Sobre el cuerpo y la belleza

Historias sobre el cuerpo y la belleza

No hará dos semanas que me encontré con una antigua amiga, y se me vino a la cabeza el cuerpo y la belleza que, por circunstancias de la vida, no veía desde hacía un más de lustro. Clara nunca fue una mujer de esas que consiguen que los hombres cambiemos la orientación de nuestras miradas de cruzarnos casualmente por la calles.

Con unos problemas cutáneos que salpicaban su cara con toda una suerte de molestos y antiestéticos corpúsculos, sumados a un descuidado de por sí aspecto personal, Clara siempre fue una estupenda chica que escribía poemas en sus solitarias noches, que gustaba de escuchar la brumosa música de Brahms y que, con preocupante frecuencia, caía en unos estados melancólico-depresivos que la postergaban varios días en cama, enfadada con el mundo y con su presuntamente irremediable desventura. Según me confesó en repetidas ocasiones, Clara soñaba desde niña con fundar una larga y numerosa familia, subrayando así su amor por la pedagogía y la docencia, sus dos pasiones académicas. Pero, desgraciadamente, sus evidentes problemas físicos daban al traste con todas sus aspiraciones de conocer varón para tal menester, al menos, de la manera en que ella siempre soñó, muy en el tono de leyendas exóticas y príncipes azules.

Lamentablemente, los años fueron pasando y Clara no acababa de cristalizar una relación estable. Tuvo algunos romances, pero una maldición parecía presidir todas y cada una de sus relaciones, ya que los pretendidos con los que ella soñaba, no le hacían ni caso; y, por contra, sus pretendientes, no parecían ser del gusto de Clara. Ella siempre fue un tanto rebelde y prejuiciosa… ¡Jamás pude imaginar que la persona con la que me reencontré el otro día fuese Clara! ¡Estaba físicamente reconvertida! Ella se percató de mi extrañeza y me dijo:  — «Leiter, ¿A que estoy guapa? Una amiga me recomendó acudir a un salón de belleza allí en mi barrio, en Moratalaz, y te puedo decir que mi vida ha cambiado…» —

Siempre he sido un declarado enemigo de esas personas que, inconformes con los aspectos físicos que la naturaleza ha tenido a bien en dotarles, acuden a centros clínicos, utilizan complicados equipos estéticos, y todo para solventar unas carencias que, en la mayoría de los casos y paradójicamente, sólo ven ellas mismas. Pero el caso de Clara me ha hecho replantear este inicial concepto mío, todo por el hecho de observar que el cambio que produce en una persona no se ciñe sólo y exclusivamente a aspectos físicos, sino también a una reordenación de sus planteamientos psico-afectivos.

Clara había conseguido, y esto es lo más importante de esta cuestión, sentirse por primera vez en la vida «gustada» y «deseada» y ello coadyuvó en un cambio de carácter, pasando de ser una mujer que se enfrentaba a la defensiva en sus relaciones sociales a saber llevar la iniciativa y, sobre todo, poder elegir entre las nuevas y diferentes disyuntivas que ahora la vida parece querer otorgarla.

Cierto es que existen personas absolutamente obsesionadas con el ideal de belleza, cuyos testimonios, en ocasiones, resultan del todo patéticos, por insustanciales y superfluos. Recuerdo a una artista — por ser amable con mi definición — que se vanagloriaba públicamente de las veintitantas operaciones de cirugía estética a las que se había sometido. Esto me parece una auténtica barbaridad y denota, no ya una enfermiza obsesión ante un ideal estético que probablemente dicha artista nunca alcanzará, sino un verdadero ultraje a la propia personalidad de la interesada.

Una cosa es querer mejorar nuestro aspecto para poder sentirnos mejor consigo mismos, con en el caso de Clara, y otra bien distinta es caer en afán de pretendida y constante superación estética que roza, como toda obsesión descontrolada, el marco de lo pura y elementalmente esquizofrénico. Es más, la naturalidad puede admitir retoques, como los que en ese «milagroso» salón de belleza hicieron con Clara, pero se pierde por completo si de ahí caemos en la obstinación por alcanzar una perfección ideal que, como su complemento indica, no es posible lograr nunca en el mundo material en que vivimos y nos movemos. Al menos, Platón así lo pensaba.

Hace algunos meses que dieron por un canal de televisión una serie de episodios que relataban las peripecias de unas mujeres poco agraciadas, como Clara, que se sometían voluntariamente a los consejos de reputados y reconocidos esteticistas.

Comparar la apariencia con la que entraban las tristes mujeres con el resultado final, irreprochablemente atractivas, era una curiosa forma de apercibirse de que todos aquellos retoques, no puras cirugías, que sirven para resaltar algo tan precioso y poético como es la inigualable belleza femenina no son ya meramente contingentes, sino incluso necesarios. Lo más importante de un ser humano es su propia forma de ser y eso no nos lo van a arreglar en ningún centro estético, pero si es posible que, a determinadas personas muy negativamente influenciadas por sus escasos recursos físicos –aún sabiendo que la belleza es un concepto meramente subjetivo — el hecho de sentirse más guapas les puede ayudar a mejorar tanto su forma de ser como su capacidad de autoestima. Y esto es un asunto muy trascendental; al menos, yo lo he podido felizmente observar en mi amiga Clara.