Las Brisas

Panorámica del bungalow — tomada de un folleto — en donde Malena y yo pasamos un fin de semana

 Ya decía yo que eso de apuntar a golpe de bolígrafo la numeración de los asientos en nuestras tarjetas de embarque era algo muy poco ortodoxo y que a la postre tendría sus impertinentes consecuencias, como así se hubo de confirmar posteriormente. En efecto, ya en el interior de la estrecha cabina del Boeing 727 de Mexicana de Aviación, Malena y yo observamos con estupor como nuestros respectivos asientos, según lo dispuesto en las rudimentarias tarjetas de embarque, estaban ocupados por otras dos personas. Afortunadamente para nosotros, la tripulación de la aeronave estuvo a la altura de la circunstancias — el mencionado contratiempo debía ser algo rutinario para ellos — y así pudieron habilitar para Malena un asiento libre situado en la cola del aparato mientras que a mí, felizmente, me ubicaron en la misma cabina de los pilotos, el cockpit, sobre una banqueta extensible situada a espaldas de ellos. Esta insólita incidencia provocó que aquel vuelo directo de México D.F. a Acapulco, de apenas una hora de duración, se convirtiese en una inolvidable experiencia para quien esto escribe debido a mi afición por todo lo relacionado con el mundo de la aeronáutica, una de mis grandes pasiones. Por si esto no fuera suficiente, tanto los dos pilotos como el ingeniero de vuelo (Estos aparatos todavía llevaban a bordo la figura del ingeniero de vuelo) se mostraron decididamente cordiales conmigo y me explicaron con todo lujo de detalles algunos procedimientos del vuelo, toda vez que comprobaron que yo atesoraba conocimientos de aeronáutica. Especialmente fantástico me resultó el giro final a izquierdas para enfilar la senda de planeo, una impecable maniobra en la que el comandante Cárdenas demostró toda su maestría, haciendo posar la aeronave en la pista 28 de aterrizaje con absoluta suavidad y precisión, algo realmente complicado teniendo en cuenta la adversa climatología, con lluvia y severas ráfagas de viento. Pese a que no teníamos ninguna vinculación sentimental — éramos simplemente amigos aunque separados por una enorme y atlántica distancia — Malena, aquella mujer mexicana a la que conocí en Madrid unos años atrás, y yo llegamos al hotel de Acapulco agarrados de la mano. (Hacían descuento a las parejas). Tras unos meses de duro trabajo decidí tomarme un fin de semana libre y, siguiendo los consejos de Malena, opté por una escapada desde el Distrito Federal hasta Acapulco para alojarme en el mejor y más lujoso hotel que he conocido a lo largo de toda mi vida, Las Brisas, un extraordinario complejo formado por pequeños bungalows dotados todos ellos con piscina propia e individual. El lujo y esplendor de aquel hotel contrastaban irónicamente con la preocupante y deprimida situación social del país mexicano en aquellos años de aguda crisis económica. Malena, perteneciente a una clase social humilde — lo que en México significa un estado que roza la pobreza — me habló repetidamente y con tanta pasión de aquel complejo hotelero que, como premio a su asesoramiento turístico y a todas las desinteresadas ayudas que me había brindado durante mi estancia en México D.F., opté por invitarla a la pequeña excursión que yo había planeado. Para ser sinceros, no me salió muy caro el importe de su pasaje y alojamiento habida cuenta de que en el caso de que yo hubiese viajado solo las tarifas se habrían incrementado considerablemente debido a tal singularidad. Además, un sitio tan aparentemente glamuroso y romántico bien que merecía una agradable compañía femenina, y Malena reunía dichas condiciones. Sólo por recordar la cara de éxtasis que compuso Malena cuando en un bar de hotel de México D.F. le enseñé los dos pasajes de avión — «Venga, Malena. Prepara tu equipaje que nos vamos los dos a