De chinos, máquinas tragaperras

Las máquinas tragaperras en los bares

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Pese a lo que desde siempre se ha venido comentando en la barriada, en ocasiones con malévola intención, en absoluto fue Paco, el taxista, el cliente del bar de mi padre con mayor vicio ludopático en lo referido a esas máquinas llamadas tragaperras.

Lo que realmente ocurre es que, por regla general, las personas suelen confundir los recuerdos con el paso de los años, y así, se ha venido estereotipando con el transcurso del tiempo a Paco como el paradigma de jugador compulsivo de máquinas tragaperras. Ciertamente, Paco fue uno de esos clientes al que raro era el no verle introducir una moneda tras otra en las distintas tragaperras que se hallaba en el bar de mi padre.

Pero Paco, hombre abierto a todo tipo de improvisadas tertulias y conversaciones, amén de ser uno de los personajes más populares de todo el distrito, convertía el acto de jugar en esas chillonas máquinas en una verdadera tragicomedia en la que exhibía sin ningún tipo de pudor todos sus recursos melodramáticos, que no eran pocos.

De esta forma, Paco introducía monedas en dos o incluso tres máquinas al mismo tiempo (Cuando legalmente se permitía más de una pareja de máquinas por local) y, paralelamente al seguimiento y desarrollo de las jugadas, mantenía cualquier insustancial conversación con el resto de la clientela que por allí se encontraba. Sin embargo, a Paco le encantaba sobremanera sentirse observado en su duro quehacer diario con aquellos artilugios del azar y consecuentemente teatralizaba hasta el paroxismo sus partidas para mayor regocijo de una clientela que se lo pasaba en grande con sus insólitas ocurrencias.

Así, tan pronto se cuadraba en posición de firmes, saludando militarmente a las máquinas, o bien componía extraños pasos de improvisado ballet cambiando en un rápido ademán la posición de sus piernas, emulando la ortodoxia de los toreros de corte clásico que cargan la suerte momentos previos al temido embroque.

Más divertido aún resultaba escuchar los estrambóticos «diálogos» que Paco mantenía con las máquinas, vociferando complicadas y retorcidas soflamas en latín con fuerte acento salmantino al tiempo que apuntaba a las mismas con un acusador dedo índice. Siempre adivinábamos el instante en el que Paco decidía concluir con las apuestas: Alzaba al cielo una moneda de cinco duros y exclamaba ceremoniosamente ante el delirio de la concurrencia: –«¡Esta es la última moneda que me queda, la de la salvación de los ejércitos…!»–  Acto seguido, introducía la bendecida moneda al tiempo que con su otra mano se tapaba los ojos… Jamás se produjo el esperado milagro en forma de premio extraordinario.

Como es de suponer, los viejos del lugar recuerdan estas excéntricas maneras de jugar de Paco y, en consecuencia, vinculan la figura del taxista al preclaro modelo de ludópata que derrocha compulsivamente grandes sumas de dinero en aras de un malsano vicio como lo es el del juego. Nada más lejos de la realidad: Paco, efectivamente, apostaba grandes sumas y, como suele ocurrir, eran muchas más las ocasiones en las que perdía que en las que ganaba. Pero, ni de lejos, fue la persona que más dinero se gastaba.

Otros, a la chita callando y sin tanta parafernalia, ofrecían al envite quizás menor cantidad de dinero de la que Paco era capaz de apostar en una de sus inolvidables sesiones, pero con una periodicidad mucho más alta. Este era el caso de don Julián.

Funcionario de oposición (Según su versión) o de enchufada recomendación (Según la de algunos clientes), don Julián entró en Madrid procedente de La Mancha hace unos cuarenta años, aunque Madrid nunca hubo de entrar en él. Correctísimo en las maneras y más educado aún en las formas, don Julián acudía puntualmente todas las noches al bar a degustar el «cafetito con leche en vaso» que coronaba una copiosa cena en su domicilio, una conserjería que regentaba su hermana, soltera como él.

