Historias de amor

Hoy os voy a relatar una de mis historias de amor. Aún sin ser excesivamente atractiva en absoluto resultaba particularmente fea. Sin embargo, desde aquel fin de semana en el que nuestros destinos se hubieron de cruzar en las nevadas cumbres de la Sierra madrileña, me sentí cautivado ante la desprendida inocencia de su azabache mirada y la ensoñadora melodía de su dulce expresión.

Begoñita parecía disfrutar como una irresponsable adolescente con mi inesperada presencia en aquella improvisada guerra de arrojadizos copos de nieve que repentinamente organizamos como colofón a un fin de semana de escolares excursiones compartidas.

Partitura

Primera páginade la partitura autógrafa de la versión para orquesta que realicé de la pieza musical que dediqué a Begoñita

«Me han comentado que estudias música, Leiter. Me gustaría escuchar cómo tocas el piano… O, mejor aún, me encantaría que compusieras algo en mi honor.»

Mi fijación por Begoñita se acrecentó no ya sólo por su inestimable y melómana petición, sino también por una singular circunstancia asimismo relacionada con el mundo de Orfeo:

«¿Sabes, Leiter? Mi padre es profesor de armonía del Conservatorio y también compone…»

Aún no sé si aquello supuso realmente un acicate para mí pero, fruto de una momentánea inspiración, Begoñita ya tuvo en su poder el sábado siguiente la partitura que contenía una breve bagatela en Fa sostenido mayor y que, según los amigos más íntimos que previamente a su entrega pudieron escucharla en mi casa, era sugestiva y de marcados tintes melancólicos, seguramente por la sucesión de acordes disminuidos que acompañaban la sencilla y repetitiva melodía. El domingo por la mañana Begoñita me llamó:

«Leiter… ¡Preciosa la composición! Me ha encantado, muchas gracias. Aunque siento decirte que mi padre, al ejecutarla, me ha comentado que estás muy verde en armonía… ¡En fin! Pero eso no importa. A mí me ha gustado un montón… ¿Cuándo podemos vernos?»

Lo que aparentaba ser el comienzo de una de mis historias de amor, una romántica y mutua atracción entre nosotros me obligó a que una veraniega noche, en el marco incomparable del madrileño Parque del Oeste y a la luz de una luna llena que me sonreía enamorada, declarase mis más íntimos sentimientos a Begoñita:

«Esto… Quisiera decirte… ¿Quieres salir conmigo, Begoñita?»

La joven no pareció comprender del todo mi suplicante pregunta:

«¿Salir? Sí, bueno… Pero, ¿En qué sentido me lo preguntas?»

Total, que como ya venía siendo práctica habitual en mi vida sentimental de torpe diecisieteañero, Begoñita rechazó mi posterior y más explícita petición:

«¿Quieres ser mi novia?» alegando: «Es pronto, Leiter. No, por ahora no… Yo quiero ser tu amiga, nada más»

No me extrañó nada aquella decepcionante enmienda ya que Begoñita había sido, si mal no recuerdo, la cuarta mujer que me contestaba exactamente lo mismo en lo que iba de año. ¡Vaya panorama más desolador! Una de dos: O yo era por entonces rematadamente feo — subjetiva apreciación que no seré yo quien confirme o desmienta — o era particularmente gilipollas. Aunque, puestos a pensar, puede que estos dos factores se diesen de manera conjunta. Fuera lo que fuese, aquella frustrada noche me despedí de Begoñita junto al portal de su casa en el antiguo paseo de Onésimo Redondo y posteriormente busqué con desesperación un árbol, pero no para llorar desconsoladamente y en soledad por un rechazo que ya me esperaba y temía, sino más bien para aliviar mi sufrida vejiga urinaria, toda vez que los nervios del amoroso envite habían precipitado la condensación de los líquidos que dan lugar al proceso de la micción.

Mientras me retiraba con paso cansino y de madrugada hasta el apartado domicilio de mis padres, con la única compañía de la siempre tonificante brisa de alborada, sólo un simple pensamiento ocupaba toda mi derrotada mente:

«Que estoy muy verde en armonía, que estoy muy verde en armonía… ¡No te jode! ¡Mira que ir a dar con la hija de un profesor del Conservatorio!»

