Todos los sábados, alrededor de las ocho de la mañana, puntualmente aparecía la gitanilla por el bar de mi padre con los décimos de lotería que aún le quedaban por vender para el sorteo correspondiente al mediodía.  — «Buenos días, señores. ¡Llevo los millones! Me quedan sólo el tres y el siete… Para hoy.» –. La gitanilla mostraba ostensiblemente los décimos para provocar la inconsciente duda condicional del cliente, por lo que no era raro que de una tacada y a modo de efecto dominó vendiese cinco o seis décimos seguidos. Lo realmente complicado, según me dijo en confidencia, era colocar el primero; una vez superado ese inicial escollo, los demás caían por sí solos.  — «Los payos sois muy envidiosos, Leiter.» —. A esas tempranas horas del sábado el bar de mi padre no daba a basto para atender a los desayunos del personal del supermercado y de la Empresa Municipal de Transportes, cuyas cocheras y oficinas centrales estaban a un palmo. La gitanilla, con muy buen criterio, aprovechaba estas corporativas reuniones para ofertar su lúdica mercancía, yéndose de vacío en raras ocasiones. Nunca supimos su verdadero nombre y todos la conocíamos como «la gitanilla», pese a ser una mujer entrada en años, de considerable altura, con un orgulloso garbo y un no menos voluminoso trasero. Muchos clientes desconfiaban de ella, contando peseta a peseta y en su presencia las vueltas por el pago de algún décimo de lotería. Carlos, el mecánico de la EMT, siempre me advertía:  — «¿Te has fijado, Leiter, como la gitanilla nunca se acerca a mí? Antes paraba mucho por mi barrio y nos acabó dando gato por liebre a unos cuantos. Observa cómo me mira de reojo, la muy cabrita… » —. Era del todo cierto: La gitanilla miraba de reojo a Carlos de la misma forma en que yo miraba a su novia, también empleada de la EMT, sin duda, la mujer más guapa que haya pisado nunca el bar de mi padre… A pesar de las advertencias, la gitanilla se sacaba un buen pellizco todos los sábados en el bar, incluyendo el desayuno.  — «Leiter, dame un café en vaso bien calentito y una porra… Mira a ver si tienes la del centro… ¡Vamos, señores! A ver quién me invita hoy al desayuno.» En realidad, nunca se lo tuve que apuntar a cuenta ya que siempre, aunque fuese en el último momento, algún cliente terminaba por pagarlo. Pero el mercadeo de la gitanilla no se basaba exclusivamente en la venta de décimos de lotería, sino que también abarcaba la lectura de manos y su posterior interpretación a los incautos que se prestaban a ello, aspecto para el que decía contar con unas enormes facultades adivinatorias. — «Anda, payo, que por cinco durillos te leo el porvenir en la mano… ¡Ya puedo ver cómo te miran los ojos de una morena que está loca de amor por ti!» –. Los habituales no le hacían ni caso pero pobre de aquel inocente que se dejase llevar por los proféticos manejos de la gitanilla. Una mañana, ya despejado el bar de las numerosas tandas de desayunos, la gitanilla advirtió de la presencia de una joven pareja de turistas extranjeros que estaban tomando un café alrededor de una de las mesas.  — «Déjalos en paz, gitanilla» — Le sugerí — «Son alemanes y no te van a entender ni una palabra.» —. La gitanilla, lejos de calmar sus pretensiones, se animó aún más.  — «¡Huy, de Alemania! ¡Si allí tengo yo unos primos que viven en París!» —. El chico, quién parecía entender un poco el castellano, accedió amablemente a la petición de lectura predictiva de manos previo pago de diez duros (Tarifa para extranjeros).  — «¿Esta es tu novia, no? Mira qué guapa es y que ojazos azules tiene… Pero… A ver… ¡Huy, huy, huy, lo que estoy leyendo! Aquí te sale una morena que te está mirando con los ojos enamorados… Anda, dame otros diez duros, que aquí hay mucho por leer… » –. Hasta quinientas pesetas le sacó la gitanilla a esa pareja de teutones quienes, contra lo que uno pudiera imaginar, salieron muy felices y contentos del bar con las predicciones de la gitanilla. Al día siguiente volvieron y me preguntaron que por qué no había acudido la gitanilla…  Una gélida mañana de invierno, en víspera de Navidades, le compré un décimo extraordinario a la gitanilla y, de paso, le serví un nuevo café.  — «Gracias, Leiter, prenda mía… ¡Déjame la mano un momento, que a ti te la leo gratis!… Hum… Ahora veo que no tienes novia, pero… Aquí leo que una morena te está mirando con ojos de enamorada y… « –. Creo que, aunque tardó mucho en cumplirse, en esta ocasión la gitana acertó en sus profecías.