Siempre ataviado con una americana marrón a cuadros sobre un jersey de pico en donde se advertía el descuidado nudo de una corbata, calzado con unos zapatos de rejilla y cordón, y portando unas gafas bifocales rematadas por una negra armadura superior, don Julián se jactaba, en irreproducible jerga manchega de contrastada dinámica sonora, de su moderación con el alcohol:

–«A mí eso de la coñá y del aní… Poh que no. Mía tú que ahí en el pueblo siempre me quieren convidá… Pero a mí no me guhta eso del bebé… Ahora, ¡Tabaco! eso sí qué… Yo fumaba a escondíae hahta que me licencié de la mili… Pue no tenía mi padre, que en pa dehcanse, mal genio ni ná…»– Y bien cierto que era. Pero en lo relativo al juego… Don Julián trataba de justificarse: –«Lah máquinae ehta… Ná, sólo unah moneíllae pa dihtraelme… ¿El juego? ¡Ahí en mi pueblo se liaba ca partía al julé…! Anda, que aquella veh que vinieron loh mozoe del pueblo al lao y noh retaron… Noh jugamoe unoh pollo asao, que era lo de menoe; la cosa era quear bien, que no dijeran luego: Mira esoe dal lao que oh han ganao… Esah cosae en lo puebloe, Leiter, se toman mu a pecho. ¡Vigen bendita! Acabamoe a eso de lah tre de la madrugá… En el casino, con tol mundo mirándonoh… ¡Y en la última tirá… Joeéee… Ganamoe!»– Don Julián narró el episodio con tanta pasión y añoranza que yo habría pagado por ver el desarrollo de aquella partida de naipes. Y según lo narraba, venga a echar una moneda tras otra en las tragaperras.

Contrariamente a las histriónicas formas empleadas por Paco el taxista, don Julián exhibía unos modos más íntimos y austeros a la hora de enfrentarse a aquellos artefactos: Introducía la moneda y, elevando su apepinada cabeza, abría la boca por completo al tiempo que achinaba los ojos en un intento de focalizar nítidamente las distintas combinaciones que la máquina mostraba a cada partida. En ocasiones, y correspondiendo con su declarado vicio del tabaco, carraspeaba in crescendo tratando de aligerar una innombrable sustancia en tránsito desde la nariz hacia su garganta, circunstancia que no era muy bien acogida por el resto de una clientela más bien escrupulosa.

Cuando, muy de vez en cuando, la infumable melodía de Los pajaritos advertía de un jugoso premio, don Julián cabeceaba como un chiquillo y se daba la media vuelta para compartir su alegría con la dependencia, con una sorda e inocente sonrisa en boca abierta a través de la cual se vislumbraban numerosos puentes dentales.

Resultaba conmovedor ver como este funcionario solterón y a punto de jubilarse se las traía una noche y otra también con las máquinas tragaperras. Don Julián ha sido una de las personas más entrañables que he llegado a conocer en el bar de mi padre.

Casi treinta años después de la narración de estos episodios acontecidos en el bar, don Julián, ya entrado en las noventa primaveras, apura felizmente los días que le restan en su pueblo manchego.

Sin embargo, también fui testigo de verdaderos casos de trastorno ludopático entre algunos de los clientes que solían apostar su dinero en las máquinas. En mi modesta y nada científica opinión, aquellas personas que acudían a diario al bar y que, por regla general, perdían considerables sumas de dinero en las tragaperras, jugaban no tanto por el objetivo de lograr algún premio sino, más bien, por el simple hecho de poder seguir apostando merced a las eventuales ganancias.

