sierra-del-guadarrama

 El primer semestre de aquel año había resultado especialmente duro para mí, no ya en el aspecto profesional, sino más bien en el ámbito estrictamente personal e íntimo. Hasta entonces, yo era de ese tipo de personas a quienes les cuesta asumir cualquier derrota o fracaso en el transcurso del devenir existencial y por esta circunstancia no terminaba por asimilar del todo en mis pensamientos que algo tan sencillo como las relaciones que envuelven a los seres humanos son, en ocasiones, como un azaroso juego de tómbola en donde un simple paso de casilla en la ruleta de los acontecimientos provoca que la hasta entonces aparente y apañada felicidad personal se transforme en una horrorosa pesadilla que parece no tener fin. Estaba tan seguro y convencido de todo cuanto me rodeaba que aquella inesperada ruptura, insistentemente profetizada por quienes inicialmente consideré como enemigos, provocó tal convulsión espiritual en mi vida interior que durante casi un par de años no acerté a vislumbrar un simple atisbo de luz en el negro túnel sentimental en el que me veía atrapado. De un período inicial caracterizado por las soledades compartidas con el whisky durante los inacabables y melancólicos fines de semana pasé a un segundo estadio donde, afortunadamente, la ingesta alcohólica disminuyó en beneficio de la eterna búsqueda de algún alma misericordiosa que suplantase a quien con su ausencia había cimentado el abismo sentimental en el que me veía envuelto. Sin embargo, cuando la cabeza de uno no está en el sitio adecuado es bastante difícil llegar a buen término cualquier tentativa de esta índole, mayormente porque uno trata en vano de reflejar el recuerdo de la ausencia en la novedosa y estimulante aparición. De esta fase pasé a una tercera consecuentemente definida por la reflexión interior que desemboca en una viciada subestimación que llega incluso a salpicar cualquier ámbito de tu trayectoria vital. Es entonces cuando uno decide ponerse al amparo de unos supuestos especialistas médicos que no paran de recetarte pastillas ansiolíticas para contrarrestar la anímica y reactiva depresión. De esta manera, y siguiendo las prescripciones facultativas, por las noches solía retirarme a dormir estando ya insólitamente dormido y casi anestesiado por unos fármacos que me salían por un ojo de la cara y que además tenían efectos colaterales sobre aquellas capacidades físicas que paradójicamente también suelen estar relacionadas con lo afectivo. Aunque esta difícil circunstancia, dada mi soledad de entonces, tampoco me preocupaba en exceso. Al final, opté voluntariamente por regresar a las formalidades de mi primera terapia aunque, eso sí, economizando el whisky de los sábados de manera recurrente y en absoluto como condición necesaria. Observé una leve mejoría espiritual felizmente acompañada por el florido despertar de ese apéndice físico y telescópico al que todos los hombres consideramos de capital importancia y que se había aletargado por efecto de los fármacos. Pero, desgraciadamente, seguía encontrándome más solo que la una… Poco a poco fui sobreponiéndome de mi depresión aunque, para ser sinceros, seguía percibiendo un enquistado dolor en mi corazón que en ocasiones muy puntuales me provocaba algún que otro cortocircuito emocional sin mayores consecuencias. Así, con la llegada de la primavera, tomé como sana costumbre la de pasear por entre los bulevares de la calle de Juan Bravo, degustando aquel lánguido sol de atardecer que acariciaba con mimo las fachadas de los suntuosos edificios. Aquel comportamiento conseguía relajarme y me llenaba además de una extraña melancolía «positiva» que, lejos de sumirme en la nostalgia, parecía compadecerse de mis soledades afectivas y sentimentales.  –» Debes aprovechar al máximo estos momentos de soledad que estás viviendo. Tal vez, algún día los eches de menos»–  sentía como me gritaba una sorda voz interior. Fue una época donde me encontraba especialmente sensibilizado para la asimilación artística y así, casi todos los sábados por la tarde y aprovechando el buen y primaveral tiempo, nada más almorzar me escapaba hacia el Museo del Prado, estancia donde me tiraba unas cuantas horas en la contemplación de una docena de cuadros, a lo sumo, que previa y mentalmente había seleccionado. A la vuelta, cenaba en el restaurante El Rescoldo de mi amigo Antonio y me distraía viendo el partido de fútbol que puntualmente retransmitían por televisión… ¡Qué demonios! ¡Era un lujo mi soledad!  Hacía todo lo que me daba la gana y no me veía obligado a ir otorgando explicaciones por allí y por allá. Pero aún así, seguía encontrándome solo por las noches y dormía de lado y abrazado a la almohada, en una especie de búsqueda trascendental de alguien que aplacase mis vacíos anímicos.

