Una escapada y amigos para siempre Amigos para siempre

 Nunca imaginé que los empleados de aquella Reisebüro vienesa fueran tan eficientes. Pensé que era más que imposible que fueran capaces de tramitar un visado de urgencia, requisito indispensable para poder contratar una fugaz escapada a Praga que ofertaban en viaje de ida y vuelta en el mismo día.

Sin embargo, tras pagar una cantidad nada desdeñable de dinero, ahí tenía yo en mi pasaporte el coloreado sello de la embajada checoslovaca en Viena, salvoconducto que me brindaba la oportunidad de adentrarme en los oscuros mundos del llamado Telón de Acero.

Me recogieron en una furgoneta a las puertas del hotel y fuimos parando en una serie de albergues hasta completar el cupo de los diez osados viajeros que emprenderíamos la excursión express a Praga.

Ya en la autopista, el furgón tomó una desviación y fuimos a parar en un precioso hotelito situado en un paraje de bucólicas sensaciones. Allí cargamos con el último pasajero, un señor de muy avanzada edad que se valía de un bastón rematado por un puño de plata. Luego de echar un serio vistazo a todos los que componíamos el grupo de excursionistas, fue a instalarse en el asiento contiguo al mío. Aquel tipo desparramaba lustre con tan sólo mirarle de reojo.

Serio, circunspecto, pulcramente peinado, exquisitamente aseado y con un grave y poderoso timbre de voz leñosa que pude escuchar cuando, con un rictus sepulcral, me saludó con un frío Guten morgen.

No me atreví a cruzar frase con él hasta que llegamos a la frontera de la República Checoslovaca y un oficial del ejército que parecía sacado de una película de James Bond subió al microbús y, Kalashnikov en ristre, inspeccionó uno a uno todos los pasaportes y visados del pasaje, tarea en la que se demoró más de lo que allí hubiéramos podido imaginar. Fue entonces cuando mi compañero de asiento me miró con el semblante rígido, atenuado por la claridad de sus relucientes ojos azules, y me dijo, en inglés:  — «No progress… Aaah… No progress» –.

En ese mismo instante, observé como dirigía su mirada hacia el adorno que prendía de mi americana, una miniatura de violín, y me preguntó:  — «Enschuldigen Sie. Spielen Sie Musik?» –. Pese a que me había visto obligado a estudiar alemán en la facultad, tuve que apoyarme en el socorrido inglés para que nuestra conversación fuera más o menos fluida. Se llamaba Wuestemann y era un jubilado médico alemán de Baden-Württenberg.

Prescindimos por completo de las explicaciones del aburrido guía-espía que nos había asignado la agencia checoeslovaca de turismo, ya que Herr Wuestemann me fue explicando minuciosamente los aspectos más destacados de todo aquello que íbamos viendo a lo largo de nuestro recorrido turístico por Praga.

Se conocía la ciudad al detalle y así, me señaló el sitio exacto donde quemaron a Hus, las peculiaridades del famoso reloj lunar de la Plaza Central o ciertos aspectos, del todo desconocidos por mí, de la vida y obra del genial Kafka.

Herr Wuestemann era un auténtico pozo sin fondo de cultura y sabiduría y, por increíble que pareciera, su distante y disciplinado porte se transformaba en una entrañable cercanía a la hora de expresar sus comentarios. Yo apenas abría la boca, le dejaba hablar y me reconfortaba escuchar todo el torrente de aclaraciones, reflexiones e indicaciones que hicieron que aquella jornada fuese realmente inolvidable para mí. Me bendije a mi mismo por la enorme suerte de poder contar con aquel improvisado y docto guía que no parecía tener límites en sus capacidades culturales y artísticas. Llegó la hora del almuerzo y Herr Wuestemann, agarrándome con firmeza del brazo, me hizo acompañarle hacia donde estaba el guía-espía y le dijo, con categórica e imponente autoridad, que nosotros dos no acudiríamos al restaurante «oficial» que nos habían elegido y que iríamos a otro que él conocía y que se hallaba bien cerca.

El guía-espía, tras mucho pensarlo, acabó cediendo ante nuestra proposición merced, también, a la generosa propina que de manera casi clandestina depositó el alemán en su mano izquierda a modo de agradecimiento o soborno, según se quiera entender. Durante la comida y posterior sobremesa, Herr Wuestemann me contó particularidades de su vida íntima. En su juventud había pertenecido a las SS y se mostraba tremendamente arrepentido de ello.

Las circunstancias le habían obligado a estudiar medicina, pero su verdadera pasión era el arte en general y la música en particular. Era un enamorado de Bach y se conocía a la perfección toda la extensa y prolífica obra del compositor sajón. Había enviudado hacía muchos años y no tenía hijos. Su desahogada situación económica le permitía poder disfrutar ahora, en plena jubilación, de todo aquello que amaba y admiraba y, de hecho, se encontraba en Viena para asistir a un concierto extraordinario que iba a dar la Filarmónica en el Musikverein. La amena conversación se prolongó durante el viaje de regreso a Viena, que, por otra parte, se me hizo brevísimo.

En la despedida, nos intercambiamos direcciones y teléfonos, juramentándonos para convertir a Praga en la base de lo que debería ser una nueva y hermosa amistad mutua. Dos días después, momentos antes de partir hacia España, me avisaron en recepción: Había un paquete a mi nombre. Lo abrí, ilusionado al leer las iniciales W.W. en el remite, y se trataba de un precioso e ilustrado libro en inglés sobre la historia de la Wiener Philarmoniker, mi orquesta sinfónica predilecta de siempre. Bajo la aparente capa de frialdad y seriedad en las formas, Herr Wuestemann aparecía como un ser entrañable que, superado el deshielo inicial, desplegaba todo su infinito y tierno encanto.

Ya de vuelta en Madrid, Herr Wuestemann me llamaba casi todas las tardes por teléfono y sostenía prolongadas charlas conmigo, lo que a buen seguro le estaba costando un ojo de la cara. Cuando le conté como estaban las tarifas telefónicas en España me prohibió, bajo cualquier concepto, remitirle llamadas e incluso habilitándome para que yo solicitara el cobro revertido si no tenía más remedio que descolgar el teléfono.

Proyectaba efectuar un viaje por España — sólo conocía la Barcelona de postguerra — y se mostraba muy ilusionado por ello. A pesar de su avanzada edad, se había apuntado a un curso intensivo de español con progresos más que evidentes. No había semana donde, aparte de las llamadas telefónicas, no recibiera algún paquete con discos especializados muy difíciles de encontrar por estos lares. Por mi parte, intentaba enviarle también algún presente autóctono. Me comentaba que nunca se hubiera imaginado que fuera a ser capaz de hacerse con amigos tan jóvenes como yo a su edad. Se sentía como un niño feliz y contento.

Pasados dos meses de nuestro viaje a Praga, noté como ya no llamaba y tampoco recibía correo suyo. Pensé que estaría ocupado con algún improvisado viaje de última hora. Una mañana, por fin, me encontré con una carta suya en el buzón aunque enseguida me di cuenta de que la caligrafía de la dirección no era propiamente la suya. Abrí el sobre y en su interior había una esquela mortuoria con su nombre y una breve nota firmada por la que debiera ser su secretaria. De forma súbita, había fallecido como consecuencia de una pancreatitis.