Acapulco…» — aquel viaje había merecido la pena. Por más que había repasado decenas de folletos turísticos en los que se apreciaban las virtudes de aquel maravilloso hotel, su visión in situ me resultó aún más impactante, todo un precioso y elegante complejo eficazmente gestionado para que la única preocupación del cliente fuese la de elegir la mejor forma de relajarse y de olvidarse de los cotidianos problemas. Cada bungalow disponía de un Jeep color blanco a disposición de los clientes con el objeto de trasladarse con el mismo por las amplias instalaciones del complejo hotelero. Cualquier requerimiento era rápidamente atendido por la recepción y además, cosa de agradecer en México, las propinas directas estaban terminantemente prohibidas, cargándose un suplemento diario adicional en la factura por este concepto. Si bien la decoración de los bungalows era sensacional, con todo lujo de detalles, lo mejor, sin duda, era el disponer de una enorme terraza con una piscina que se iluminaba automáticamente por las noches y en la que no faltaban unos decorativos nenúfares en su superficie. Por si esto no fuera poco, el agua de la misma se mantenía a una temperatura constante con independencia del clima exterior. En cuanto al precio de semejante lujo, dada la caída del dólar con respecto a la peseta en aquellos años, no era excesivamente caro para los bolsillos de un europeo. Un hotel céntrico de París o Londres en aquellas fechas resultaba mucho más costoso. Nos gustó tanto el bungalow a Malena y a mí que, tras darnos un chapuzón en la piscina, decidimos pedir la cena a recepción y quedarnos el resto de la jornada en ese idílico marco de exóticas resonancias. Malena, en cuyo rostro se percibía un indescriptible gozo con trazos de Cenicienta, seguía carteándose con Pepe el Pulpo, según me narró durante la íntima y romántica cena que compartimos a la luz de las velas. Al parecer, y ante la imposibilidad de retornar de nuevo a España, Malena le planteó al Pulpo que fuese él mismo quien decidiera instalarse en México. Según me habían comentado por el barrio, Pepe el Pulpo había sopesado seriamente el tomar esa emigrante iniciativa aunque, según mi propio entender y conociendo al Pulpo como yo le conocía, aquella no habría de obedecer sino a una misión de matices aventureros más que a un romántico viaje de reencuentros amorosos propiciado por Malena. En todo caso, Malena se mostraba tan ilusionada con la posible llegada a México de Pepe el Pulpo que no dudó en invitarme a su lecho aquella primera noche, en un claro derroche de amistosa y amorosa solidaridad con un ser tan solitario como yo.

 Tras aquella primera noche de apasionadas reminiscencias, Malena me despertó agitando un papel junto a mi rostro: –«Leiter; han dejado esta nota bajo la puerta. Nos proponen apuntarnos a una excursión facultativa en barco, visitando La Quebrada, y con la posibilidad de almorzar en alta mar, baño incluido…»– El tono de Malena sugería claramente un deseo de aceptar la propuesta. Desperezándome, contesté: –«Vale, vayamos si tú quieres. Si es sólo hasta la hora del almuerzo y nos deja la tarde libre para disfrutar de nuestra estancia, estupendo»– A primera hora de la mañana embarcamos en una coqueta nave de recreo a la que no le faltaba de nada, con todo tipo de refrescos, licores y aperitivos para tomar a voluntad. Junto a nosotros se encontraba una familia que hablaba en un extraño inglés, con matices claramente mexicanos. Malena me aclaró disimuladamente aquella circunstancia: –«No, no son gringos; son tan mexicanos como yo. Lo que ocurre es que entre las familias de elevada posición social, el hecho de platicar en inglés es toda una muestra de identidad que parece haberse puesto ahora de moda»– Ante mi sorpresa por dicha declaración, no dudé en añadir, alzando la voz a propósito: –«Pues tiene narices que en España nos estemos gastando una fortuna en pos de extender y fomentar el uso del castellano fuera de nuestras fronteras para que luego los propios hispano-parlantes tengan a bien expresarse entre ellos en la lengua de Shakespeare… ¡Muy bonito, sí señor!»