Con apenas diez años me había convertido en todo un virtuoso de las máquinas pin-ball. No resultaba nada extraño teniendo en cuenta que al ser el hijo del jefe me apoderaba, a escondidas, de la llave del aparato recreativo de bolas y, de manera gratuita, me administraba innumerables créditos para desconsuelo de los clientes deseosos de jugar y, cómo no, para desconcierto de mi padre que observaba con suma tristeza cuán difícil era amortizar el flipper debido a mis lúdicos desenfrenos infantiles, destrezas aparte. Pese a sus advertencias, yo me hacía el sueco hasta que, harto de mí, me gritaba tras la barra:  — «¡Leiter! O dejas jugar a los clientes o desenchufo la máquina ahora mismo.» –. Pero lo cierto era que mis capacidades a los mandos del pin-ball no escapaban a la admiración de una clientela que disfrutaba contemplando mis dejadas, cambiadas de pinzas, botes y precisos toques sin provocar el temido «TILT». De entre toda la legión de seguidores destacaba Zé, un treintañero sin oficio ni beneficio al que siempre recuerdo con un botellín de cerveza en la mano. Zé era un hombre cansino, apático, de gesto desesperadamente lento y mirada un tanto nebulosa. Pese a la diferencia de edad que a ambos nos separaba, a veces charlaba conmigo en el bar sobre mis estudios u otras insustanciales ocurrencias. Otra cosa no, pero sincero, vaya que si Zé lo era. Como aquella vez en la que me contó que se encontraba paseando por El Retiro y, de pronto, se vio aquejado de un súbito e imprevisto ataque de incontinencia intestinal. Inició, sudoroso, el camino de retorno a su domicilio para aliviar tan explosiva incidencia en un recipiente al uso… Pero no llegó a tiempo. El resto de la historia adolece de un estrepitoso tufo como para narrarlo aquí. Y, de todas formas, fue un final lógico puesto que los andares de Zé delataban cierta gandulería. En fin. Una tarde me dijo que estaba harto de no encontrar trabajo en España (aunque no tenía mucha pinta de afanarse en buscarlo) y que había decidido largarse al Brasil en busca de fortuna. No le hice mucho caso pero el asunto es que se largó de veras y nadie supo más de él.

 Muchos años después, me encontraba atendiendo la barra por la mañana temprano cuando un tipo de aspecto fofo y prominente barriga entró en el bar y me pidió una copa de cazalla con fuerte acento que entendí portugués. Me empezó a molestar el hecho de que, con total desparpajo, comenzara a examinarme de arriba a abajo con la mirada hasta que por fin se atrevió a decirme:  — «Tú tienes que ser Leiter, el hijo de Caesar Imperator…» —. Asentí con cierta sorpresa y, tras explicarme de dónde venía y un poco por encima sus circunstancias, caí en la cuenta de que se trataba de Zé, el mismo que emigró años atrás al Brasil. De lo que recordaba de niño, poco había cambiado la apariencia de Zé, exceptuando una más que evidente y descuidada obesidad. Sus maneras seguían siendo torpes, fatigosas, con un punto de innata pereza. Desde ese mismo día el bar se convirtió en su cuartel general, con cierta generosidad pecuniaria que pronto resultó ser ficticia. Solía vestir la misma ropa a diario y su higiene corporal era manifiestamente mejorable. Dormía en la pensión del gallego, al principio. Luego en casa de su hermana, unos días. Después en una improvisada casa de huéspedes de la que le echaron porque dicen que intentó sobar a la dueña… El poco dinero que se trajo del Brasil se lo fundió en días y, en lo que a mí respecta, pasó de ser un extraordinario cliente a un obligado recadero a cambio de un plato diario de albóndigas o callos, vino incluido. Las pasó moradas hasta que, con la mediación de algunos clientes, logramos que le concedieran una pequeña pensión vitalicia de emigrante retornado con la que a duras penas sobrevivía, que no es poco. De no ser nosotros, Zé no hubiera cobrado nunca un duro ya que seguía igual de vago que cuando yo no era más que un niño. Pero contra lo que se pudiera imaginar como consecuencia de su preocupante situación personal, Zé conservaba un admirable y socarrón humor, sin duda realzado por la excesiva ingesta vino-cervecera. Sus comentarios ante los diversos y variopintos episodios que a diario se producían en el bar eran celebrados por su recurrente espontaneidad y frescura. Se comportaba como un ser despreocupado, incapaz de discernir la frontera entre lo socialmente correcto o incorrecto. Así, no hubo manera de hacerle comprender que existían lavabos separados para señoras y caballeros en el bar e, indistintamente, usaba uno u otro a la hora de aliviarse, asunto este que me trajo no pocos disgustos. Una tarde nos contó la historia resumida de sus años en el Brasil: Se colocó como fresador en una fábrica de Sao Paulo y no debió irle mal cuando al poco tiempo pudo adquirir en propiedad un apartamento en el barrio de Pacaembú. Se casó con una garotinha mulata y tuvieron una niña. Al año y medio le presentó una demanda de separación a todas luces injustificada, según su relato. El juez dictaminó «separaçao do corpos».  — «Ma, eu non sé que é separaçao do corpos…» — Y el juez se lo aclaró:  — «Você ten que pegar a trocha e… ¡Chao!» —.  Perdió el piso y se vió en la rúa. Entre una pensión para la manutención de la criança y otra para dormir bajo techo, poco le quedaba a Zé para ir tirando. Y de ese poco, el exiguo remanente lo invertía en juergas, un tanto desengañado de la vida. La fábrica acabó cerrando y volvió a verse, literalmente, en la calle. Le hablaron de que en España las cosas habían cambiado y que, con la democracia, el país iba despegando. Solicitó una ayuda en la embajada y gracias a eso pudo regresar a España.  — «Pero esto no funciona como me contaron» — afirmaba resignado.

 Muchos domingos, cuando paseo con mi bici por El Retiro, me lo encuentro por la zona del Estanque. Con el subsidio apenas le llega para pagar una habitación en el barrio de Carabanchel. Se alimenta a base de latas de conservas de marca blanca y cartones de vino peleón. Se aburre y piensa, con nostalgia, que quizás debió haberse quedado en el Brasil. Pero, pese a todo, conserva aún el buen humor y se ríe socarrón cuando le confieso que va a protagonizar un relato de mis Blues. Me dice:  — » Joder, Leiter; no  irás a contar aquella vez que me cagué encima volviendo del Retiro… » –.