La Calle de las Naciones, enclave de muchos de los hechos aquí relatados

 Era del todo cierto: Tacho era una persona tan exquisitamente educada que a la hora de solicitar un exclusivo whisky de marca en el bar de mi padre apuntaba con el dedo índice de su mano derecha a la botella en cuestión, en un inconsciente gesto de simplificar la tarea localizadora del empleado de turno en aquel maremágnum de extrañas botellas y no menos raros licores que mi padre había dispuesto más allá de la niquelada caja registradora. Amante de las más selectas y caras etiquetas, Tacho no ocultaba su satisfacción al descubrir la nueva remesa de whisky Johnny Walker con distintivo negro que a mi padre le solían traer, por procedimientos un tanto sospechosos, desde Portugal y cuyo exponente más visible presidía orgulloso la doble hilera de aquellas semi desconocidas botellas en las que Tacho se fijaba nada más entrar por el bar. Apenas un lustro mayor que yo, miembro de una más que acomodada familia y sin ninguna prisa por terminar de una vez los estudios universitarios de ingeniería, Tacho exhibía una admirable prudencia y educado comportamiento por cualquiera de los muchos bares y tabernas que frecuentaba a lo largo de la barriada. De indisimulada constitución obesa, las formas generalmente redondeadas de su figura contrastaban con la cuadratura de su cabeza, siempre adornada con una saludable y acogedora sonrisa silenciosa que reforzaba mediante una vistosa papada. Parco en palabras hasta lo estrictamente indispensable, Tacho observaba las improvisadas tertulias de los parroquianos con absoluto mutismo, tan solo rematando las ingeniosas ocurrencias de algún que otro cliente con un magnánimo movimiento de vaivén en su testa acompañado de una enorme sonrisa de labios pegados. Sólo en momentos muy puntuales, mayormente cuando aquellos discursos dialécticos parecían diluirse, Tacho cambiaba su acodada orientación sobre la barra y, agarrando con firmeza el vaso bajo de whisky con hielo, suspiraba un cansino: –¡Aaayyy…!»– de resonancias en absoluto traumáticas sino más bien contemporizantes. Pero aquel contemplativo y pacífico carácter de Tacho delataba una contrastada timidez personal, apreciación que se confirmaba por el simple hecho de que a Tacho siempre se le veía en compañía de su sombra. Fue una calurosa tarde dominical de mayo cuando entablé mi primera conversación con Tacho. Mi padre se había indispuesto repentinamente tras haber dado buena cuenta de una suculenta pierna de cordero asada, por lo que no me quedó otra opción que sustituirle en el bar aunque sólo fuese haciendo acto de presencia en el mismo para atender los posibles requerimientos del empleado de turno, la única persona que aquella tarde se encontraba al frente de la barra debido a la escasa afluencia de clientes que acudían por el bar durante las soporíferas tardes de domingo. Imité a mi padre y me senté alrededor de una mesa del salón principal, leyendo con desgana el suplemento dominical del ABC y deseando que por fin dieran las diez de la noche, hora en la que habitualmente cerrábamos el bar los domingos y fiestas de guardar. Aquella aburrida tarde estaba resultando excesivamente calurosa, por lo que Pablo, el fiel empleado de turno, decidió encender el vetusto aparato de aire acondicionado — aprovechando la ausencia de mi siempre ahorrador padre — luego de entornar las acristaladas puertas de acceso al local. Tacho era el único cliente que se encontraba en el bar en aquellos momentos y, como era norma en él, apuraba su whisky sin soltar palabra y con la mirada un tanto perdida en íntimas y particulares divagaciones. Así de lánguidos y descorazonados estábamos los tres en el bar, imbuidos en una tediosa atmósfera cuyo silencio sólo se veía alterado por la emisión de una corrida de novillos que el televisor mostraba en uno de los dos únicos canales que por entonces se ofertaban, cuando un seco ruido procedente de la calle nos puso a todos en guardia. Algún objeto había impactado sobre las puertas del bar aunque, por fortuna, sin llegar a fracturar o rasgar las mismas. Al levantarme sobresaltado por aquel sonoro impacto y dirigir mi mirada hacia las puertas del bar, observé patidifuso el origen de tal incidencia: Ringo, aquel perro enorme y bobalicón que don Bartolo solía pasear librado de cadena por las callejuelas de la barriada, había intentado acceder al bar, como era su costumbre, sabedor de que allí era recibido con todo tipo de carantoñas y algún que otro terrón de azúcar con que los clientes más conocidos le obsequiaban. Sin embargo, Ringo no advirtió que esa misma mañana mi padre se había entretenido limpiando los cristales y, consecuentemente, no reparó en los mismos. El golpe fue tan brutal que, contemplando al pobre Ringo tumbado en el suelo y sin señal alguna de movimiento, me temí lo peor pese a que no había resto alguno de sangre en las puertas. Justo en ese momento llegó don Bartolo, del todo alarmado por el canino accidente, y con la correa plegada en su mano a modo de fusta. Fue milagroso: A la intempestiva voz de don Bartolo, en absoluto preocupado por la salud del maltrecho perro, el animal volvió en sí de repente y empezó a lamerse una pata como si tal cosa, al tiempo que miraba indisimuladamente hacia mis manos en busca de un caritativo terrón. Ringo se había quedado medio inconsciente como consecuencia del impacto con las puertas, pero ante la amenazadora presencia de su amo, un hombre de rudo carácter, el animal decidió resucitar evitando males mayores.  –«¡No te preocupes, chaval! Si este mamarracho no se muere ni queriendo…¡Ringo! ¡Me cago en tu sangre, cabrón! ¡Cuando yo te diga que te pares, te paras y punto! ¿Entendido?»– Gritó don Bartolo a un asustado perro que trataba de alzar sus ojos en una posición tan humillante como sumisa.  –«¡El puto perro de los cojones este! Se lo compró mi hijo y ahora… Me toca a mí pasearlo»– Tras despedir a Ringo y a don Bartolo, observé como Tacho estaba colorado como un tomate maduro, conteniendo a duras penas un súbito y extremadamente agudo ataque de risa: –¡No me lo puedo creer! ¡Vaya tortazo que se ha dado el perro! ¡Ni se ha enterado de que la puerta estaba cerrada! Ese perro no está bien de la cabeza, ja, ja…»– Pablo, el empleado, contagiado por la hasta entonces inédita risa de Tacho, se dispuso a preparar el segundo whisky mímicamente solicitado por Tacho. Nada más servirlo, y tras advertir un cómplice gesto mío, Pablo añadió: –«A este whisky te invita la casa, Tacho… Bueno, realmente te convida Leiter, el hijo del jefe»– Dos semanas después, Tacho me estaba enseñando la impresionante colección de pintura que albergaba su padre en el domicilio familiar. Aquella no era una simple colección; era un museo en miniatura con obras de altísimo valor artístico y monetario.