– Yo no sé si realmente aquella familia escuchó mi comentario, pero lo cierto fue que ya no volvieron a manejarse en inglés durante toda la travesía. Aún más impactante me resultó el contemplar los espectaculares saltos de unos osados nadadores desde lo alto del acantilado de La Quebrada. –«Sí, es espectacular»– me comentó Malena  –«Es una de las mayores atracciones turísticas de Acapulco… Pero muchos accidentes han tenido ya lugar. No hay año donde no se mate algún saltador. Algunos nadadores suben un poco bebidos, no calculan bien la llegada de la ola y se dejan las tripas al contactar con el agua… En fin, esta es su forma de ganarse la vida, algo realmente peligroso y arriesgado»– Lo mejor de aquella excursión sobrevino cuando, a mucha distancia de la orilla, el capitán de la nave nos invitó a tomar un baño en alta mar, sobre unas verdes aguas del todo cristalinas. Por más que rogué a Malena que me acompañase no hubo forma de convencerla. Finalmente, me confesó: –«No sé nadar, Leiter. Me da miedo meterme en una zona tan profunda»— Me encantó disfrutar por unos momentos de la soledad que envuelve el poder bañarse en el mar abierto. Sin embargo, al ir a incorporarme de nuevo a la cubierta del barco, una ola chocó justo tras de mí cuando apoyaba el pecho en una reposadera, causándome dicho impacto un agudo dolor torácico. El capitán, muy atento en todo momento, me ofreció tomar algún analgésico para mitigar el dolor y yo le contesté que eso era precisamente lo que estaba necesitando. De esta manera, y ya casi a la hora del almuerzo, me serví un generoso whisky que, si bien no alivió del todo mis molestias, sí sirvió para que el viaje de regreso fuese mucho más ameno. Además, Malena comenzó a obsequiarme con unos agradecidos masajes en el cuerpo que a buen seguro la hicieron recordar a su añorado Pepe el Pulpo, ya que de los mismos pasó pronto a unos gozosos y no menos estimulantes besos, para mayor envidia de aquella familia de mexicanos angloparlantes que nos acompañaba. Tras el almuerzo en el puerto, volvimos a nuestro particular y exótico nido de amor con la intención de prolongar nuestros románticos escarceos. Empero, las molestias que sufría en mi pecho como consecuencia del golpe con aquella traicionera ola, dieron al traste con todas mis concupiscentes pretensiones, debiendo tumbarme en la cama única y exclusivamente para guardar reposo.

 No sé cuánto tiempo hube de quedarme dormido pero en el momento de despertarme observé que ya era noche cerrada, aunque los súbitos fogonazos lejanos de lo que presumía ser una tormenta eléctrica añadían una nota de vivo color a aquel paradisíaco escenario. Malena estaba recostada en la cama, junto a mí, manipulando el mando a distancia del televisor. –«Ah, ya te despiertas, mi amor… Te has quedado completamente dormido y no he querido molestarte. Me estoy entreteniendo viendo la televisión por satélite… ¿Qué tal? He estado pensando en que quizás sería una buena idea de que fuésemos a cenar al restaurante musical del hotel. Tiene piano y tal vez quieras…»– Asentí, pero al tratar de incorporarme de la cama sentí como si me apuñalaran el pecho. Aquel dolor, lejos de haberse atemperado, me impedía moverme no sin sufrir agudos y punzantes pinchazos.  –«Leiter, no estás en condiciones de salir a ninguna parte. Será mejor que llamemos ahora mismo a un médico para que venga a examinarte el pecho»– Ya a cubierto bajo el porche que daba acceso a la piscina, contesté: –«Me duele un montón, sobre todo al respirar pero, bueno… Vamos a esperar. Si mañana sigo en estas condiciones llamaremos a un médico. Si no te importa, pediré que hoy también nos traigan la cena. No tengo muchas ganas de ir al disco-bar ese con estas molestias…»– Malena comprendió la situación y, lejos de entristecerse, agarró el teléfono y solicitó una opípara cena con los platos más caros y exclusivos del hotel. (A mí, la verdad, me apetecía una tortilla de patatas, la misma que sólo mi madre sabe preparar con inigualable maestría…)  –«No te preocupes, Malena; ya que no podemos salir a cenar, pide todo lo que se te antoje. Además, vamos a celebrar que esta es nuestra última noche en este hotel… ¡Demonios! ¡Vaya rayos! La que está cayendo es de aúpa. Cenaremos bajo el porche, aquí en la terraza, observando la tormenta… En tu compañía no me asustan. Ya te dije que siento auténtico pavor por las tormentas nocturnas…»–  Lo que debiera haberse traducido en una gloriosa noche de salvaje amor desembocó en una agradable cena y una no menos amena tertulia que se prolongó hasta casi las seis de la mañana y en la que conocí los principales aspectos que dibujaban la personalidad de Malena en base a la extensa e íntima conversación que sostuvimos, regada en todo momento por una botella de ron que apuramos hasta la última gota. Malena me contó muchas interioridades de su vida, de sus perennes dificultades económicas para salir a diario a flote en compañía de su madre, y de las escasas perspectivas de mejorar su situación social que su país estaba en condiciones de ofrecer. Pero lo que más me impactó fue el conmovedor y pormenorizado relato que me narró del terrible terremoto acontecido en México D.F. unos años atrás. Entre los tremendos relámpagos y truenos, la historia contada por Malena me hizo sensibilizarme del todo: –«Aquella mañana estábamos mi madre y yo desayunando en la cocina cuando, de repente, todo empezó a temblar con unas fuerza inusitada. Aquí, como sabes, estamos acostumbrados a los pequeños temblores de tierra, pero esta vibración fue enorme. La lámpara empezó a menearse y los enseres domésticos parecieron cobrar vida propia. Rápidamente, agarré a mi mamá y nos situamos bajo la protección del quicio de una puerta. Empezamos a sentir unos espantosos golpes y nos abrazamos las dos llorando y presas del pánico. Pasados un par de minutos, la vibración principal cesó aunque sentimos otras réplicas menores. En ese instante, agarré un pequeño aparato de radio a pilas y escuché en directo como un corresponsal que estaba en la calle afirmaba nervioso que lo que había ocurrido era el mismísimo apocalipsis… Estaba narrando entre sollozos que se encontraba frente a la terraza de un bar en la que unos viandantes se estaban tomando un café y como la marquesina del edificio se había precipitado sobre ellos. Acertaba a ver extremidades sangrientas sobresaliendo de entre los escombros. Salí a la calle y me encontré con un espectáculo aterrador: Parecía como si una bomba atómica hubiese caído sobre el Distrito Federal esa mañana. Lo más repugnante fue observar como algunos agentes de policía, de manera impune, les arrebataban los relojes y otros objetos de valor a los fallecidos. Me quejé ante esa situación del todo injusta e irrespetuosa junto con otras personas y un policía me detuvo y me envió al calabozo de una comisaría cercana. Allí pasé unas horas asustada, pensando en mi mamá, pero finalmente me liberaron sin cargos. Durante unos días ejercí como voluntaria civil para intentar rescatar víctimas… Nunca te podrás imaginar las dantescas escenas que llegué a contemplar… Tú siempre me preguntas que por qué quiero tanto a España: Cuando por fin abrieron el aeropuerto Benito Juárez al tráfico, el primer avión que tomó tierra en el mismo era de la Fuerza Aérea Española. Acudía con toneladas de ayuda humanitaria…»– Fue una de esas ocasiones en las que, gracias al relato de Malena, me sentí muy orgulloso de ser español.

