Ya desde el siglo IV e invocando de forma creciente el primado de Pedro, Roma empezó a legitimar la pretensión de liderazgo en la Iglesia y en la política. En el sínodo de Sárdica del año 342 se llegó a una primera ruptura entre Oriente y Occidente al tratar de imponer Roma el principio eclesiástico-papal. A finales del siglo V el papa Gelasio I reclama un poder sacerdotal supremo e ilimitado sobre toda la Iglesia e independiente del poder imperial que a su vez, desde Bizancio y sin admitir ninguna solución de compromiso, trata de imponer también en Occidente. Tanto Justiniano como Constancio II llegaron incluso a apresar a papas renuentes y conducirlos hacia Constantinopla para imponerles por la fuerza la voluntad imperial tanto en cuestiones dogmáticas como políticas. Un punto culminante de la ruptura se produce en el año 754, cuando el papa Esteban II viaja hasta la corte de Pipino, rey de los francos, para hacer que se le garantice un estado eclesiástico — Donación de Pipino — a costa de territorios antaño bizantinos. El papa pretendía actuar como soberano político sobre un territorio, facultad que había sido hasta entonces competencia exclusiva del emperador. Además, y este dato es de capital importancia, la visita a la corte de Pipino fue vista como la visita a los enemigos de Bizancio, esto es, a los bárbaros.

 Medio siglo más tarde, el papa León III confiere la noche de Navidad del año 800 en Roma el título de César — reservado hasta entonces al emperador de Bizancio y a sus representantes — a Carlomagno, rey de los francos. Para ojos de un bizantino, un príncipe bárbaro había sido coronado como emperador romano por el obispo de Roma, como si ya no existiera el único emperador romano que no era otro sino el bizantino. Por beneplácito del papa coexisten entonces un emperador nuevo, el occidental, y el legítimo emperador romano de Oriente. Para muchos bizantinos, Roma se había convertido definitivamente en pagana (Opinión actualmente muy extendida entre muchos teólogos orientales). A aquella ruptura política no tardaría mucho en seguirle la doctrinal.

 Tras la deposición del monje Ignacio — sucesor de Metodio — quien fue nombrado de forma no canónica por la emperatriz Teodora, fue elegido para el patriarcado de Constantinopla un erudito y jefe de la cancillería imperial, Focio, un laico que debió recibir todas las órdenes sacerdotales en corto plazo de cinco días. Esto dio al papa Nicolás I (Reforzado en concepción del cargo por las falsificaciones pseudoisidorianas) el pretexto para hacer valer el derecho de liderazgo pontificio sobre Iliria, región que el emperador León III había puesto bajo jurisdicción de Bizancio en el siglo VIII a la vista de la debilidad de Roma. Pero no sólo pretendió el liderazgo político sobre Iliria, sino sobre toda la Iglesia Oriental en general. El papa Nicolás I se sirve del sínodo romano del año 867 para deponer al patriarca bizantino, hecho que obtiene la respuesta de otro sínodo celebrado en Bizancio en donde se destituye al papa romano. Los acontecimientos se precipitan de manera dramática: El Papa Nicolás I fallece sin tener noticia de su condena por Bizancio mientras que por otra parte el emperador Miguel III es asesinado durante una revuelta dirigida por el usurpador Basilio I el Macedonio. Éste depone a Focio para ganarse a los círculos conservadores y al nuevo papa romano Adriano II. Paralelamente, el monje Ignacio es nuevamente erigido como patriarca de Constantinopla. Otro concilio celebrado en Constantinopla entre los años 869 y 870 — lo comenzaron sólo 12 obispos y lo terminaron 103 — y controlado por completo por los legados pontificios, excomulga y destierra a Focio. Pero éste conservaba el apoyo de la mayoría de los obispos, por lo que es llamado del exilio y se le nombra educador del príncipe. A la vista de todas las dificultades surgidas con Roma, Focio e Ignacio se reconcilian. Al poco de fallecer Ignacio en el año 877, Focio vuelve a ser patriarca y además es rehabilitado con todos los honores en el concilio de Constantinopla celebrado entre los años 879 y 880, y en el que participaron 383 obispos.

