Bien puede afirmarse que la sobremesa de aquel 26 de mayo no estaba resultando especialmente distinta de no ser por el hecho de que mi padre estaba agonizando en la fría sala de un hospital. Me encontraba en el apartamento de la calle Montesa, voluntario exilio para causas perdidas, con la reflexiva soledad que me inspiraba tal situación. Sentado, frente a un viejo magnetofón que reproducía una variopinta antología de la copla, fumaba y pensaba, por este orden, sobre la inmensa paradoja que define al ser humano: Nacer para morir. La relación con mi padre no había sido todo lo sencilla que de tal vinculación hubiera podido desprenderse. Un enorme abismo se interpuso entre nosotros a medida que yo fui creciendo y tomando conciencia de mí mismo. Yo entendía que él no soportaba mi arrogante juventud y, por mi parte, nunca fui capaz de asimilar sus rudas formas de expresión. Nos fuimos separando sin remedio. Pero lo más curioso es que supimos conservar un extraño y poderoso hilo de mutua atracción que en los peores momentos servía para apuntalar nuestra más que deteriorada relación. Jamás me negó un consejo, un apoyo o una explicación a mi requerimiento, pero me reventaba el tener que soportar esos mismos consejos cuando no eran expresamente solicitados por mí. Yo sabía — y nunca lo puse en duda — que me adoraba. Pero mi padre jamás tuvo el alma de poeta y yo, por otra parte, no supe asimilar la suficiente madurez como para reorientar una relación que se desvanecía entre nebulosos signos de interrogación. Y, por supuesto, con mi padre nunca me faltó de nada. Al contrario.

 Siempre he sido un maniático de los relojes y, por extensión, de cualquier artilugio capaz de medir los tiempos. Quizás sea debido a una autoprotección que me confiero, sabedor de mi facilidad para sumergirme de lleno en un océano de fantasiosas realidades; o quizás, también, por esa persistente soledad que tiene a bien acompañarme en los momentos más trascendentales de mi vida. Sea lo que fuere, siempre he procurado llegar puntual a las citas que el devenir me depara y, por lo tanto, suelo disponer de muchos relojes con capacidad de alarma para no dormirme en unos imaginarios laureles. En mi menudísimo habitáculo de la calle Montesa hasta cinco relojes distintos, sincronizados al segundo por medio de las emisoras radiofónicas, coadyuvaban a mi solícita ansiedad cronológica. Pero de entre todos ellos, uno de color rojo con caracteres chinos era mi preferido. Aquel reloj era el concertino de mi peculiar orquesta de cámara; el que servía de referencia a todos los demás. La consideración que tenía con aquel reloj llegaba hasta el extremo de haberle adosado en la cara posterior una minúscula tira de papel autoadhesivo donde anotaba la fecha de colocación de las últimas pilas y la futura fecha del necesario recambio. Aquel reloj nunca fallaba, ni un segundo llegó a atrasarse o adelantarse en todos los años que lo había tenido. Y orgulloso presidía, desde la más alta estantería, mi humilde morada.

 Esperaba la fría llamada anunciando el fatal desenlace. No había opciones. De esa tarde no pasaba. El cuadro clínico de mi padre presentaba tantas complicaciones que cualquier leve mejoría de algún factor conllevaba la inmediata precipitación negativa de otro. El cansancio acumulado de muchas jornadas donde se mezclaron las obligaciones laborales y estudiantiles con las meramente familiares, unido al ceremonioso whisky que nunca me abandona en los momentos más íntimos, me provocó una irresistible somnolencia que desembocó en cerrado sueño entre los ambientales acordes de «La farsa monea» en versión de Estrellita Castro… El chirriante y machacón tono del teléfono góndola me sobresaltó. Me incorporé nervioso de la silla que había hecho las veces de cuna y alcé la mirada al reloj chino en un acto reflejo previo a descolgar el molesto teléfono.  — «Las seis y once…» — Pensé.  — «Leiter… Se acabó. Papá acaba de fallecer.» –.  En esos momentos donde un blanco inmaculado inunda por completo la mente procedí a encender un nuevo cigarrillo, al tiempo que volvía a sentarme en la silla. Me mantuve un buen rato con la mirada perdida, dirigida hacia ningún punto concreto del suelo de mi arrendado apartamento. Una vez aplastada la colilla en un rebosante cenicero, me incorporé de nuevo y volví a echar un vistazo a mi reloj… ¡ No podía ser !  Seguía señalando las 18.11. Mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé que le faltaba la tapa donde se alojaba la pila y ésta se encontraba ligeramente desencajada de su correcta posición. Nunca, por más que rebusqué durante los días posteriores, conseguí encontrar la tapa. Un extraño caso de sublimación como consecuencia de las temperaturas cuasi veraniegas de finales de mayo…

 Ya en el hospital, solicité una copia del acta de defunción: PARTE DE DEFUNCIÓN DE DON CAESAR IMPERATOR PATER LEITAERIS, FALLECIDO A LAS 18.11 HORAS DEL DÍA 26 DE MAYO DE…