Parque de Manoteras

Instantánea tomada muchos años después por el autor durante una de sus escapadas con la bicicleta en la que se puede apreciar, al fondo de la imagen, el escenario donde transcurrieron los acontecimientos aquí relatados.

 Aún conservaba lo mejor de mi añorada juventud y aquella convocatoria académica era de vital importancia para mí, tanta que el elevado coste marginal de la misma traspasaba la más optimista de mis iniciales pretensiones. Por aquel entonces, vivía con relativa comodidad en mi apartamento de la Calle Montesa y además, como ninguna osada mujer se atrevía a compartir su vida conmigo, todo cuanto ganaba repercutía única y exclusivamente en mi persona. Fueron tiempos de caprichos, de viajes en solitario allende los mares y de compras sin sentido que parecían mitigar mi vacío sentimental. De cualquier manera, sabía de sobra que esta privilegiada situación, al menos en el plano económico, iba a ser más bien efímera. Pero aquella convocatoria podría suponer que lo inquietantemente fugaz se convirtiese en algo tranquilizadoramente estable. Por desgracia, y quizás inmadurez, siempre me encontraba metido de lleno en una situación similar: Gastaba tontamente el dinero y cuando realmente lo necesitaba carecía del mismo. Y el asunto de esta inesperada convocatoria venía a confirmar mis torpes hábitos pecuniarios. Sin embargo, lo más complicado de esta novedosa circunstancia era que debía renunciar a mi presente para optar a un futuro mucho más esperanzador y que en buena parte habría de colmar mis aspiraciones, toda vez que tuve la suerte o desgracia de reconocer a su debido tiempo mi incapacidad para acometer empresas tan soñadas como imposibles. No, decididamente yo no estaba predestinado para ser el centro al que habrían de alumbrar unos potentes focos lumínicos. Pero ahora, lejos de revolcarme en la frustración, necesitaba urgentemente dinero y de una manera deliberadamente rápida. No había tiempo que perder… En la actualidad, algunas personas cercanas a mi entorno opinan con cierta maledicencia que soy un vividor, un ser que no da palo al agua. Tienen toda la razón, pero seguro que esas mismas personas desconocen que durante muchos años de mi juventud me empleé en las labores más complicadas que uno pueda imaginar — y a ello le sumo mi colaboración durante muchos años como empleado en el bar de mi padre — para hacer posible este presente. Realicé todo tipo de trabajos que hoy en día se denominan basura, trabajos dignos pero trabajos-basura, a fin de cuentas. Y ya que hablamos de basura… Un familiar, conociendo mi urgencia monetaria, intentó ofrecerme una solución mediante la posibilidad de apuntarme durante los tres meses de aquel verano como mozo encargado de recoger los contenedores de basura de las calles y descargarlos en el camión habilitado al respecto. En otras palabras, como mozo basurero. Al parecer, la empresa encargada de realizar esa labor municipal se veía forzada a reclutar personal eventual durante el verano para cubrir las bajas ocasionadas por la concesión de vacaciones a sus empleados fijos en plantilla. Por lo visto, esta dura y de entrada nada atractiva actividad estaba muy bien pagada. No me lo pensé dos veces y cursé la correspondiente instancia, aunque tuve que visitar al amigo de un amigo para que mi solicitud pasara el obligado filtro de las recomendaciones. Una tarde, me llamaron por teléfono a mi apartamento y me conminaron a presentarme en un parque municipal de recogida de residuos situado en la zona norte de Madrid. Uno de los encargados de aquel parque me aclaró allí mismo todas mis dudas: –«Esto… Leiter, tú vienes de parte de… Vale, perfecto. Bueno, pues este trabajo es muy sencillo, de veras. Te presentas aquí a la hora indicada, según el turno que te asignen, y una vez que te hayas puesto el equipo de faena en el vestuario, acudes al camión numerado que te haya correspondido y sales con otro compañero y el conductor a hacer la ruta establecida. Cuando hayáis terminado con la misma, regresáis aquí de nuevo, tomáis una ducha, os cambiáis de ropa y a casita. El jabón, el uniforme, los guantes, etc… Todo te lo daremos a su debido tiempo, una vez