Jamás le fue posible pasar inadvertido en su triste deambular por las callejuelas del noble barrio. Aquel extraño ser provocaba la hilaridad en muchos, el sentimiento entrañable de los menos y la absoluta perplejidad de todos. Con apenas metro y medio de estatura, el aspecto simiesco de su rostro, acentuado por el acusado prognatismo de sus cuencas orbitales, no suponía impedimento para ataviarse con el mismo traje de rayas marino y una corbata encarnada repleta de lamparones que olían a tinto con gaseosa. Murillo era el desventurado bufón que animaba las tertulias de una clientela inmisericorde y ajena a las patéticas aberraciones que, a veces, experimenta la condición humana. Hasta Paco, el taxista, declaraba con rotundidad que Murillo confirmaba todas las tesis darwinianas.

 Por unos chatos de vino y haciéndose de rogar, con la gravedad típica de los que se sienten iluminados, Murillo comenzaba a recitar el mismo poema de siempre, una elegía de inspiración propia sobre las virtudes de la tortilla de patatas y que culminaba con el suntuoso ripio de «Ay, mi tortillita, tortillé; Dámela, que me la quiero comer.» Luego, si caía algún chatillo más, proseguía su actuación con la interpretación de la llamada «danza del alacrán», pieza que intercalaba recitativos con algún episodio bailable y que requería de la eventual participación de una clientela entusiasmada. Tal repercusión alcanzaron estos derroches artísticos que un conocido programa televisivo de la época solicitó sus servicios aunque la verdad es que no pasó de ocupar la fila de los atónitos invitados. Pero aquel hecho supuso una nueva fuente en el anecdotario de este pobre hombre que, sumido en sus propios y más que justificables delirios, no paró de relatarnos su noviazgo con «La Bombi» o sus inminentes giras por América, en avión y con hoteles cuyas habitaciones tenían hasta baño propio. Cada día que pasaba se auto convencía más de estas oníricas fabulaciones, espoleado por los clientes con menos escrúpulos.

 Ya entrada la noche, con los cierres del bar a medio bajar, Murillo se acodaba en la esquina más oculta del local y exhibía en su indescriptible rostro las consecuencias de toda la fárraga anterior, con evidentes síntomas de embriaguez y luchando por mantener abiertos sus ojos mientras expulsaba el humo del cigarrillo sin despegar las mandíbulas. –«Espabila, Murillo, que nos vamos»– Y, poco a poco, se iba incorporando no sin los desequilibrios propios que sólo los borrachos saben negociar. Con las solitarias brisas de la madrugada, la figura de Murillo se empequeñecía aún más por las aceras de la calle Alcántara, en un viaje que jamás hubo de conducirle, por desgracia, a Nueva York.