 El papa Juan VIII reconoció de forma expresa este concilio pro-fociano y así lo hicieron también los papas siguientes durante dos siglos, hasta la reforma gregoriana acontecida en el siglo XI. En este concilio se había logrado un sabio compromiso: Por una parte se reconocía la primacía romana para Occidente mientras que en Oriente se rechazaba toda jurisdicción papal. A nivel dogmático, se corrobora el texto original del Credo (Sin el famoso filioque, esto es, que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, formulación que se había difundido por todo Occidente tras la celebración del sínodo de Aix del año 809 y ante la enorme presión de Carlomagno sobre el papa León III). La calma no dura mucho: Focio, quien se había comportado con magnanimidad durante se segundo patriarcado para reconciliarse con todos sus adversarios, es depuesto en el año 886 por el siguiente emperador, León V, quien paradójicamente había sido su discípulo. León V nombró patriarca a su propio hermano — que apenas contaba con 16 años cumplidos — y destierra de nuevo a Focio, quien fallece en el año 891 en Armenia. Este incidente viene a demostrar que tanto en Occidente como en Oriente dominaba la política imperial del poder.

 Un papado reformado y fortalecido por los emperadores alemanes sintió la necesidad de establecer una nueva prueba de fuerza con Constantinopla a mediados del siglo XI. Ante la amenaza que los normandos suponían para el sur de Italia, tanto el papa romano como el emperador bizantino se mostraron muy interesados en establecer una alianza militar de la que bien pudiera derivarse un definitivo entendimiento teológico. Sin embargo, no tardaron en surgir las tensiones: A la campaña militar del papa reformista alemán León IX contra los normandos y la posterior intervención romana en las provincias bizantinas del sur de Italia, el patriarca de Constantinopla, Cerulario, desata una airada reacción que origina una nueva disputa. Un duro escrito del arzobispo Basilio de Ochrid arremete contra los usos litúrgicos de los latinos, como el uso de pan no ácimo en la eucaristía y el ayuno en el sábado en tiempo de cuaresma (No se menciona para nada el filioque). Paralelamente, Cerulario amenaza con cerrar las iglesias de los latinos en Constantinopla que no adopten el rito griego.

 Miguel Cerulario, hombre desmesurado y carente de formación teológica, encontró a su perfecto antagonista en otro hombre lleno de prejuicios teológicos, el cardenal Humberto de Silva Cándida, jefe de la delegación romana enviada a Constantinopla. El legado pontificio era un defensor apasionado del movimiento de reforma cluniacense y el principal teórico de una soberanía absolutista del papa cuyo fundamento era más que dudoso. Tras su llegada a Constantinopla, Humberto impugnó al patriarca su título, puso en duda la validez de su consagración e incluso hizo propaganda en contra del patriarca de manera verdaderamente descarada. Pero ahí no acabó el enredo: Un monje del Studium realizó un alegato en defensa de los usos orientales que Humberto denostó calificándolo de burdelario. Mas, como gota que colmó el vaso, Humberto sacó también a colación el famoso tema del filioque y, a modo de prestidigitador, trató de hacer ver que eran los bizantinos y no los romanos los que habían cambiado algo… ¡En su propio Credo! Como era de esperar, Humberto no obtuvo progreso alguno en las negociaciones y redacta por su cuenta — eludió el repentino fallecimiento del papa — una bula de excomunión contra el obispo Cerulario y sus ayudantes. Depositó el acta el 16 de julio de 1054 sobre el altar de Santa Sofía y emprendió el viaje de vuelta con su delegación. La bula rebosaba de afirmaciones tan falsas como incorrectas y provocó, como no podía ser de otra manera, la consiguiente excomunión del cardenal y su séquito por parte del patriarca. Partiendo de un intento de alianza entre Roma y Bizancio, se llegó a una ruptura que permanece hasta nuestros días.

 A partir de este momento nunca más se mencionó el nombre del papa romano en la liturgia bizantina — pese a que la excomunión dictaminada por Cerulario no hacía referencia al papa — y se cerraron en Constantinopla las iglesias para los latinos. La ruptura entre la Iglesia Oriental y la de Occidente era irreparable y tanto la vieja idea bizantina de dominación del mundo como la nueva idea romana de la misma dominación mundial resultaron incompatibles entre sí. Los papas consideraron desde entonces a la iglesia griega como separada de Roma y posteriormente también como herética. Pero el punto más bajo de las relaciones entre Oriente y Occidente aún estaba por llegar: Las Cruzadas, que empezaron siendo una guerra contra el Islam, derivaron en una guerra contra la Iglesia Oriental. Durante la Cuarta Cruzada, concretamente en el año 1204, las tropas del occidente latino conquistaron y saquearon despiadadamente Constantinopla.