que hayas firmado el contrato. Veamos… Bien; te haremos entonces un contrato por los meses de julio, agosto y septiembre. Más o menos, contando con la liquidación, la prorrata de las pagas extraordinarias, etc… Saldrás por casi un millón de pesetas en total por los tres meses…» — Me quedé de piedra. Era una cantidad de dinero sensiblemente mayor de lo que en un principio me habían comentado y me vendría de perlas para cumplir mi objetivo –«Has de traerme un currículum vitae… Es algo meramente rutinario, para adjuntarlo en el expediente de solicitud. De aquí a una semana me traes ese currículum — lo puedes hacer a bolígrafo, si quieres — y entonces te daré un volante para que te hagan el pertinente reconocimiento médico, otro trámite. ¿No padeces ninguna enfermedad, no? Estupendo. Pues, quedamos en eso, Leiter»–  Realicé cuanto me ordenó aquel encargado de tal manera que a la semana siguiente dediqué toda una mañana a ser analizado exhaustivamente por el centro médico adscrito a la empresa. Como siempre, el peor momento sobrevino cuando los facultativos me entregaron un pequeño bote de plástico: –«Bebe mucha agua… Es para la muestra de orina»–  Una circunstancia que me pone de los nervios. Aunque lo realmente curioso fue lo que, a primera vista, determinó el especialista de aparato respiratorio tras examinarme con unos extraños artilugios: –«Joven, tiene usted un corazón y unos pulmones a prueba de bomba. Le felicito por no haber caído en el vicio del tabaco»–  Por aquel entonces, yo fumaba no menos de cajetilla y media diaria de tabaco… Unos días más tarde, ya con los resultados médicos en la mano, fui de nuevo llamado por la dirección del parque para firmar el contrato. En aquellas instalaciones pude contemplar a todo tipo de gente en la larga fila del personal eventualmente admitido, chicos jóvenes como yo, cuarentones y algún otro más cerca de la jubilación que de otra cosa, aunque ni una sola mujer. Un improvisado monitor nos enseñó en el patio el mecanismo de control del camión recoge-basuras, algo a priori bastante sencillo. Nos entregaron también un mono azul de trabajo y un conjunto de camisa y pantalón de color butano chillón… Por un momento, sentí un cierto bajón anímico pero me centré en mi objetivo: Yo no estaba allí para quedarme, sino para ganar un dinero que me hacía mucha falta. Por ello, procuré pasar lo más desapercibido posible, no sumándome a ninguna animada tertulia entre futuros compañeros de trabajo.

 Y allí que me presenté a las siete de la mañana en mi primera jornada de trabajo. Junto a decenas de compañeros, me cambié de ropa en el vestuario y al verme reflejado en un espejo con tal llamativo «uniforme» me volví a desmoralizar… Pero no tuve tiempo para más reflexiones interiores. Me asignaron un número de camión y, tras saludar al conductor y al otro compañero de trabajo, advirtiéndoles mi condición de novato, empezamos con la ruta. El compañero — un hombre mayor y experimentado — debió advertir cierta ansiedad en mi comportamiento y no tardó en comentarme: –«Tranquilo, chico, y no te pongas nervioso. Tú limítate a traerme los cubos en las paradas y yo los iré colocando en el peine de elevación. Sobre todo ten cuidado al saltar del camión. No lo hagas en marcha hasta que no hayas adquirido práctica. Esta ruta es muy sencilla y cuando antes acabemos, antes estaremos en casa»–  Me resultó agradablemente acogedor el hecho de viajar en la plataforma posterior del camión, al aire libre, sintiendo en mi rostro el frescor de la brisa mañanera en una jornada tremendamente calurosa. El trabajo era realmente fatigoso, pero en absoluto complicado. Ya de vuelta, en el interior de la cabina, el compañero me interrogó: — ¿Qué tipo de contrato te han hecho? Tres meses… Bueno. Lo importante es que luego te sigan llamando. A ver si hay suerte y con el tiempo te hacen fijo, chaval. No lo has hecho mal el primer día, pero procura no ponerte tan nervioso»–  También el conductor me ofreció sus recomendaciones: –«No des golpes al camión cuando hayas finalizado. Aprieta el botón verde, nada más»– A eso de las once de la mañana, y tras haber efectuado una parada para descansar un poco, estábamos de regreso en el parque. Había trabajado poco más de tres horas y me pagaban como jornada completa. Un verdadero chollo. Al salir de las duchas, me instaron que acudiera a las oficinas  –«Chico, ha habido un error con tu ficha. Te hemos asignado a camiones pero te vas a quedar en el lavadero, ahí fuera. No te preocupes por tu salario; Los del lavadero cobran un poco menos pero a ti se te respetará el de mozo. Tendrás turno de tarde, así que mañana te presentas a las dos, ¿Vale?»