Como solía ser regla general en estos casos, imaginé que no volvería a ver nunca más a Begoñita, al menos a solas; sin embargo, y contra todo pronóstico, de un rechazo amoroso surgió la llama de una fraternal amistad que habría de consolidarse con los años.

«Leiter… ¿Qué haces? Te llamo para ver si te apetece quedar un rato el sábado conmigo… La otra noche te encontré muy triste cuando nos despedimos y yo no quiero verte así. Yo quiero ser tu amiga, de verdad…»

Nos llamábamos una vez a la semana y quedábamos, al menos, un sábado por la tarde cada mes. Nos contábamos nuestras respectivas cuitas y confidencias, llegando a establecerse un verdadero sentimiento de relacionada intimidad sólo compartida por nosotros. Yo mismo empecé a apreciar a Begoñita como a una de mis mejores amigas, si no la mejor, una persona con la que podía charlar abiertamente de arte, de música clásica, de amor, de ilusiones, de proyectos y de inquietudes. Pasé de quererla como a una princesa enamorada a amarla como a la hermana que jamás hube de tener.

Siempre estaba a mi lado cuando yo más lo necesitaba, como aquel verano en donde, para celebrar con retardo mi decimoctavo cumpleaños, no se me ocurrió otra cosa que estrellar el coche de un amigo — y consiguientemente de su padre, una alta autoridad militar de la isla — contra una torreta de alta tensión en la isla de Menorca, viéndome obligado a salir por patas y en barco hasta Barcelona para luego allí mendigar entre los transeúntes de la estación de Sants un billete de vuelta a Madrid. En el andén de la estación de Chamartín sólo me esperaba Begoñita, a quien yo había informado telefónicamente del percance.

«La que he liado, mi princesa… De esta puedo terminar hasta en la cárcel»

Comenté moralmente abatido. Begoñita me abrazó, luego de secar mis lágrimas con un pañuelo sedoso, y me dijo:

«Tranquilo, Leiter. Peor hubiera sido que tú o algún otro hubierais resultado heridos. No te ocurrirá nada, ya lo verás. Hay que tratar de solucionar este tema de la mejor manera posible»

Begoñita fue la que más me ayudó en aquellos días — vendiendo libros, solicitando dinero prestado de sus amigos, etc… — en los que no tuve más remedio que juntar 100.000 pesetas de las de entonces (Intentando que mis padres no se enterasen de nada) para reparar los daños del coche siniestrado y evitar, en lo posible, males mayores. En aquellos delicados momentos comprendí que Begoñita no era únicamente mi amiga; era realmente mi hermana. Fue entonces, una vez solucionado aquel suceso, cuando decidimos establecer de mutuo acuerdo una promesa:

«El día 19 de marzo del año 2.000, pase lo que pase entre nosotros, estemos donde estemos y vivamos con quien vivamos, quedaremos tú y yo en Madrid para recordar estos tiempos»

Sellamos la promesa con un entrañable y prolongado abrazo. ¡Anda que no quedaban años todavía para el 2.000…!

 Los años fueron pasando y, de forma tan lógica como consecuente, nuestros respectivos destinos se volvieron cada vez más divergentes. Begoñita obtuvo su anhelada licenciatura en Geografía e Historia un poco antes de que yo terminara con mis estudios, alternando dicha tarea intelectual con mi trabajo en el puto bar de los cojones, circunstancia que, sin duda, alteró mis iniciales planes de doble licenciatura. Sin embargo, y pese a la separación, Begoñita y yo seguíamos manteniendo un regular contacto telefónico aunque la frecuencia de nuestras citas se viese reducida a un par de ellas por año. Begoñita, aparte de ganar en belleza y sensualidad, no perdió ni un ápice de su cristalino encanto, con aquella luminosa sonrisa de niña buena que transmitía bondad y seguridad a partes iguales. Seguíamos siendo muy buenos amigos aunque ya sin esa intensidad de los años adolescentes.

