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Tengo que reconocer, Cristina Almeida, que posiblemente hayas sido la señoría de cualquiera de las Cámaras nacionales o regionales que hayas podido ocupar con más gracia y salero que yo haya contemplado nunca y que tu contagiosa risa ha provocado en mí momentos de auténtica felicidad dentro de la paciente escucha radiofónica o televisiva de tus intervenciones en un ámbito tan formal como lo es el del escenario político. Yo pienso que para ti la política siempre ha sido algo sencillo, llano; vamos, algo tan natural como andar por casa. Y mira que te han llovido palos por la espontaneidad de tu verborrea, alguno de ellos tremendamente injusto y haciendo alusión a tus características corporales. Después de todo lo que has luchado por elevar la dignidad de la figura femenina todavía hay mujeres en este madrileño barrio de Salamanca que al ver tu estampa en cualquier programa exclaman con el mayor de los desprecios: –«Mírala. Más le valdría que estuviera en su casa tendiendo la colada… » –. Desde luego, Cristina, hay que ver lo ingrata que puede ser la gente en determinadas ocasiones. Aunque, bajo ese carácter risueño y bonachón que aparentemente exhibes, se esconde el alma de una mujer rebelde como pocas y si no que se lo digan a don Santiago — Vaya movida que organizaste en el PCE allá por 1981 — o al Califa Rojo — Tú fuiste una de las pocas personas que le dijiste las cosas bien claritas a Anguita en 1996. De ahí al PSOE sólo terciaba un paso aunque tu intento por este partido de alcanzar la Presidencia de la Comunidad de Madrid en 1999 se quedase en eso, en un simple y decepcionante intento. Da igual, la política, las barriadas, las asociaciones vecinales, las tertulias… Te necesitan, Cristina; una forma de ejercer la política para ir con zapatillas y albornoz. No nos abandones, Cristina, que últimamente te veo salir muy poco en los medios. Mis mejores saludos.