Historias de ludopatía y las máquinas tragaperras

La ludopatía, entendida como un síndrome, me parecía similar en sus síntomas a los de otros clientes cuya afición por el alcohol rebasaba los límites de lo tolerable: No les acababas de servir una copa cuando ya estaban pensando en la próxima. De igual manera, aquellos individuos que parecían centrar su existencia en las azarosas combinaciones de una máquina de juego no se conformaban con retirarse a tiempo en caso de obtener un temprano premio. Seguían y seguían introduciendo monedas tratando de alcanzar un imposible objetivo dados los programas matemáticos diseñados para hacer funcionar esos artefactos, cuya finalidad no era otra que la de recaudar ganancias a repartir entre la empresa encargada de suministrar los mismos y la dirección del local en donde se ubicaban.

Y según los porcentajes, aprobados y certificados por Real Decreto en la legislación española, una de cada cuatro monedas introducidas en la máquina se quedaba almacenada en forma de beneficio. Pese a todo, estas consideraciones no eran tenidas muy en cuenta por quienes apostaban compulsivamente y de manera ciertamente suicida.

Quién sabe si aquellos comportamientos no obedecían a algún tipo de desajuste emocional íntimo que sólo conseguía ser momentáneamente aparcado mediante la práctica del juego… Tal vez.

Siempre me temblaban las manos cuando le servía el café, por un lado, y un platillo con el cambio en monedas de un billete de mil pesetas por otro. La sensualidad de Irma (Nombre figurado) no pasaba desapercibida para ninguno de los clientes de aquel bar, y mucho menos para mí. Aquella mujer morena, de sonrisa silenciosa y poética mirada, no dudaba en compartir su primer café con mi padre, quien a esas alturas de su existencia ya sólo ejercía de entrañable y bondadosa reliquia sentado junto a la primera mesa del salón principal.

Mi padre abandonaba momentáneamente las páginas del ABC y se recreaba contemplando a una mujer en esencia cariñosa y condescendiente como Irma, tal vez recordando tiempos pretéritos de gloriosas conquistas.

Tras unos instantes de íntima conversación — mi padre tenía trazas de cura confesor — Irma se incorporaba y trasladaba con sus propias manos un taburete hacia la parte frontal de una de las tragaperras. Era el comienzo de una sesión que, en el mejor de los casos, se prolongaba casi hasta la hora de servir las comidas. Irma jugaba tal cantidad de dinero que cuando la máquina por fin exhibía un premio de consolación, el balance de pérdidas acumuladas era tan negativo que no dudaba en reingresar dicho premio al vientre metálico de aquel artefacto de chillones colores, con la esperanza de que tal derroche de pecuniaria cortesía se viese correspondido por otro similar. Pero el cerebro mecánico de aquel artilugio no entendía nada de reacciones humanas y, consecuentemente, la máquina volvía a atiborrarse de unas monedas que ya le debían resultar familiares por sus continuos trayectos de ida y vuelta. Finalizada la sesión, Irma acababa perdiendo entre 10.000 y 15.000 pesetas diarias (60 ó 75 euros)… Y así, día tras día.

En ocasiones, e incumpliendo la ley no escrita que ordena mantenerse al margen en las decisiones ajenas de los clientes, yo giraba discretamente la cabeza en dirección a una de las dos máquinas a la hora de dar los primeros cambios de moneda a Irma, quien agradecía mi torpe nobleza con un ensoñador guiño de ojos.

Enterada Irma de que la máquina por mi indicada estaba en mayores posibilidades de romper aguas, hasta ella que se iba con la feliz iniciativa de consagrarse como madrina del esperado acontecimiento.

Cuando mis sospechas se confirmaban en forma de premio gordo, Irma sonreía y volvía a obsequiarme con otro angelical guiño de ojos, muchas veces acompañado de un lírico beso emitido desde la corta distancia que nos separaba.