– No me importó mucho el cambio de destino, aunque al comentarlo a la salida con el conductor del camión, éste me advirtió: –«¡Qué hijos de puta! Te han colocado en el peor sitio… El lavadero… ¡Eso no lo quiere nadie! Ahí vas a trabajar muy duro y toda la jornada completa. Lo siento. Mala suerte. Yo que tú me negaba pero, claro, por otra parte, es el mejor puesto para que te hagan fijo… ¡El lavadero no lo quiere ni Dios! En fin, ya me contarás…»– Me asustaron tanto aquellas pesimistas apreciaciones que al día siguiente me presenté en el parque con algo de miedo en el cuerpo. Las malas perspectivas no sólo se confirmaron, sino que se acrecentaron hasta extremos del todo inverosímiles. El nuevo trabajo consistía en lavar los camiones, generalmente por fuera, pero alguno que otro también por dentro. No resultó nada fácil verse metido en el interior de un camión de basura, a las tres de la tarde, con un sol veraniego de justicia y recién comido. El hedor era insoportable dentro del compartimento, con restos de todo tipo que debíamos limpiar a base de persistentes manguerazos. Además, yo que soy un tanto hipocondríaco, no dejaba de reflexionar: –«Mira que si por un fallo a esto le diera por ponerse en marcha ahora…» — Menos mal que esta situación no era la tónica general, basada fundamentalmente en el lavado exterior de los vehículos. Para ello, el compañero, un joven experimentado, me dejaba la parte fácil, esto es, la delantera, y aún así, no conseguíamos armonizar nuestro trabajo en equipo debido a mis continuos retrasos. Afortunadamente, el compañero pareció entenderlo y no me recriminó nunca nada. A eso de las seis de la tarde, interrumpíamos nuestra labor durante media hora y aprovechábamos para tomar un refrigerio, junto con los conductores encargados de traer los camiones desde el patio al lavadero y viceversa. Luego de observar los más pintorescos bocadillos que he visto a lo largo de toda mi vida, preparados con todo esmero por alguno de los allí presentes, se improvisaban amenas tertulias de contenido futbolístico y verbenero, amén de comentarios sobre las diversas incidencias del trabajo. Yo me mantenía al margen de todo, limitándome a sonreír y a escuchar. No tardaron en apodarme «El Mudo»… Uno de los conductores pareció haberla tomado conmigo: –«Oye, tú… ¡Que a las ventanillas también debes echarle jabón!»– o –«En el tiempo en que tú empleas en limpiar un camión, tu compañero se hace tres…»– Pero, a no tardar, mi compañero de fatigas salió en mi defensa: –«¡Quieres callarte ya de una puta vez y dejar al chaval en paz! ¡Se le ve trabajador y punto!» — Al reincorporarnos a la labor, otro conductor se me acercó y me dijo: –«Mudo, no le hagas ni caso a ese viejo cascarrabias. Está amargado. Tú céntrate en tu trabajo y ya está. Ya verás como te hacen fijo… ¡Si esto no lo quiere nadie!»–  No cesaron del todo las polémicas aquella tarde: Para poner la guinda al pastel, un involuntario golpe de manguera dio con mis gafas en el suelo, fracturándose uno de los cristales. La empresa, enterada de la incidencia, me extendió un vale para que pudiera pagarme la reparación, actitud que consideré del todo encomiable. Pero lo peor me ocurrió otra tarde, cuando mi compañero se clavó una jeringuilla en un dedo y tuvieron que trasladarle de urgencia al hospital para someterle a una cura antitetánica. Me quedé solo y tuve que dedicarme a limpiar los camiones enteramente y sin ayuda, algo para lo que, sinceramente, no estaba aún preparado. De los 35 ó 40 camiones que a diario limpiábamos, apenas logré completar una decena de ellos. La tarde siguiente, el gerente del parque me llamó severamente la atención: –«Joven, debe usted espabilar; aquí se viene a trabajar y no a holgazanear. Téngalo usted muy presente… ¿Entendido?