 Determinados clientes eran reacios a comprar lotería a la gitanilla por un motivo bien sencillo: Si los números que ella vendía eran posteriormente agraciados con algún premio menor, circunstancia que se repetía con cierta frecuencia, la gitanilla no dudaba en exigir una comisión de las ganancias.  — «Anda, payo, que la semana pasada te vendí el siete y ha tocado a duro la peseta. ¿Qué menos que me des cinco duros de propinilla? ¡Mira, que tengo ocho criaturas que alimentar!» –. Según me contaron, en una ocasión la gitanilla vendió unos décimos que posteriormente resultaron beneficiados con el segundo premio, una cantidad nada despreciable de dinero. La gitanilla fue pidiendo la propina a todos aquellos afortunados (Esta mujer tenía una memoria comercial infalible) y, quién más y quién menos, le obsequió con algún que otro billete de mil pesetas. Pero un individuo se negó en rotundo y no quiso saber nada de comisiones post premio. Dicen que la gitanilla se presentó una mañana en el bar por donde solía parar aquel tipo con su marido, unos primos, no menos cuñados y sus ocho churumbeles. Cuentan que, al final, el buen hombre acabó tirando de cartera… Fue en aquellas mismas navidades cuando el azar quiso premiar con el reintegro a los numerosos décimos que la gitanilla había vendido para el sorteo extraordinario de esas fechas. Esa mañana de sábado, con cierto ambiente festivo propio de las fechas, la gitanilla hizo su particular agosto canjeando casi todos los décimos premiados por otros tantos correspondientes para el próximo sorteo, el conocido como el de El Niño. De pronto, uno de los mozos del economato entró en el bar portando una vieja y acartonada guitarra española.  — «¡Leiter, pon una ronda de chispazos, que estamos en Navidad…!» –. La gitanilla, no queriendo ser de menos, se auto incluyó en la generosa ronda.  — «A mí de anís, Leiter, que la coñá no me gusta…» –. Los mozos se arrancaron por los villancicos más populares entre los acordes de una guitarra que pedía a gritos una completa afinación. La gitanilla comenzó a batir palmas y se marcó unos bailes aflamencados, levantando la falda y mostrando pícaramente el refajo en numerosas ocasiones, en el peculiar modo bailable gitano. Ciertamente, la danza no acompañaba mucho a la música, pero la gitanilla se fue animando y, con los ojos un tanto brillantes como consecuencia del anís, le requirió al mozo solista:  — «¡Niño, tócate algo de la Perlita!» –. El mozo rasgó las cuerdas y se produjo el milagro: ¡Qué manera de cantar tan potente! Jamás he vuelto a escuchar una interpretación tan magistral del Qué bonita que es mi niña, calcando el timbre de voz de Perlita de Huelva. Luego le siguieron el Amigo conductor, donde bordó con maestría el fandango final, y una serie de villancicos, inéditos para mí, y con letras un tanto extravagantes. Aquel improvisado festejo se interrumpió súbitamente cuando mi padre hizo acto de presencia en el bar.  — «¡Feliz Navidad, don Caesar Imperator!» — Le dijeron a coro los mozos. Mi padre ni se inmutó; mirándome con un rictus muy poco bondadoso, me dijo:  — «Supongo que todo lo que están tomando estos cretinos estará bien apuntado, Leiter…» –.

 Un sábado entró la gitanilla en el bar a unas horas que no eran las habituales suyas. Me solicitó un café y se acomodó en un taburete sin muchos aparentes propósitos de ofrecer lotería a los pocos clientes que en ese momento permanecían en el bar. En un momento en el que nos quedamos a solas, me llamó y me dijo en voz baja:  — «Leiter, esto… Mira, he tenido un problemilla en casa… Y, claro, ahora no sé cómo voy a poder hacer la compra… Y los churumbeles no tienen comida… Y digo yo, ¿No me podrías dejar tres mil pesetillas hasta el sábado que viene?. Ya sabes que yo soy mujer de palabra y que la palabra de un gitano va siempre a misa… Además, sabes que aquí tengo mi clientela y… » –. A juzgar por la sombría expresión de la gitanilla, quién no paraba de llevarse las manos a la cabeza, con los ojos vidriosos al borde del llanto, pensé que era del todo veraz su exposición de motivos y, sacando de por allí y rebuscando por allá, conseguí reunir las tres mil pesetas y se las presté.  — «Gracias, prenda mía. Eres un sol. Bueno, me voy, que mira qué horas son ya. El café me lo apuntas, que también te lo pagaré la semana que viene.» –. Esa misma tarde, Boni me comentó en El Paraíso— «Me parece que la gitanilla me ha tomado el pelo esta mañana. Me contó una historia muy rara y me acabó pidiendo tres mil pesetas. Como yo soy un gilipollas, se las he acabado dando. Me han comentado que también ha ido pidiendo dinero en El Baretu y en El Fernández. El paleto le ha mandado a tomar por el culo… No sé, me huele muy mal el tema.» –. Y le llegó a oler mucho peor cuando yo mismo le confirmé que había sido otro de los requeridos. Llegó el sábado siguiente y la gitanilla no apareció por el barrio. Ni tampoco al otro. Pasaron muchos años y a la gitanilla jamás se la volvió a ver por la calle Alcántara. Recordé lo que me había advertido Carlos, el mecánico de la EMT.  — «Esa mujer no es trigo limpio, créeme.» –.

 Han pasado ya muchos años desde aquel episodio protagonizado por la gitanilla. Recientemente, me encontraba almorzando en El Rescoldo, el bar de mi querido amigo Antonio, en la calle de Padilla, cuando observé que entraba una mujer mayor, con cabellos muy canosos y de rasgos inconfundiblemente agitanados. Comenzó a ofrecer lotería de mesa en mesa. Don Blas, un respetado anciano de la zona, estaba sentado en un taburete, tomándose tranquilamente su vermut. La gitana se le acercó:  — «Anda, esaborío, dame esa mano, que por tres euros te voy a leer el porvenir… Ya puedo ver cómo te miran los ojos de una morena que está loca de amor por ti…» –. Al bueno de don Blas casi le da un soponcio y, con exquisitas maneras, logró desembarazarse de la gitana, quién puso rumbo a mi mesa. Clavó sus ojos en mí, se dio la media vuelta y se largó, sin decirme ni ofrecerme nada. ¡Hay que ver qué memoria selectiva sigue poseyendo la gitanilla! ¡Si yo ya ni me acordaba!