 Tras una madrugada relativamente tranquila, durmiendo unas pocas horas cada uno en su cama, me desperté con unos dolores asfixiantes, hasta el extremo de que el simple acto de la inspiración suponía un verdadero tormento para mí. Antes de las doce del mediodía estábamos obligados a abandonar el bungalow para posteriormente dirigirnos hacia el aeropuerto, pero Malena no dudó en descolgar el teléfono para solicitar un servicio médico que lo único que hizo fue sacarme el dinero y confirmar que debía ser examinado en un hospital…¡Por un médico! El vuelo hasta México D.F. fue toda una odisea, tanto por mi quebradizo estado de salud como por las aparatosas turbulencias que hubo de soportar la aeronave. Nada más aterrizar, tomamos un taxi y nos dirigimos hacia el Hospital Español de México en donde, tras una serie de radiografías, me confirmaron que sufría una fisura en una costilla. Me vendaron como a una momia y me recetaron unas pastillas que aplacaron en buena medida el dolor, no sin antes advertirme que guardara reposo absoluto, algo difícil de cumplir puesto que en dos días regresaba de nuevo a España. Malena estuvo en todo momento haciéndome compañía y su comportamiento conmigo fue del todo irreprochable, ejerciendo de fiel y esmerada enfermera. Había perdido una amante, pero, sin duda, había ganado una estupenda amistad. En esos momentos comprendí muchas de las peculiares circunstancias de Malena y empecé a experimentar un fraternal cariño hacia ella. Pese a que el jumbo con destino a España no salía hasta la medianoche, Malena y yo nos despedimos después de comer en un coqueto restaurante capitalino, quedándome yo a solas posteriormente en el hotel. Me regaló unos colgantes de bisutería que aún conservo mientras que, por mi parte, le puse disimuladamente un sobre anaranjado sobre la palma de su mano derecha: –«Para ti y para tu madre»–  Malena no quiso aceptar el presente, pero no tuvo más remedio que hacerlo ante mi cabezona insistencia. Aquellos dólares sobrantes representaban más bien un capricho para mí, pero también algo más de dos mensualidades para cualquier trabajador mexicano de clase media. Con aquel interminable abrazo que se empeñaba en no querer poner fin a nuestra particular leyenda, Malena colocó en el bolsillo de mi camisa un diminuto sobre color fucsia: –«Ábrelo cuando haya despegado el avión, por favor» — Así lo hice. Nunca he olvidado los versos de aquella inolvidable misiva: «Viviré en tu recuerdo, como un simple aguacero, de estrellitas y duendes.Vagaré por tu vientre mordiendo cada ilusión…». 

 Todavía recuerdo como Malena me sonreía cuando me transportaba en una silla de ruedas por los fríos pasillos del Hospital Español de México.  –«Leiter, yo creo que ha sido Huitzilopochtli quién provocó que te hirieses con la ola… No quiere que te marches de México. Tal vez haya escuchado mis conjuros para que te quedes aquí y te cases conmigo…»–  Aunque hoy en día no me puedo quejar, ni mucho menos, de mi situación sentimental, siempre he pensado que Malena y yo habríamos formado una pareja estupenda… Desgraciadamente, tras unos intercambios de cartas y alguna que otra llamada telefónica, perdí el contacto con Malena hace ya más de catorce años. ¡Ah, y Pepe el Pulpo nunca llegó a viajar a México! Ojalá Malena lea algún día estas líneas y podamos retomar de nuevo una hermosa amistad. De momento, he dado con ella en un portal social de la red. Pero creo que ya no es momento de felices reencuentros… Pese a que Celia me anima a ello: –«Leiter, esa mujer te quiso con locura. Nunca lo olvides. Tú fuiste su única esperanza de abandonar un mundo de auténtica marginalidad. Al menos, trata de dar con ella y de retomar una vieja amistad. Se lo merece»– Seguro que sí.