Nunca olvidaré todos los esfuerzos que durante unas funestas Navidades realizó para intentar apaciguar una inevitable ruptura sentimental con Ana, una chica que ella misma me había presentado y con la que sostuve una peculiar relación.

Pocos años después, Begoñita conoció a un chico estupendo, un joven que trabajaba como guía turístico de grupo y con el que siempre pensé que ella terminaría casándose. Algunas veces quedamos con nuestras respectivas parejas, pudiendo observar como Begoñita era feliz con aquel muchacho, como se la veía enamorada hasta la médula y como tenía verdaderos deseos de compartir el resto de su vida con él. Aunque, por contra, la mujer que por entonces compartía lo más íntimo de mis sentimientos no opinaba lo mismo:

«Leiter, yo no sé qué rollo os habéis traído Begoñita y tú durante todos estos años pero a mí esa mujer no me engaña. Está completamente enamorada de ti, se lo puedo leer en la cara…»

Para celebrar mi trigésimo aniversario decidí organizar una fiestecilla en El Rojo, un sábado por la tarde, a la que asistieron mis amistades más íntimas. Begoñita apareció sola, con una enigmática y muy forzada sonrisa dibujada en sus labios. Me sorprendió que se pidiera un whisky — ella apenas bebía — y que a no tardar mucho repitiera con otro. Luego de formarse los habituales corrillos en ese tipo de festivaleras reuniones y de que mi entonces pareja hubiese de abandonar la reunión por cuestiones laborales, Begoñita se me confesó en un rincón apartado de El Rojo:

«Leiter… Estoy muy mal y no tenía ganas de acudir, pero no podía abandonarte en tu fiesta de cumpleaños. No sé absolutamente nada de Miguel desde hace dos semanas. Ha desaparecido. Se lo ha tragado la tierra»

No podía dar crédito a lo que Begoñita me estaba narrando. 

«Pero… ¡Si estabais a partir un piñón los dos! No lo puedo entender… ¿Desaparecido?»– Begoñita aguantaba a duras penas las lágrimas:

«Bueno, en realidad, no se quiere poner al teléfono. No quiere darme ninguna explicación. Le he enviado ya unas cinco cartas y no he obtenido respuesta alguna… No, las cosas no nos iban muy bien últimamente»

Poco a poco, los invitados a la fiesta fueron marchándose por lo que Begoñita y yo nos quedamos a solas. Ya en la estricta intimidad, Begoñita comenzó a llorar desconsoladamente:

«Lo que más me duele, Leiter, es que no me de ninguna explicación, que haya decidido romper unilateralmente nuestra relación así por las buenas; que no quiera al menos verme aunque fuese por última vez…»

Intenté animar como mejor pude a Begoñita mientras, ya a altas horas de la madrugada, paseábamos juntos hasta la parada de taxis de Manuel Becerra.

«Perdóname, Leiter; me parece que te he aguado la fiesta. No tenía ganas de acudir pero necesitaba hablar a solas contigo»

De regreso, al abrir la puerta del domicilio donde vivía mi por entonces pareja sentimental, me extrañó verla despierta a esas intempestivas horas. Pero mucho más me sorprendió el hecho de que ésta se pusiese a besarme y abrazarme con una indescriptible y desconocida animosidad.

«Leiter, no, no… No te quiero perder… ¡Abrázame! ¡No te quiero perder! Os he visto a Begoñita y a ti abrazados desde la terraza. Esa zalamera está detrás de ti… He visto como te intentaba besar… ¿No te has dado cuenta que ha venido sola? ¿Y su novio? ¡Ay, Dios mío, que esa pelantrusca va a por ti! ¡Yo no te quiero perder! ¡Abrázame, abrázame! ¡Dime que me quieres!»

Tras explicar por enésima vez a mi pareja los verdaderos sentimientos que me unían a Begoñita y el motivo de sus fraternales abrazos durante la madrugada, sólo con las primeras luces del alba mi pareja pareció convencerse. Ya en el interior de la cama noté como mi pareja me abrazaba por la espalda:

«Pues lo siento de veras por ella, Leiter. Es una verdadera lástima que su novio haya decidido abandonarla. Pero tú cuidadín con ella, eh…»

Begoñita nunca supo nada más de aquel chico y durante una temporada estuvo afectada por una severa depresión emocional y una preocupante disminución de su autoestima.

