Cuando uno veía caminar a Rafa a lo largo de la calle Alcántara parecía como si de pronto se visionase una vieja cinta de los años veinte donde toda la acción transcurría de un modo peculiarmente acelerado. Rafa, más que caminar, corría, propiamente dicho, con unos andares que se asemejaban al paso ligero de la Legión. Menudo de estatura, raquítico, con unas gafas redondeadas que le conferían un falso aspecto de intelectual, una eterna americana multiparcheada color beige y portando siempre un ejemplar doblado de «Pueblo» ó «As» bajo su brazo derecho, Rafa sobrevivía a duras penas ejerciendo de improvisado recadero por los numerosos bares y locales de alterne de la calle Alcántara y aledaños. Con vino tinto de Valdepeñas como perfume personal, Rafa se acodaba en los rincones de las tabernas a la espera de algún mandao que le reportase alguna propinilla, ya fuera en moneda o especie. Cuando los bares cerraban, acudía a los locales de alterne y luego… Sabe Dios dónde. Rafa era conocido en todo el barrio e incluso se le permitía el acceso en los sitios más lujosos, pese a su desaliñado aspecto, sabiendo como se sabía que era un tío pacífico y nada pendenciero, además de potencialmente útil. Le llamaban «Piedra» por el único defecto de prolongar las conversaciones hasta más allá de lo meramente razonable. Había que santiguarse si, desprevenido uno, te pillaba de sopetón y se sentaba a tu lado. No quedaba entonces más remedio que el soportar un interminable monólogo — generalmente de fútbol, su pasión — y con el añadido de que resultaba del todo incomprensible su discurso debido a la extraña manía que tenía de estar siempre masticando panchitos, cacahuetes y otro tipo de frutos secos que puntualmente extraía de los bolsillos de su roñosa americana, envueltos en montoncitos de papel servilleta. Y, claro, conociendo sus penurias económicas, no quedaba otra alternativa que rascarse el bolsillo y convidarle. Decía que sólo le gustaba el vino pero siempre solicitaba la misma consumición que su infeliz interlocutor estuviese tomando. Y no parecía ser un experto en la materia, toda vez que cuando veía mi vaso de tubo con whisky y hielo, requería del camarero:  — «Oye, tú; ponme un gin-tonic de esos, como el que se está tomando Leiter» —

  Pero Rafa, pese a su penosa y solitaria situación personal, tenía el orgullo propio de alguien muy cargado ya en años. Una noche me lo encontré dando vueltas en los sótanos de acceso al Joc. Me saludó con sospechosa efusividad y luego de recordarme la gran amistad que siempre le había unido con mi padre (???) comenzó a hurgarse en los bolsillos de la americana y empezó a extraer de la misma los referidos panchitos, bolsas empezadas de Kikos, imperdibles, billetes de Metro usados, calendarios con el escudo del Real Madrid (Los más inocentes), un capuchón mordido de bolígrafo Bic… Entendí. Aquella noche el Joc ponía a disposición de la clientela el jamón que nadie reclamó en la rifa de Navidad, con un cuchillo a modo de «sírvase usted mismo» y con el único requisito de consumir algún combinado para activar tal facultad degustativa. Una vez los dos dentro del local, Rafa se envalentonó y adquirió esa pose de soberbia que adoptaba en los momentos ceremoniosos.  — «Venga, Sebito; ponme un gin-tonic de esos, que me invita mi amigo Leiter» — Solicitaba señalando el whisky con hielo que el bueno de Sebito me estaba sirviendo. Fue visto y no visto. Rafa se acomodó estratégicamente junto al jamón y comenzó a apuntar en el periódico a todo aquel que se autoservía, excepto él mismo, para llevar un riguroso control y que nadie abusara. Muchas veces me miraba para a continuación dirigirme con la vista hacia el último que había atacado el jamón y, a sus espaldas, hacerme el gesto de llevarse la palma de la mano golpeando repetidamente su mejilla izquierda, al tiempo que negaba con la cabeza y oscilaba reiteradamente la mano derecha. Hasta Sebito se llegó a molestar ante la vigilante actitud apuntativa de Rafa, pero lo cierto es que quién más cató el jamón aquella noche fue el propio Rafa. Y Sebito, un corazón con forma de persona, se emocionó tanto de ver a Rafa zampar a dos carrillos que, de propia iniciativa, sirvió por su cuenta otro gin-tonic de whisky con hielo a un avizorado Rafa.  — «Anda, Piedra, mucho apuntar, mucho apuntar y vas a acabar atragantado. Toma y bebe» —  Cuando de lo que fue un apetitoso jamón ya sólo quedaba un triste hueso que no servía  ni para cocido, Rafa abandonó sus labores de centinela y vino a sentarse junto a mí.

 Una vez que hubo vaciado los platillos sobrantes de panchitos y patatas fritas en los bolsillos de su americana — y luego de haberme yo santiguado — empezó con su estrafalario monólogo. De lo poco que acerté a comprenderle, me enteré de que estaba muy agradecido para con mi tío Federico por haberle gestionado el carnet de socio del Real Madrid. Prometió regalarme un póster de Netzer firmado por el propio jugador y juró invitarme a una sangría en un pequeño local de Lavapiés cuando las fiestas de San Cayetano. (No quiero imaginarme cómo sería el local, conociendo a Rafa). Retornaba a lo de la gran amistad que le unía con mi padre cuando por una de las puertas del Joc, ya escasamente concurrido a esas horas, se vislumbró la figura de Paco, el taxista. Como un resorte, Sebito se fue para nosotros:   — «Vamos, Piedra. Vete a que te den cambio en monedas, que viene Paco, el taxista…» —

 Han pasado ya muchos años y desde que me instalé de nuevo en la calle Alcántara no he vuelto a saber nada de Rafa «Piedra». Es posible que ya no esté entre nosotros, por elemental ley natural de vida. Pero estoy seguro de que, en algún remoto lugar del universo, le estará dando el tostonazo a cualquier arcángel, masticando panchitos a la velocidad de una ardilla y orgulloso por los dos últimos títulos ligueros del Real Madrid.