Sin embargo, aquella súbita alegría se desmoronaba como un castillo de naipes: –«¡Qué suerte he tenido, Leiter! ¡Con sólo 500 pesetas me ha dado el premio más elevado! ¡Voy a probar ahora en la otra, a ver si sigue la buena racha!» — Como era de esperar, Irma gastaba todo lo ganado en una máquina en la otra; y cuando finalmente lograba el premio de ésta, volvía a tentar la suerte con la primera… De esta manera, sólo cuando Irma se quedaba sin un céntimo, ponía el epílogo a esta desgraciada ruleta sin fin.

A todos nos sorprendía, aparte de su paradisíaca belleza, la elegancia innata y las exquisitas formas de vestir de Irma, una mujer a la que parecía sobrarle el dinero dado el poco aprecio que le tenía. Sin embargo, a la hora de despedirse mostraba una forzada expresión de naturalidad, una sonrisa que había perdido toda la fresca espontaneidad de primeras horas de la mañana. En una de esas jornadas, al poco de salir Irma del bar luego de concluir su ceremonioso ritual con las máquinas, un individuo se me acercó y me enseñó una credencial: –«Soy detective privado y quisiera hacerle unas preguntas, si es usted tan amable de contestarme…» — Vacilé e instintivamente miré hacia donde se encontraba sentado mi padre.

Antes de que quisiera darme cuenta, mi padre estaba ya incorporado junto a aquel individuo: –«Caballero: Mientras que yo sea el dueño de esta casa, jamás permitiré que alguien de la dependencia dé información a un extraño sobre los hábitos de mis clientes. Usted haga su trabajo, que para eso cobra, pero déjenos a nosotros hacer el nuestro. Y, por supuesto, no cuente usted con nuestra colaboración»– Irma desapareció y nunca más volvió por el bar desde aquel extraño suceso del detective… Cinco años después, nos encontramos casualmente Irma y yo en un conocido centro comercial de la calle Goya. Estaba aún más guapa que antaño, como los buenos caldos que adquieren categoría con el paso del tiempo.

Irma me sorprendió del todo: –«¡Pero, Leiter, hombre, no te vayas tan deprisa, que parece que me estás rehuyendo! Ya no me miras con esa cara de tonto enamorado de antes… Anda, acompáñame a la cafetería, que tengo que contarte muchas cosas… Sabes de sobra que a ti y a tu padre os apreciaba mucho»–  Irma llegó a ser consciente del problema que arrastraba con el juego y decidió someterse a una terapia para tratar de erradicar su ludopatía.

A ello ayudó, en sumo grado, la creciente sospecha de un marido que observaba cariacontecido como los saldos de sus cuentas bancarias empequeñecían sin aparente motivo. Extrañado por tal circunstancia, aquel hombre decidió contratar a un detective privado para averiguar porqué su mujer efectuaba tantos movimientos con la tarjeta de crédito sin que los mismos se viesen reflejados en objetos de compra. A Irma le prohibieron tajantemente, en la terapia, volver a visitar el escenario del delito.

Cuando consiguió superar del todo su adicción al juego, su marido falleció como consecuencia de un infarto. Vive feliz, aún con el recuerdo de su pareja, y con total despreocupación económica. Realiza largos y exóticos viajes, aunque insiste en que no desea volver a compartir su vida con otro hombre. Se emocionó hasta la lágrima cuando le dije que mi padre había fallecido unos meses atrás. Nunca ha vuelto a tener el más mínimo deseo de echar una moneda a una máquina y me acabó confesando el origen de sus antiguos males: –«Me sentía muy sola, Leiter»

Los trucos de los chinos

¡Ay, los chinos! Aquellos orientales sí que revolucionaron en poco tiempo el mundo de las máquinas tragaperras. Con la progresiva, silenciosa y sigilosa entrada de inmigrantes chinos en España, no sólo descubrimos a un pueblo trabajador, educado y muy respetuoso con los usos y costumbres españolas (Con lo cual no quiero decir que otros ciudadanos extranjeros no lo sean, aunque tengan fama de más revoltosos…). También descubrimos a una gente que, por regla general, siente auténtica pasión por todo lo relacionado con el juego. Y las máquinas tragaperras de los bares se convirtieron en su principal objetivo. Estos chinos son listos como el demonio. Ya empezó a extrañarnos que los chinos jamás jugaban en una máquina que había sido «reventada» previamente. Entraban sin decir nada, echaban un par de monedas y, como por arte de magia, sabían si la máquina estaba «en condiciones» o no de dar un cercano premio.

