chófer me había dejado justo en la cabecera por donde empezaba esa calle. Como buen español, busqué un bar o algo similar que sirviera de cuartel general de campaña en mi exploración por la ciudad gala y, sobre todo, para tomarme un reparador café que el cuerpo me estaba pidiendo a gritos. No tardé en dar con un pequeño y acogedor «cafe» donde, ironías del destino, el camarero encargado era un vivo calco físico de Bernard, el dueño de Churchill`s. Una vez que hube recompuesto mi maltrecho y castigado cuerpo, solicité el teléfono público. Primero llamé a España para intentar explicar a mi enfadada madre dónde estaba y por qué motivo. Luego de recriminarme ésta severamente, me dijo que, ante todo, comiera… Y que no sabía qué excusa le iba a poder contar a un más que presumiblemente enfadado padre. Se me encendió la bombilla:  — «Dile que me he ido de excursión un par de días con unos amigos de la parroquia» –. Al parecer, coló. Después de abonar el alto importe de la conferencia telefónica empecé a sentir un molesto e inquietante cosquilleo en la boca del estómago. Era el momento de llamar a Mireille… Saqué una foto suya que me había regalado de mi cartera y la besé. Me dije a mí mismo:  — «Te voy a dar una sorpresa, mi amor. Estoy aquí; he venido para verte. No me falles, por favor. Cógeme el teléfono. Te quiero, Mireille.» –. Mis manos temblaban al girar el disco telefónico con la combinación de números de Mireille y la garganta se me resecaba por momentos. El corazón se me aceleró hasta extremos preocupantes mientras escuchaba por el auricular el tono de llamada. Mi respiración se entrecortaba.  — «Vamos, mi amor. Coge el teléfono» — Pensaba con las manos llenas de sudor…  — «Aló?» — Me contestó una voz femenina que no era precisamente la de Mireille. Como no sabía — ni de hecho ahora sé — francés, me intenté explicar en la socorrida lengua de Shakespeare, algo que particularmente molesta mucho a algunos franceses. No me venían las palabras; estaba tan nervioso que me bloqueaba a mi mismo. La misteriosa voz femenina del teléfono acertó a chapurrear en un pésimo español:  — «Eh… Mireille no es… Ella no seg… » — Me eché a temblar  — «Ella venig después comidá… Yo decig ella tú llamag… Tu Leiteg… Sí, sí sí… « –. No me entendía nada aquella chica y traté de explicarme lo mejor posible. Entonces, noté un tono muy exaltado en aquella joven:  — «Ahh…. Tú aquí… En Lyon… Ohhh!… Cèst magnifique!… Mireille contentá tú seg aquí… Dónde tu seg?… Ahh… Yo sé…Ok?… Yo decig ella cuando volveg… Ok?. Au Revoir!» –. Tuve que echar mano de toda mi destreza y paciencia para hacerla entender que me encontraba en un bar muy cercano y que no me iba a mover de allí hasta que Mireille no apareciera a pesar de que tras la conversación con la que suponía era su compañera de piso no las tenía todas conmigo. Traté de tranquilizarme y, haciéndole caso a mi madre, me dispuse a almorzar. Aquella aventura de apenas dos días me iba a costar tener que quedarme en Madrid en verano, ya que todos mis ahorros me los estaba gastando en la inolvidable pero cara estancia en Lyon.

 Entablé alguna que otra conversación con aquel tipo del café que se parecía tanto a Bernard en una mezcla de inglés, francés, español y algo de italiano. El atento hombre pareció comprender el motivo de mi estancia por aquellas tierras. Pasaron las horas, las tres, las cuatro, las cinco de la tarde y Mireille no acudía. Me marqué un plazo horario para volver a llamar por teléfono. Estaba dándole vueltas con la cucharilla al enésimo «Café au lait» cuando el camarero dijo algo así como:  — «Oh, lá lá» –. Giré la cabeza en dirección a las acristaladas puertas de acceso al local y mi corazón se volvió a acelerar con inquietante rapidez. ¡Allí estaba Mireille!.  Entró buscando a derecha e izquierda y no se percató a primera vista de mi presencia. En un instante, el más mágico de toda mi vida, nuestras miradas se cruzaron por fin y observé como enrojecían los ojos de mi amada, al tiempo que negaba con gestos en su cabeza y su boca adoptaba una mueca que preludiaba un inmediato llanto. Se vino corriendo hacia mí, se colgó de mi cuerpo y me besó con una fuerza que jamás me hubiera podido imaginar, al tiempo que yo escuchaba la voz y el aplauso de un camarero cómplice que decía:  — «¡Ahhhh… L`amour!» –. Mireille se puso a llorar como una Magdalena al tiempo que me susurraba:  — «Leiter, mi amor. Te quiero, te quiero… Me ha dicho Pascaline que tú estabas aquí… No me lo podía creer. No he dejado de acordarme de ti estos días. Tenía pensado llamarte esta misma tarde… Mi amor, te quiero… » –. De nuevo, tuve que limpiar como pude las lágrimas de su cara y sus ojos, azules como el cielo de primavera, me parecieron los más bellos de todo el universo. Estaba radiante, con su cabello corto dorado y su menudo cuerpo de muñequita. La abracé y sentí el mayor de los deseos por ella. Había merecido la pena aquel pesado e improvisado viaje. Estaba de nuevo con la mujer que protagonizaba todos mis sueños…

TO BE CONTINUED