La casualidad permitió que durante la última semana de mayo de aquel año me encontrase con mi hermano Ludovico el Magnífico en Nürnberg, República Federal de Alemania. Una noche tuvimos la oportunidad de compartir un magnífico codillo asado, unos extraños cuba-libres y una no menos interesante y amena conversación del todo íntima y familiar.  –«¿Cómo lo llevas, Leiter? Mamá está muy preocupada por ti. Dice que te ve más delgado y que se ha enterado de que ya no acudes a la consulta de don Javier… Sabe que estás pasando una mala racha y nos ha pedido a todos los hermanos que te ayudemos en lo posible ¡Y mira tú por dónde vamos a coincidir aquí, en Alemania! ¿Sabes? yo creo que lo que a ti realmente te pasa es que estás enclaustrado en Madrid. Ya no sales a ninguna parte y estás muy contaminado de toxinas urbanas… ¿Qué piensas hacer este verano? ¡Nada, como siempre! Hazme caso, Leiter: Vete unos días con mamá a Guadarrama, al apartamento de la Sierra… Ya sabes que yo me acabo de mudar allí, a una casa que está a tiro de piedra de nuestro apartamento. Escúchame: Durante el mes de julio me voy a tomar al menos quince días libres. Vente, coño, y salimos por ahí a pasear, a montar en bici, a nadar, a tomar copas, a ligar… Conozco a los dueños de un garito donde ofrecen actuaciones en directo. Ya verás, Leiter, la que liamos tú y yo con la guitarra y el piano. Vamos a dejar alucinadas a todas las tías buenas que por allí paran… Anda, dame tu número de teléfono móvil que te llamaré en cuanto mismo vaya para allá»–  Un tanto sorprendido, contesté: –«Ludovico, yo no dispongo de teléfono móvil. Además, ¿Para qué cojones quiero yo un cacharro de esos que ahora se han puesto de moda si todo el que me conoce sabe en dónde encontrarme?»–  Sin embargo, nada más aterrizar de vuelta en Madrid adquirí uno de esos teléfonos celulares que, comparados con los de hoy en día, parecía un auténtico ladrillo con antena extensible. Como casi nunca nadie se dignaba en llamarme, yo daba el número a todos aquellos conocidos o no con quienes me encontraba y, en las pocas ocasiones en que dicho artefacto sonaba, me sentía un ser importante de cara a la galería. (Hemos de tener en cuenta que hace unos trece años, el hecho de poseer un teléfono portátil suponía más bien toda una novedad). Una tarde, en vísperas de julio, mi hermano me llamó: –«Escucha, Leiter. El próximo sábado me tomo un receso de quince días. Te espero por Guadarrama. ¡No me falles!»–  Tras sopesarlo mucho, finalmente me decidí a acompañar a mi madre unos días en el apartamento, llevándome incluso las dos gatas que por entonces tenía y que me otorgaban una inestimable compañía, Mireille y Rebeca. Este aspecto, si bien inicialmente disgustó a mi madre, acabó por ser una de las mejores ideas de toda mi estancia vacacional, ya que mi progenitora se encaprichó con ellas sobremanera, y mucho más desde que descubrió que unos simples animales pueden llegar a ser tus mejores amigos. Nada más llegar a Guadarrama, y a instancias de mi hermano, adquirí una bicicleta de montaña y con la misma le acompañé a lo largo de numerosas rutas que me enseñó por los pedregosos senderos de la hermosa Sierra madrileña, iniciándome en una afición al pedaleo que ha perdurado hasta hoy en día. Las dos primeras noches acompañé a mi hermano a esos locales de copas que estaban tan de moda pero, la verdad sea dicha, ni ligué ni lo intenté. Fue curioso, pero lo que quizás menos me apetecía durante aquellos días era trasnochar… Me marqué, casi de forma inconsciente, un plan de vida vacacional que consistía principalmente en madrugar y salir a hacer kilómetros y kilómetros de bicicleta para posteriormente tirarme un par de horas ejercitándome con la natación en la piscina comunitaria. Paulatinamente, me fui sintiendo en forma y a gusto conmigo mismo, logrando olvidar el trauma que tanto me estaba afectando