Los dueños de los bares empezaron a temer su afluencia debido a que «vaciaban» las máquinas con inusitada facilidad. Incluso en algunos locales se les llegó a prohibir la entrada, injustamente, si nos atenemos a la licitud de su comportamiento. Fue entonces cuando empezaron a circular diversas teorías que, en honor a la verdad, tenían muy poco de fundamento y sí de leyenda: Que si mediante el sonido de la moneda al caer sabían el estado de la máquina; que si arrojando un extraño líquido por la ranura conseguían cortocircuitar los componentes electrónicos de la máquina hasta provocar que se volviese «loca» expulsando premios; que si una organización mafiosa había descubierto las claves para saber el estado de la máquina mediante la observación de unas cuantas jugadas…

Como consecuencia de aquello, incluso algunas empresas suministradoras de máquinas instalaron en las mismas un programa conocido como el «anti-chino»; otras, tuvieron la ingeniosa idea de colocar un tapete en el interior de la torva para contrarrestar el delatante sonido de las monedas al caer… Afortunadamente, mi padre apenas conoció la incidencia de los chinos en las máquinas tragaperras, aunque ya torcía el gesto cuando algún que otro pionero de la oriental raza entraba en el bar y se ponía a jugar en las mismas. Por mi parte, hube de padecer en alguna ocasión la enigmática sabiduría de los chinos en mis propias carnes. Una tarde, habiendo ya retornado de mi trabajo y esperando aburrido la hora del cierre, entró una pareja de chinos que parecía sacada de una película gore.

Ella, con una vestimenta de cuero chillón negro y hablando en todo momento por un teléfono celular en un dialecto que no pude adivinar si era de Shanghai o de Xian; él, a la usanza rockera y con un aparatoso tupé que servía de improvisado porche a unas gafas con cristales de espejo. Daban miedo, la verdad, sobre todo cuando la china se recostaba sobre el hombro de su amante, dedicado a las tareas del juego, y miraba con cara de abierto desparpajo a toda la concurrencia. No observé ningún movimiento ilícito o sospechoso en su quehacer, pero al cuarto de hora me habían «reventado» las dos máquinas, ante mi cara de estupefacción y la de sorpresa del resto de los clientes. Sin embargo, no mucho tiempo después de aquel episodio, un chino, de edad ya avanzada, batió todos los registros de gasto en una máquina de mi bar, una Santa Fe (Esa máquina tenía fama de ser especialmente dura de pelar con los chinos). El chino llegó un viernes por la noche.

A la hora de cerrar nos pidió que si le podíamos dejar la máquina cerrada hasta la mañana siguiente (Estaba prohibido pero TODOS los encargados de bar lo hacíamos); siguió durante toda la jornada del sábado y volvimos a cerrarle la máquina para el lunes (Los domingos ya no se abría); finalmente, el lunes por la tarde el chino se marchó sin haber logrado sus objetivos, aunque nos saludó cordialmente a todos al despedirse, componiendo la estampa tradicional asiática y sonriéndonos con abierta franqueza.

Según los cálculos estimados por los empleados de turno y por un servidor, aquel chino se gastó unas 165.000 pesetas en aquellas tres jornadas (Unos 1.000 euros). Consiguió el premio máximo unas quince veces y otras tantas que lo volvió a apostar.

Según Paco el taxista, aquello tenía truco: Aquel chino estaba estudiando la máquina. Era uno de los jefes de los mafiosos…

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