 Sin llegar a tener nunca una amistad íntima con Tacho, en poco tiempo supe ganarme su confianza y me aceptó como conocido más que como amigo. De esta guisa, entablábamos cualquier conversación cuando coincidíamos no ya en el bar de mi padre, sino en algún otro local de las proximidades, como La Flor de Galicia o El Rojo. Pronto aprecié que aquel mozo unos años mayor que yo era una persona mucho más tímida y reservada de lo que en un primer momento llegué a imaginar. Nuestras conversaciones acababan invariablemente derivando en un monólogo a pesar de que en ningún momento Tacho mostraba síntomas de fatiga o aburrimiento conmigo. Al contrario, Tacho, de contrastado nivel cultural, disfrutaba de mis explicaciones ante sus previos requerimientos con asuntos relacionados con la música clásica. Se estaba empezando a aficionar en dicha materia e incluso en más de una ocasión le llegué a acompañar a una conocida tienda de discos madrileña ante su insistencia de que le asesorara en materia de versiones: –«¿Las sinfonías de Beethoven…? Empieza con Karajan, Tacho. Más adelante, cuando te resulten familiares, prueba con otras versiones»–  Descubrí que Bach era su compositor predilecto. Pero la verdadera afición de Tacho era la gastronomía, materia en la que era todo un entendido y en donde parecía despojarse de esa inicial timidez dialéctica a la hora de dispensar un apetitoso discurso sobre las virtudes del queso de Idiazábal, de la ternera de Galicia o de una vulgar y simple cebolla: –«Es un alimento tan extraordinario que deberían usar un azadón de oro para sembrarlo»–  El bonachón y pacífico carácter de Tacho fue también admirado por Eduardo el facha y Otto Peter, dos personajes bastante más mayores con los que Tacho y yo sosteníamos una amena tertulia diaria a eso de las dos de la tarde en El Rojo, al ritmo de unas cuantas rondas de cervezas. Mediante aquellas vibrantes conversaciones en donde se hablaba de fútbol, política y mujeres, Eduardo, Otto Peter y yo descubrimos algunos aspectos del modo de pensar de Tacho: Era un apasionado seguidor del Club Atlético Osasuna — quizás por el origen navarro de su familia; un hombre profundamente religioso y de ideas conservadoras; y también un ser con cierta misoginia.  –«Escuchad… Yo tuve una relación muy intensa con una mujer hace años y la cosa acabó muy mal. No quiero volver a saber de mujeres en mucho tiempo. Aquella chica me hizo muchísimo daño…»– A todos nos pareció muy extraña aquella confesada declaración sentimental de Tacho, toda vez que en aquella época no tendría más de 25 años cumplidos. Por lo demás, todos coincidíamos en la inmejorable opinión que teníamos sobre Tacho. Así me lo hizo saber una tarde Eduardo el facha, durante una de aquellas tertulias de la que excepcionalmente se ausentaron Otto Peter y Tacho: –«Entre tú y yo, Leiter: El Otto Peter, aún siendo un buen tipo, es un cabronazo de mucho cuidado. Y vago como una estera. Así le va… Pero, Tacho… ¡Joder, qué tío más prudente y educado! Yo creo que apenas articula palabra para no molestar. ¡A este, cuando se muera, le hacen santo! ¡Te lo digo yo!»– Un par de años después, y al regreso de una de mis escapadas a Viena, a Tacho le traje lo que amablemente me había solicitado antes de mi partida: Una tarta Sacher de las auténticas, nada de vulgares imitaciones, primorosamente envasada en el interior de una caja de madera para resistir los inconvenientes de un viaje. Tacho no ocultó su desbordante satisfacción al recibir el pedido: –«¡Oh, Leiter! ¡Justo lo que quería! Y, además, con ese caja de madera de la que ya me habían hablado y que añadiré a mi particular museo gastronómico… Bien, ahora mismo me dices cuánto he de pagarte por la tarta»–  Miré con sorpresa a Tacho: –«Pero… ¿Qué dices, hombre? Esto es un simple regalo, Tacho. Nada del otro mundo…»–  Tacho extrajo una pequeña libreta de su cazadora beige de entretiempo y comenzó a pasar páginas. Al poco, me preguntó: –«Leiter… ¿Tienes algún compromiso este próximo sábado al mediodía? ¡Estupendo! Bien… El sábado, entonces, quedamos aquí a la una de la tarde y nos vamos tú y yo a comer a La Taberna del Alabardero. Yo invito. Me has hablado muchas veces de ese restaurante y, la verdad, por diversos motivos aún no lo he visitado»– De nada sirvieron mis protestas ante lo que consideré un desproporcionado intento de compensar un simple regalo mío por una comida que, dada la afición de Tacho por los excelentes y caros vinos, saldría de todo menos barata.