a nivel psicológico. Lo que inicialmente iba a suponer una visita — prácticamente de cortesía — de una semana de duración se acabó convirtiendo en un verdadero período vacacional de tres semanas, sintiéndome cada día más dichoso y percibiendo con meridiana claridad la diferencia entre llevar una vida urbanamente desordenada e impulsar una alternativa con claros matices deportivos y en el marco saludable de la Sierra madrileña del Guadarrama. A todo ello ayudó mucho el hecho de que mi madre jamás interfiriese en mis decisiones durante aquellos inolvidables días de verano, quizás observando un positivo cambio de actitud a la hora de afrontar mis vivencias. Por su parte, mi hermano Ludovico, viendo que yo desarrollaba mi vida tranquilamente, no me importunó en exceso y apenas volvimos a vernos durante aquellos días de vacaciones. Otro de los remedios que adopté en esos estivales días fue el de la lectura. Por las tardes y hasta bien entrada la madrugada, devoraba libros y libros sin cesar sobre los temas más diversos aunque en ningún caso sobre asuntos relacionados con mi profesión. Antes de cenar, me bajaba al kiosco que estaba instalado junto a la piscina comunitaria y me apretaba un par de buenos gin-tonics que me hacían más fácil la lectura. Casi sin darme cuenta, noté como mis enquistados complejos emocionales se iban diluyendo poco a poco, adquiriendo una mayor autoestima que me servía para irme relacionando socialmente con otros veraneantes que por allí estaban, compartiendo con ellos alguna que otra partida de mus. Fue una tarde-noche de esas, en plena sesión de lectura con gin-tonic incluido, cuando el inconfundible sonido del Motorola me devolvió por unos instantes al mundo real.   –«¿Sí?»–  Contesté adoptando una pose de manifiesta chulería al sentirme observado por el resto de clientes de aquel kiosco, notable síntoma de mi recuperación anímica.

–«Vaya, ¡Qué sorpresa!«– Respondí sorprendido — «No sabía que tuvieras mi número de móvil… ¡Claro! ¡Se lo doy a todo el mundo! ¿Qué te cuentas, guapetona?… Sí, ya… No, yo ahora estoy en la Sierra del Guadarrama… Dado lo que ocurrió la otra noche no esperaba que me llamaras, la verdad… Debiste aburrirte un montón con mis gilipolleces, con el relato de mis putos problemas. Y luego, encima, no se me ocurre otra cosa mejor que intentar besarte junto a la misma puerta de tu casa… ¿Cómo dices?… Ya, te entiendo. Es demasiado pronto para iniciar una relación, claro… Mujer, si te encuentras tan mal coge el coche y vente aquí… ¿Mi madre? Ella pasa de todo; tú no te preocupes por eso… Ya, entiendo… Escucha: Aún tengo intención de quedarme una semana más por aquí pero el sábado tenía previsto bajar a Madrid para arreglar unos asuntos. Si tú quieres, nos vemos un rato por la tarde… Eso sí, te prometo que voy a ser más cortés contigo y no te voy a intentar besar de nuevo… Ya, ya, pero, ¡Joder, es que estás tan buena que…! Ya… Vale, no he dicho nada… Sí, el sábado; pasado mañana. Podemos quedar en… ¿Conoces Sixto, en la calle de Ortega y Gasset? Venga, pues allí nos vemos a las ocho… Vale, mejor a las nueve… ¿Cómo quieres que te componga una melodía si aquí no tengo ni piano ni papel pautado?… Bueno, ya veré cómo lo puedo hacer… Tranquilízate, mujer. Cenamos y me cuentas tus problemas sosegadamente. Ahora seré yo quién te tenga que escuchar… Tú también me caes muy bien y sabes que en lo poco que aún te conozco, te aprecio mucho… De veras que lamento lo del otro día… No, pero para mí si tuvo importancia y me siento bastante avergonzado contigo… Creo que podemos ser muy buenos amigos… Bueno, cálmate y no pienses en esos problemas ahora. Espérate a pasado mañana y hablamos… Vale… Yo también tengo ganas de verte… Me lo pasé muy bien contigo la otra noche… Venga, a las nueve en Sixto. Sí, el sábado… ¡Qué no, qué no se me olvida, mujer!… Vale, otro para ti. Chao, Celia…»–