A nadie se le puede escapar que la vida, en determinadas ocasiones, es una verdadera caja de sorpresas. A los pocos meses de los acontecimientos anteriormente relatados descubrí una insólita y extraña circunstancia: Me fui percatando de que, cuando paseaba con mi pareja por las calles, nuestras figuras proyectaban no dos, sino tres sombras sobre la acera… Paulatinamente, mis tímidas e iniciales sospechas se fueron confirmando del todo. No tardé en requerir — ahora yo — apoyo por parte de mi amiga. Un par de semanas después, Begoñita y yo nos encontrábamos almorzando en La taberna del alabardero:

«Me dejas de piedra, Leiter… ¡Pues sí que estamos apañados los dos! Yo todavía me acuerdo de Miguel y tú… Se nota que lo estás pasando mal. Tienes muy mala cara. No sé que comentarte, Leiter, pero entiendo que la situación ha de ser muy difícil para ti»

A los postres, alcé la copa de vino y propuse un desesperado brindis:

«¡Que les den por donde les quepa a Miguel y a la otra! Lo único importante es que tú y yo volvemos a ser como hermanos. Parece como si el destino hubiera querido que nos volviéramos a rencontrar, como en los años de adolescencia…»

Finalizado el ágape, Begoñita y yo estuvimos paseando por los alrededores de la zona más bella de Madrid, el entorno comprendido por el Teatro Real y la Plaza de Oriente, terminando por entrar en un pub para tomar una copa.

Mientras charlábamos en la intimidad sentí un irresistible impulso de amor y venganza, de amor y justicia, de amor y espiritualidad. No sabía cómo poder expresar a Begoñita todo cuanto buenamente sentía por ella, todo en lo que apreciaba su fiel amistad de años y años, todo lo que la quería por ser mi amiga de siempre, la hermana que nunca tuve.

«Leiter… Esta situación me está recordando a ese programa de televisión que tanto te gusta en el que el presentador, al finalizar el mismo, obsequia al invitado de turno con una entelequia y luego añade: Esto, por lo que pudo haber sido y no fue…»

Miré detenidamente a Begoñita y fui acercando con la mayor lentitud posible mis labios a los suyos, con la seguridad que otorga el amor verdadero. Aquel beso que se había escondido durante veinticinco años hizo por fin su aparición. Y si yo puse pasión, más ardor me brindó ella. Ambos necesitábamos una dosis de amor verdadero y, como éramos tan buenos amigos, ese amor nos lo concedimos en forma de beso mil veces repetido.

No necesitamos llegar a más porque no hay beso más completo que el que surge desde las más sinceras profundidades del alma. No, no necesitamos llegar a más… Los días posteriores transcurrieron para mí envueltos en una interrogante nebulosa de contradictorias sensaciones. Begoñita me llamó al día siguiente para preguntarme si acaso sabía yo cómo definir el nuevo status de nuestra peculiar relación, que oscilaba entre la más pura y desnuda amistad hasta la más inocente y novedosa atracción amorosa.

Advertí como también Begoñita estaba sumergida en un mar de trascendentes dudas sentimentales por lo que decidimos quedar para el sábado siguiente cerca de mi apartamento de la calle de Montesa. Durante aquella jornada conversamos sobre todo lo divino y lo humano aunque sólo acertamos a besarnos en las mejillas para saludar nuestro esperado encuentro. De madrugada, sentí en lo más hondo de mi alma la inminente partida de Begoñita, mi amiga, mi hermana.