 Llegó el sábado y, tras aparcar el Golf de Tacho en las inmediaciones del Teatro Real, nos sentamos junto a una mesa del mencionado restaurante que Tacho había previamente reservado por vía telefónica. Como ya me había imaginado, Tacho no escatimó ni en platos ni en sabrosos caldos, solicitando incluso una segunda y carísima botella de Vega Sicilia para acompañar el suculento tournedó de venado por el que ambos nos habíamos decantado como plato principal. A los postres, y con sendas copas de pacharán en nuestras manos, Tacho me fue narrando una serie de particularidades del todo desconocidas para mí: –«¡Aaayyy, Leiter! No me puedo quejar de nada en la vida… Bueno. Como sabes, aún no he acabado la dichosa carrera de ingeniería… No tengo ninguna motivación… Pero, realmente, ese no es mi mayor problema. Leiter… De ti para mí… Tengo un hermano mayor que está felizmente casado y que tiene ya cuatro niños… Me da envidia, Leiter, te lo juro… No sé cómo explicártelo… Yo no me veo en ese rol… Pero, claro, mi familia… No puedo negarte que tiene una alta posición social y económica, y no te digo esto para presumir, de veras… Y los compromisos… ¡Joder, es que yo no me veo como un padre de familia!»–  En todo momento, Tacho eludió mencionar aquella extraña novia que, al parecer, tuvo años atrás y que le dejó muy marcado. Ante mi insistencia, Tacho comentó: –«Es un tema muy personal, Leiter. Fue una mujer que me causó un gran perjuicio y de la que no quiero ni acordarme… ¡Sí, claro que aún no he cumplido los treinta años! Pero esa mujer me dejó muy marcado… ¡No quiero volver a saber de mujeres en toda mi vida!»–  Quizás animado por el vino y los pacharanes, me atreví a preguntar: –«Tacho, si me lo permites, yo te veo como una persona exquisita, de una educación que ya la quisiera yo para mí, pero… También te veo como un ser un tanto solitario…»– Tacho me interrumpió enérgicamente: –«¿Solitario yo? ¡Qué dices! Tengo una amistad casi fraternal con un antiguo compañero de colegio; ¡Sí, ya sé que nunca te lo he contado! Ocurre que él nunca quiere venir por el barrio… De cualquier manera, Leiter, permíteme que yo también te diga algo: No me gusta nada esa mujer con la que estás tonteando… ¡Hazme caso! Separada… Con una hija pequeña a la que oculta vuestra relación… No tengo nada contra ella, pero… En fin… ¡Aaayyy! Camarero, por favor: Cuando usted pueda me trae la cuenta… Pero antes, sírvanos otros dos pacharanes… Pero, ¿Qué haces, Leiter? ¡Guarda ahora mismo esa cartera si no quieres que me enfade, en serio! ¡Te dije que yo invitaba y no se hable más del asunto! Por cierto, tenías razón: Magnífico restaurante…»–  Tacho tenía tantas ganas de conversar como yo de escucharle… Sin embargo, me apercibí que Tacho estaba últimamente bebiendo más de la cuenta. No me equivoqué en mis pronósticos: Una noche de viernes acudí a El Rojo tras cerrar el bar de mi padre y contemplé como Tacho se encontraba en una solitaria esquina con la cabeza agachada y meneando sin parar un vaso bajo de whisky a medio terminar. Con los ojos totalmente enrojecidos, delatando un evidente estado de embriaguez, Tacho apenas acertó a decirme: –«Leiter… Perdona… Estoy un poco… Un poco bebido»–  Agarré un taburete y me senté a su lado.  –«Esto, si no te importa… ¿Me puedes acompañar luego a abrir el portal de mi casa? Estoy haciendo tiempo, a ver si se duermen mis padres…»– Intenté tranquilizarle: –«Claro, Tacho. No te preocupes. Tacho, últimamente observo que… No sé como decírtelo para que no te enfades conmigo…»–  Tacho me interrumpió dando un sorbo a su vaso de whisky de tal torpe manera que el dorado líquido fue a parar a todos los recovecos posibles de su cuerpo menos a su garganta. –«Sí, Leiter… Tienes razón… ¡No me lo recuerdes! Últimamente me pillo cada cogorza… Es cierto… ¿Sabes una cosa? Si me juras por tu familia que vas a guardar el secreto te contaré algo… Tengo un problema muy gordo, Leiter… Mi madre… Mi madre se está…»– Tacho no pudo terminar la frase a causa de las lágrimas. A duras penas pude sostener su enorme corpulencia hasta llegar al portal en donde se ubicaba la vivienda de sus padres. Unos metros antes de llegar a su destino, Tacho y yo nos dimos de bruces con don Bartolo. Estaba también llorando. –«Mi perro… Acabo de dejarlo en la clínica veterinaria… Le han puesto la inyección. El pobre ya no veía ni oía… ¡Me cago en mis muertos! ¡Ya me he quedado sin perro!»–  Tacho, sacando fuerzas de donde ya no podía y disimulando su borrachera, le dio un abrazo a un inconsolable don Bartolo. Nunca olvidaré el rostro de aquel hombre tan rudo llorando como una Magdalena…  –«¡Mi perro, mi perro! ¡Ya me he quedado sin perro!»

