En los aproximadamente diez años que estuve ejerciendo como dependiente en el bar de mi difunto padre, jamás pude contemplar que Carmela pagase alguna de las innumerables cañas de cerveza que a diario se tomaba. Aquella mujer de buen ver, reponedora del economato anexo al bar, tenía la extraña virtud de hacerse invitar no ya sólo por los representantes de las firmas que abastecían de género el economato, sino por cualquiera que estuviese en el bar y tuviera un mínimo conocimiento de ella. Porque, desde luego, menuda era Carmela y ¡Ay de aquel que osara con no cumplimentar semejante cortesía!. La de groserías, insultos, palabros y otras expresiones soeces que hubiera tenido que soportar ante tal afrenta. Así era Carmela, una mujer de verbo fácil, atolondrado, nervioso, a veces trastabillado como consecuencia de la excesiva ingesta cervecera. Pero, eso sí, noble y de profundos sentimientos, como ninguna otra. Así me lo demostró cuando en el transcurso de mis vivencias en el bar nunca, bajo ningún concepto, intentó chulearme caña alguna. Era una tía muy legal para eso: — «A ver, Leiter; esta caña la paga el de Pompadour. La que me vas a poner ahora es la que me dejó pagada ayer el de Nestlé. ¡Anda, mira quién está aquí! ¡Paco, el taxista!. Le cobras una caña que luego me la tomo… Y no me mires con esa cara, Paco, que te mando a tomar por el culo» — Desde luego, el vocabulario no tenía límites en boca de Carmela. Y, no digamos, si algún infeliz se atrevía a molestar a sus «niños» (los compañeros reponedores, mucho más mayores que ella) como en aquella ocasión donde el propio gerente del economato había amonestado públicamente al más veterano de la cuadrilla por algún asunto sin mayor importancia y, acto seguido, ya enterada Carmela del incidente, coincidieron fatalmente en el bar.  — «Oye, tú, gilipollas» — Le espetó Carmela con ademanes aflamencados — «Si te crees que por llevar chaqueta y corbata tienes el derecho a pisotear a la gente, vas listo. Tú eres un enchufado que pintas menos que una mona aquí y, como no le pidas perdón al Juanillo, te voy a poner los cojones de corbata» — El sorprendido y apurado gerente trataba de aguantar el chaparrón sonriendo y pidiendo calma con sus manos. — «Y, ahora, me vas a dejar pagadas dos cañas, por listo» — (…)  — «Bueno, cóbreme, Leiter. ¡Hay qué ver cómo es esta Carmela! Ah, espere, ¿Le llega con eso para pagar las cañas de Carmela? » — Comentaba un ya solitario y ruborizado gerente en el bar.

 Decididamente, Carmela era un torrente, una fuerza desatada de la naturaleza humana contra la que no había resistencia posible. Ocurrió que uno de los charcuteros del economato decidió dilatar el concepto de amistad con una de las limpiadoras y la chica, al parecer, aceptó tal pretensión, seducida por los buenos manejos del mancebo a la hora de colocar y disponer los salchichones en el mostrador. Como en toda relación prohibida, cualquier oscuro rincón del economato servía para que ambos se demostrasen su apasionado amor. Un día, decidieron certificar esa incontrolable pasión y, tras mucho buscar, no encontraron mejor sitio que la cámara frigorífica a sabiendas de que el considerable frío de la estancia apaciguaría las incandescencias del amor. Pero no contaron con la perspicacia de Carmela que, sigilosamente, los observó desde la penumbra. — «¿Será hijoputa el tío este? ¿Tendrá la jeta de abusar de esa pipiola?» — Pensó. Y decidió darles un escarmiento cerrando la puerta de la referida cámara, lo que imposibilitaba la apertura desde el interior. A los dos los tuvieron que subir a la enfermería cuando Carmela decidió que ya era suficiente el castigo. Iban muy agarrados, con el consiguiente jolgorio y regocijo del resto del personal que llegó a ser de tanta consideración que hasta el gerente se vio obligado a valerse de la megafonía para intentar poner orden en el local (juran que conteniendo la carcajada). Tardó semanas Carmela en tomarse la enorme cantidad de cañas a las que fue invitada por semejante proeza, para mi desesperación contable.

 Llegaron tiempos de cambio, de reajustes, y Carmela, junto con gran parte de la plantilla, fue destinada a otro local. Ya no supe más de ella, si acaso por alguna nebulosa referencia. Me la imagino en el bar más cercano a su nueva ubicación, volviendo locos a los camareros, haciéndose sitio junto a la barra a base de codazos, llevando la voz cantante en las tertulias, zampándose los aperitivos tanto de sus cervezas como de las ajenas, agrediendo verbalmente a quién se haya interpuesto en su camino. Pero, sobre todo, me la imagino arrimando su corazón para animar a todo aquel que buenamente lo necesita.