Sobradas pruebas de lealtad había otorgado ya el adinerado pretendiente de una Celia veinteañera y casi recién llegada de su Tánger natal como para negarse al plan propuesto por el galán aquella tarde y que consistía en visitar un pueblo fantasma, abandonado en una ladera de muy difícil acceso en las proximidades de El Rincón de la Victoria. Tras unos kilómetros por unos parajes inhóspitos, el Jaguar enfiló un sendero de sinuosas y mareantes curvas ascendentes. Y allí, en plena cumbre, se encontraron con la cinematográfica estampa de un poblado misteriosamente abandonado, con muchas de las puertas de acceso entreabiertas, así como las ventanas donde aún eran visibles las cortinillas floreadas y mecidas por el viento. — «Pero, ¡Si hasta el menaje de la cocina está intacto!» — Exclamó Celia, atreviéndose a traspasar el umbral de una casita baja.  — » Sí» — Afirmó el pretendiente — «Casi nadie conoce, o mejor dicho, quiere conocer este sitio; además de su difícil acceso, existe una leyenda que circula entre un reducido grupo de ancianos en Málaga sobre una serie de extraños fenómenos que han tenido aquí lugar… Pero, vamos, no te asustes. Ya sabes que todo eso es producto de la fantasía. Como has podido ver, este pueblo está en el quinto infierno y mucha gente ha oído hablar de él, pero casi nadie conoce su ubicación. De ahí vienen las fábulas esas que… » —  «A mí no me asustan esas cosas» — Le interrumpió Celia.

 No llevarían más de diez minutos en aquel fantasmagórico lugar cuando, de pronto, a Celia se le cambió la expresión inicial de sorpresa por otra menos amable: — «Me está entrando frío. Vayámonos»–   «¿Cómo?» — Respondió un tanto extrañado el pretendiente  — «Si hace un bochorno propio de tormenta y apenas corre una leve brisilla… —  –«Te he dicho que me está entrando frío; vámonos de aquí ahora mismo, vayámonos ya» — Replicó Celia alzando la voz. Y ante la insistencia, no le quedó más remedio al galán que encaminarse hacia el coche para salir de aquel misterioso enclave. Ya dentro del vehículo, y ante el cuarto intento de poner en contacto el motor, Celia pregunto: — «¿Qué pasa? ¿Por qué no arrancas?» —  La cara del joven empezó a mostrar una preocupación adornada con imaginarios signos de interrogación.  — «No entiendo por qué no arranca. La batería está nueva y no me aparece señal alguna de avería… ¿Por qué demonios…? Espera, voy a levantar el capó.» — Pero ni una rápida inspección a las tripas motrices del coche dió con el origen de su negativa a funcionar.  — «Joder, y ahora, ¿Qué hacemos?. Voy a tener que bajar andando hasta el pueblo más cercano para telefonear y que nos manden una grúa. Tú quédate por si…» —  — «¡Ni hablar! Yo voy contigo. Yo aquí sola no me quedo» –– Interrumpió Celia.  — «Pero, ¿No decías que no tienes miedo? Mira, Celia, iré lo más rápido que pueda y…» — — «Que no, te he dicho. Miedo no tengo, pero aquí sola no me quedo. Vámonos ya, por el amor de Dios» — Y tanto insistió Celia que el joven tuvo que claudicar y juntos comenzaron el penoso descenso por aquellas veredas tan apartadas. A punto ya de anochecer, llegaron a un bar de carretera y allí iniciaron las gestiones telefónicas para avisar a una grúa que viniese a retirar el abandonado coche. No pocas dificultades pusieron los encargados del taller para rechazar las peticiones del ya enfadado joven: Que si era ya muy de noche, que si la grúa no estaba aún disponible, que no tenían personal a esas horas… Hasta que, tras los generosos ofrecimientos económicos del galán, el encargado del taller le contestó: — «Escuche usted. Le voy a decir la verdad. A ese sitio no subo yo ni borracho. Ese pueblo está embrujado y yo tengo familia a la que alimentar… » —  Pero está visto y comprobado que hasta los temores más irracionales se diluyen ente la posibilidad de pingües e inesperados beneficios puntuales. Y así, tras el enésimo ofrecimiento del pretendiente, económicamente irrechazable, el encargado del taller prometió acudir en su auxilio a mayor brevedad posible, al tiempo que maldecía su «inexplicable» infortunio.

 Efectivamente, no pasaron más de veinte minutos cuando el camión-grúa asomó entre los ventanales de aquel bar de carretera. Armados de valor, el pretendiente y el operario de la grúa fueron al encuentro del abandonado Jaguar en el también abandonado pueblo. Mientras, Celia permaneció en el bar y aprovechó para reponer fuerzas merced a una apetitosa fuente de «pescaíto frito». Pasada la medianoche, por fin llegaron el galán y el operario con el pobre Jaguar encadenado al camión y con unos rostros que denotaban más miedo que vergüenza. — «Bueno, cariño; se acabó la pesadilla. Este buen hombre se va a llevar el coche al taller para observar detenidamente mañana por qué motivo no arranca. Allí arriba no ha apreciado nada anormal en el motor o en la batería, pero el maldito coche sigue negándose a funcionar. Así que…» —  — «Intenta arrancarlo ahora» — Le cortó una sonriente Celia.  — «Vamos, cariño, que este señor tiene mucho trabajo mañana y ya es muy tarde… » —  — «Por favor, hazme caso. Inténtalo ahora de nuevo» — Dijo Celia con una seguridad impropia de una chica de apenas veinte años. Ante la insistencia, el joven subió un tanto malhumorado al Jaguar. Introdujo la llave de contacto y… El inconfundible sonido de un motor de ocho cilindros en V rasgó el nocturno silencio de la serranía malagueña.