 No había transcurrido un mes desde aquel triste episodio protagonizado por Tacho en El Rojo cuando Eduardo el facha, Otto Peter y yo nos encontramos en el mismo portal firmando un solemne libro de condolencias. La madre de Tacho había fallecido esa misma mañana a causa de una larga — aunque en este caso resultó más bien breve — y penosa enfermedad. No vimos a Tacho y, en consecuencia, no pudimos transmitirle personalmente nuestro pésame. Poco tiempo después, Otto Peter entró en mi bar y, luego de pedirme algo de dinero prestado, me contó: –«¿No te has enterado de lo que sucedió anoche en El Rojo? Tacho sufrió un repentino colapso y tuvieron que llevárselo en una ambulancia. Al parecer, iba un poco bebido…»–  Como con tantos clientes y amigos me hubo de suceder, el cierre definitivo del bar también supuso la paralela clausura de relación con aquellos. Nunca más volví a saber nada de Tacho y, desgraciadamente, con el paso de los años su recuerdo se me fue diluyendo de la mente. Una década después, coincidiendo con mi vuelta a la impenitente Calle de Alcántara, alguien llamó a mi atención mientras me encontraba tranquilamente paseando una mañana de primavera: –«¡Leiter! ¿Qué es de tu vida, hombre? Me han comentado que has vuelto por el barrio… ¡Ya no te acuerdas de mí! Yo era la asistenta que trabajaba en el domicilio de los padres de Tacho… Él te apreciaba mucho y siempre estaba hablando de ti… ¡Ah! Pero… ¿No sabes que…? Tacho murió hace tres años… En el Hospital de Navarra… Cáncer de hígado… No levantó cabeza desde que falleció su madre… Algunas mañanas, cuando limpiaba su habitación, me encontraba con una botella de whisky empezada debajo de la cama… ¡Pobrecillo mi Tacho! Se pasaba las noches enteras escuchando esa música tan rara… La música del Beethoven ese… En fin, tú ya me entiendes lo que quiero decir…»

