Sólo aquellas personas con las que he mantenido o mantengo una íntima relación saben que también soy diplomado en Turismo, actividad a la que, dicho sea de paso, jamás me he dedicado durante mi trayectoria laboral salvo una brevísima y tangencial colaboración autónoma con una empresa del sector. Durante algunos años, viajé mucho a lo largo de Europa y América y puede que de ahí me entrara el gusanillo de profundizar en la empresa y actividad turística. Observé que los contenidos de la diplomatura en turismo no eran especialmente difíciles e incluso mucha de su materia ya la había estudiado yo en anteriores épocas. Así que, tras sopesar los pros y los contras, decidí matricularme en el turno de tarde de una reconocida escuela de turismo, alternando esta actividad con mis matutinas obligaciones laborales. Por más que insistí en el centro de estudios sobre la posibilidad de que me convalidasen alguna que otra asignatura, presentando la acreditada documentación al respecto, no dio lugar y pasé por el aro como todo el mundo. Me asignaron por apellidos a un grupo de unos 25 jóvenes, casi todos recién terminado el COU. Por esta razón yo duplicaba en edad a casi toda la clase, incluso superando a la gran mayoría de docentes. Esta circunstancia me hizo sentirme el centro de atención del aula durante aquellos tres años que duró la carrera por parte de unos compañeros que no entendían muy bien qué pintaba allí un tío con barba, chaqueta y corbata, y tan mayor, compartiendo clase con ellos. Intenté comportarme como un alumno más, sin buscar en ningún momento protagonismo alguno o afán de privilegio, pero pronto me di cuenta de la gran diferencia sociológica que me separaba del resto de alumnos quienes, contra mis iniciales pretensiones de no inmiscuirme en sus asuntos o camarillas, me fueron incorporando poco a poco a su tren de vida, lo que me llevó a compartir experiencias, algunas agradables y otras no tanto. Ya durante el primer año académico noté una especial animadversión hacia mí por parte de un grupo de tres chicas, muy amigas entre sí, y que tenían en común la férrea defensa de los postulados feministas. No sé muy bien por qué motivo la tomaron conmigo aunque intuyo que quizás les molestase mi vestimenta o mi costumbre de tomarme medio whisky en el bar durante la media hora de descanso que teníamos todas las tardes. Quizá también se debiera a que, por la edad, mantenía animadas charlas con los profesores en los pasillos y con alguno de ellos llegué a tener una muy buena relación que se extendió fuera del ámbito estrictamente académico. Como yo había vivido épocas de estrecheces durante mi primera etapa de estudiante sabía lo duro que eso significa y así, muchas tardes, le pedía al camarero del bar la cuenta de lo que estaban tomando mis compañeros de clase durante el descanso, que nunca llegó a ser elevada y menos para los bolsillos de una persona sin compromisos y bastante desahogada económicamente por aquellas fechas. Vivía solo, no tenía excesivos gastos y ejercía un trabajo muy bien remunerado. Ese grupo de chicas era el que, veladamente, criticaba mi supuesta soberbia económica en lo que no significaba nada más que un arrebato un tanto paternalista para con mis compañeros. Aunque, por otra parte, jamás hacían ascos a mi invitación, claro está. Conseguí aprobar todos los exámenes parciales con inmejorable nota debido, como ya he comentado, a que muchas de las materias que se impartían eran del todo conocidas por mí. Además, a mi edad, yo me tomaba los estudios como algo estrictamente académico, sin las lógicas presiones de otros compañeros que iniciaban su andadura en la universidad con vistas a labrarse un futuro y, como consecuencia, acometía los exámenes con total naturalidad. Puede que esto provocase el recelo de algunos compañeros, por lo que pronto observé que a aquel grupo inicial de tres chicas que no estaban muy amistosas conmigo se fueron sumando nuevos efectivos. Se formó una extraña dualidad en el grupo, una manifiesta y clara separación entre chicas y chicos, estos últimos más amables y simpáticos en todo momento conmigo (Y, siendo sinceros, los que más se dejaban caer por el bar…) No le di importancia y trataba de mantenerme al margen pero las pocas veces que traté de extender el brazo hacia mis «enemigas» salí escaldado. Paradójicamente, me sentaba junto a ellas y, pese a todo, mantenía alguna que otra charla insustancial en los descansos entre clase y clase. Procuraba ser lo más correcto posible, pero me acusaban de ser un niño pijo del barrio de Salamanca y, también, de ser muy «facha» (????), apreciaciones diametralmente opuestas a mi particular forma de entender el mundo. Una tarde comprendí que eran del todo inútiles mis esfuerzos por intentar aplacar las deterioradas relaciones. Se presentó una de las chicas — la que solía sentarse justo a mi derecha — ataviada con un modelo en cuero negro, muy elegante y a contraestilo de como tenía por costumbre vestir. En plena clase, le dije con toda mi buena conciencia  — «Te sienta muy bien ese modelo. Estás muy sexy» — Al oído, me contestó:  — «Pues ya sabes lo que tienes que hacer: Te la coges con pinzas y.. ¡Hala!» –. No dejó de parecerme una vulgar ordinariez que no venía a cuento para nada. De todas formas, siempre tuve la sospecha de que algo no estaba haciendo bien para provocar esas airadas reacciones. Superé ese primer curso sin excesivos problemas y con brillantes calificaciones.