«Begoñita, quédate conmigo esta noche. Vamos a intentarlo tú y yo… Necesito tu compañía… Te necesito»–  Sin embargo, Begoñita, mirándome a los ojos y cogiéndome de la mano, me contestó: –«No, Leiter, hoy no… No me atrevo todavía… No quiero perder tu amistad»

Ante mis reiteradas insistencias, Begoñita empezó a llorar en silencio:

«Dame un tiempo, Leiter… Por favor te lo pido… Dame un tiempo»

Después de acariciar tímidamente sus labios con los míos Begoñita se fue alejando a lo largo de la calle de Alcalá. A los cinco pasos, se dio la media vuelta y me envió un beso soplando sus labios sobre la palma de la mano.

A pesar de mi congénita miopía, pude apreciar como las lágrimas rodaban por su cara como fuentes de agua cristalina. Como siempre, regresé solo hacia mi apartamento — mi anterior pareja sentimental y yo habíamos roto definitivamente en el mismo unos días atrás.

Transcurrieron un par de semanas en las que a duras penas conseguí no descolgar el teléfono para llamar a Begoñita; por encima de todo, seguía siendo mi amiga, mi hermana. Finalmente, un sábado, a horas de sobremesa, me encontraba tumbado boca arriba sobre la solitaria cama de desencuentros cuando el teléfono sonó:

«¿Qué haces, Leiter? No, hoy no puedo quedar. Te llamaba precisamente para comentarte algo. He estado pensando en lo que nos ocurrió el otro día tras la comida en aquel restaurante. Creo que ninguno de los dos estábamos atravesando nuestro mejor momento y yo ya he olvidado todo cuanto pasó. Quiero seguir siendo tu amiga, Leiter, nada más… Tú y yo somos muy peculiares y duraríamos juntos muy poco. Quiero seguir contando contigo el resto de mi vida y pienso que eso es incompatible con una relación que vaya más allá de lo estrictamente amistoso. Además… No sé como contártelo… A ti no te lo puedo ocultar… El pasado fin de semana me fui de excursión por la Sierra con Ana y su marido… Bueno, también vino un chico con ellos. Creo que yo le gusto tanto como él a mí… Y quiero que tú seas el primero en saberlo. He quedado con él esta tarde…»

Al colgar el auricular, y luego de desear suerte a Begoñita en su nueva aventura, me quedé en la misma posición pensativa a lo largo de un par de horas. Desde la ventana que daba acceso al patio se escuchaban, a lo lejos, los sones de unas rancheras mexicanas que algún vecino estaba reproduciendo por el radio-cassette. Finalmente, me duché y salí a cenar y a ver el partido de fútbol al bar de mi querido amigo Antonio, El Rescoldo:

«Hombre, Leiter; pensé que hoy ya no venías… ¿Te ocurre algo? Tienes mala cara…»

Begoñita acabó casándose años después con aquel chico — acudimos Celia y yo a la boda — y hoy en día ella y Raúl son padres de una hermosa criatura.

 Aquella soleada mañana de sábado parecía confirmar, tras un frío invierno, la esperada llegada de la primavera. Caminaba sin rumbo fijo por los alrededores del Estanque del Parque del Retiro sin más compañía que la del suplemento cultural del ABC del día anterior y el ejemplar de EL PAÍS del presente, enrollados ambos bajo mi brazo derecho.

Me llamaron la atención las banderolas que portaban algunos paseantes y que daban a entender el trascendental partido de fútbol que esa tarde habrían de disputar los dos equipos capitalinos. Justo cuando mi reloj señalaba las doce en punto del mediodía, observé su preciosa sonrisa a lo lejos:

«Si te soy sincero, no esperaba que acudieras a esta cita…»-

Begoñita, con los ojos humedecidos por la emoción y agarrándome por la mano, me contestó:

«Pues yo sí estaba segura de que tú acudirías… Hace muchos años me dijiste que habría que adelantar la cita al día anterior, ya que caía en sábado y podría facilitarnos este encuentro. ¿Cómo iba yo a olvidar que tú y yo teníamos una promesa por cumplir el 19 de marzo de 2.000… ?  Bueno, el 18 según tus rectificaciones… Recuérdalo, Leiter: Pase lo que pase, estemos donde estemos, vivamos donde vivamos… Hoy tú y yo teníamos una cita muy particular… Anda, dame un besito, kapellmeister… Te quiero mucho…»–