 Cuentan que en una remota galaxia del universo, los ángeles que cuidan la huerta celestial andan un tanto sorprendidos por las ocurrencias de un señor muy obeso que apenas habla aunque nunca oculta una amplia y sincera sonrisa: –«¡Hacedme caso! Debéis utilizar una azada de oro para plantar las cebollas… ¡Si aquí abunda el oro! Nada, mamá. Como si estuvieran sordos… ¡Aaayyy!»

 Con este RETRATO clausuramos definitivamente esta categoría del blog. A continuación, y en orden cronológico, publicamos el índice de entradas en esta categoría.

El taxista más sabio de Madrid – 31 marzo 2008

Murillo, homo sapiens matritensis – 1 abril 2008

Las extrañas modulaciones de Carlitos, el bueno – 3 abril 2008

Don Luis: Una decadencia irreversible – 10 abril 2008

Fustel: Verdades como puños – 15 abril 2008

Xosé: Al filo de la baraja – 22 abril 2008

Paco, el faché gomuá – 29 abril 2008

Campos, un ser polivalente – 6 mayo 2008

¡Ay, Carmela! – 13 mayo 2008

Ramón: Siempre a la verita tuya – 20 mayo 2008

El glamour de la señorita Trini – 27 mayo 2008

Rafa ó Piedra – 3 junio 2008

Zé, saudade do Brasil – 10 junio 2008

Los picantes guisos de doña Lola, la portera – 17 junio 2008

Le llamaban Castellanito – 24 junio 2008

El tío Federico: Pasión por el Real Madrid – 1 julio 2008

Conrado, el lotero – 8 julio 2008

Quintín, un hombre muy sobrado – 15 julio 2008

José, el gerente más temible – 22 julio 2008

Vamos a ver si Alejandro… – 29 julio 2008

Antonio, el Chaparrito – 5 agosto 2008

Remigio, la esponja humana – 12 agosto 2008

Germán y los planos del tesoro – 7 octubre 2008

Don Fidel: Variantes y altramuces – 21 octubre 2008

Pascualín, la cabra, la burra y la borrica – 4 noviembre 2008

Neus: La falsa moneda – 18 noviembre 2008

Los múltiples apaños de Otto Peter – 2 diciembre 2008

Las profecías de la gitanilla – 23 diciembre 2008

Julio «Proy», un luchador de profesión – 20 enero 2009

Los Paletos, unos hermanos ciertamente inseparables – 10 febrero 2009

El profesor Neftalí – 10 marzo 2009

La azarosa vida de Pepe, el torero – 21 abril 2009

Don Caesar Imperator Pater Leitaeris – 26 mayo 2009

El reverso tenebroso de Conchita – 16 junio 2009

Los metafísicos monólogos de Antonio – 21 julio 2009

Las bienaventuranzas de Alfonso – 6 octubre 2009

Miguel, el «Goyas» – 3 noviembre 2009

La perversa sonrisa de Ángela – 1 diciembre 2009

Corchero, el hombre tranquilo – 2 febrero 2010

Willy, el americano – 2 marzo 2010

Juan, el Mayoral – 6 abril 2010

El impenitente casticismo del señor Olavide – 4 mayo 2010

¡Un millón de gracias por vuestros comentarios en esta sección!