 El segundo año fue el más dificultoso para mí, no ya por las materias a tratar, similares a las del curso anterior, sino por circunstancias personales que hicieron que no me encontrase en mi mejor momento anímico. Quizá por ello cometí uno de mis mayores y más imperdonables errores de toda mi vida. Ocurrió que, al empezar el curso, a una bella joven de veinte años que venía rebotada de otra escuela y que destacaba por su gran personalidad y madurez, le dio por sentarse junto a mí en las clases, conectando enseguida, por lo que nos hicimos muy amigos. Como yo siempre he tenido el defecto de que me acabo enamorando hasta de las moscas que sobrevuelan mi cabeza, intenté tontear un poco con ella, cosa que al principio no pareció desagradar a aquella chica. El asunto fue a más y una tarde, fuera ya de clase, la propuse que se fuese a cenar conmigo. Acabamos sentados en una terraza de su barrio a las cinco de la mañana y con claros síntomas de mutua embriaguez. No caí, o mejor dicho, no quise darme cuenta de que aquella joven, pese a su gran capacidad humanística y su contrastada personalidad, pertenecía a otro mundo muy diferente al mío, con su fresca juventud, y yo, en una actitud tan torpe como estúpida, pretendí llevarla a través de los senderos propios de mi edad, casi el doble que la suya. La dije que si quería inicia una relación conmigo. Incluso la animé para que se trasladara a vivir a mi apartamento. Creo que la chica se asustó aunque, a pesar de ello, estuvo charlando conmigo hasta las referidas horas de la madrugada, haciéndome ver lo equivocado que yo estaba. La noté muy disgustada por momentos y pienso que la decepcioné. Quizás ella buscaba una buena amistad conmigo y yo iba por otros derroteros bien distintos. El asunto fue que, posteriormente, estuvo sin dirigirme la palabra durante casi un mes y, con una ejemplar honradez no exenta de inteligencia, siguió sentándose a mi lado en clase, como si nada, para evitar rumores o suspicacias ajenas. Aquella situación me preocupó y me entristeció, cayendo en la cuenta de que yo había cometido un garrafal error del que estaba sinceramente arrepentido. Su conducta de seguir sentándose a mi lado fue una hermosa lección que aquella joven le dio a todo un «experimentado» ser como yo. Una tarde, al finalizar las clases, esperé a que todo el mundo se fuera y quise hablar con ella. Al principio se mostró reacia, pero tanto la supliqué que me escuchara que finalmente accedió a tomarse una cerveza conmigo. Aceptó mis disculpas y, sorpresivamente para mí, dijo reconocer que ella también había tenido parte de culpa por intentar jugar conmigo, aunque — «Leiter, se te notaba mucho que yo te hacía tilín…» –. Afortunadamente, firmamos la paz y desde entonces fue la mejor amiga que tuve durante todo el resto de la carrera y salimos varios viernes por ahí juntos, divirtiéndonos un montón y sin ningún arrebato que pudiera hacer peligrar de nuevo nuestra preciosa amistad. Me puso al día en música pop, de la que era toda una entendida. El binomio resultó del todo acertado en materia académica y superamos el curso sin agobios. El destino quiso que nos volviéramos a encontrar unos años después en la calle donde descubrimos que ambos trabajábamos. En más de una ocasión aprovechamos para ir a comer juntos y recordar los viejos tiempos. Su carrera en el mundo del turismo era más que prometedora y estoy completamente seguro de que hoy estará ocupando algún alto cargo en alguna prestigiosa empresa turística. Una semana antes de los exámenes finales ocurrió un hecho insólito: Me fui de copas con dos profesores con los que ya tenía mucha relación y confianza. Nos liamos y acabamos los tres en una barra americana — juro que no fui yo quién lo propuso –. No sé si algo tuvo que ver esta simpática aventura para que ambos me calificasen con matrícula de honor en las notas finales de sus respectivas asignaturas… Así se lo hice saber, con posterioridad, y me dijeron que una cosa no tenía nada que ver con la otra. Esa misma noche también nos liamos, pero sin pasarnos de lo políticamente correcto.

 Poco antes de empezar el último año, durante el verano previo, conocí a Celia quién, con su paciencia, interés, sinceridad y sabiduría, consiguió reorientar mi vida, la cual se encontraba en un estado un tanto tumultuoso. Aquel curso me despreocupé del todo de la carrera y me dediqué más bien y por completo a mis asuntos laborales y a los derivados de compartir tu vida con otra persona. Hablé con la directora del centro de estudios y me consintió que sólo fuese a clase un par de días a la semana para recoger apuntes y demás. Apenas estudié y todavía no sé cómo pude sacar adelante el curso — estoy seguro de que muchos de los profesores me dieron un «empujón». Lo mejor fue que, a punto de finalizar el curso y la diplomatura, se organizó una fiesta en casa de una de esas chicas que se llevaban tan mal conmigo desde el primer año (En concreto, la que me contestó con aquellas formas tan dialécticamente violentas). Fui insistentemente requerido para asistir y, al final, gracias a Celia que fue quién me convenció de acudir, accedí y pasamos una entrañable velada donde, aunque fuese ya al final, limamos en buena parte todas nuestras asperezas, al tiempo que yo también pude comprender los comportamientos lógicos de gente mucho más joven que yo. Por supuesto, jamás les llegué a contar lo de aquellos dos profesores y yo en un local de alterne…