–«   De nada sirvieron mis explicaciones acerca de la contingencia que había sufrido mi compañero y de mi condición de principiante. Consideré del todo injusta la recriminación y a punto estuve de renunciar aquella misma tarde… Pero ya no podía dar marcha atrás bajo ningún concepto. El trabajo se fue convirtiendo paulatinamente en un suplicio para mí y así, una mañana, tras haber disfrutado de dos días de permiso, me puse a llorar a solas en mi apartamento al tiempo que preparaba mi mochila para incorporarme al trabajo: –«¿Pero qué cojones pinto yo allí?» — pensaba con ardiente amargura. La propia rutina laboral se encargó de curar mi bajón anímico y, poco a poco, me fui adaptando mejor al trabajo, con lo que mi bache depresivo se fue diluyendo sin más. Al finalizar la última tarde del segundo mes, el compañero se despidió de mí: –«Mudo, mañana empiezo el mes de permiso. Vendrá el cubano a sustituirme… Un buen tío, de veras. Como a ti ya sólo te queda un mes, creo que ya no voy a volver a verte, al menos de momento. Pero tú tranquilo. Acabo de hablar con el gerente y, pese a lo del otro día, tiene una buena impresión de ti. Ya verás como te vuelven a llamar… Tú estate al loro y no rechaces ninguna suplencia de las que te propongan, aunque sólo sea de una semana. Con un poco de suerte, de aquí a un año te harán fijo, como a mí… ¡Si esto no lo quiere nadie!»–

 El cubano resultó ser una persona tremendamente práctica y afable, un ser extrovertido que se tomaba el trabajo como un juego. Me resultó muy fácil adaptarme a su forma de trabajar y el último mes se me pasó mucho más rápido de lo que yo inicialmente esperaba. Una tarde, en pleno receso, el cubano me hizo un comentario que me dejó absolutamente perplejo y con la boca abierta: –«Oye, tú mudito, ¿Sabes que yo soy músico?» — Yo jamás había hecho allí mención alguna sobre mi formación musical. Le dejé hablar, confundiendo el cubano mi rostro de sorpresa con el de una pretendida admiración  –«Terminé los estudios en el Conservatorio de La Habana y me puse a trabajar como pianista en una compañía que ofrecía giras por todo el mundo. Tras unos años con la misma, decidí pedir asilo político durante una escala aquí, en España. Menos mal que acabé encontrando este trabajo. Dejé mujer y una hija en Cuba pero, con lo que gano aquí, me da para vivir y enviar la mitad del sueldo a Cuba. No quiero que mi hija acabe de jinetera y tan pronto como termine con los trámites de la nacionalidad, intentaré traérmela aquí conmigo. Lo malo es que con este trabajo, con la hijaputa de la manguera, mis manos han perdido sensibilidad y ya no responden. Además, aquí nadie sabe un carajo de música y ningún amigo tiene piano en casa para poder practicar… Algunas noches me ejercito sobre la tabla de la cama, imaginando que es un teclado, je, je…»–  Aunque me costó horrores, jamás le confesé al cubano mi condición de colega. Me hacía el despistado y en algunas ocasiones le preguntaba por su opinión acerca de algún compositor en concreto, simulando que había escuchado alguna obra del mismo en la radio. Los conocimientos musicales del cubano eran realmente asombrosos y tan pronto me ofrecía una charla sobre Chaikovski como tan pronto alababa las virtudes de Beethoven  –«… Lo que pasa, Mudito, es que si no sabes nada de música no te lo puedo explicar… ¿Cómo te diría yo? Esa pieza para piano de Beethoven que dices haber escuchado es… ¿A ti te gustan las mujeres mucho? Pues así, chico. Es como acariciar a una mujer hasta conseguir que se desnude… Pero el viejo de Beethoven se excita tanto que arranca la ropa a jirones, el muy hijoputa, je, je… ¿No sé si me entiendes?»–  Muchas noches, en la soledad de mi apartamento, reflexionaba sobre las inmisericordes paradojas de la vida, sobre la estúpida casualidad que envuelve al ser humano en determinados momentos. Pensé también en la maldita injusticia que en ocasiones moldea el devenir de las personas, cuando se supone que la lotería de nacer en tal o cual país determina tus futuras circunstancias existenciales. Con posterioridad, me arrepentí de no haberle confesado al cubano toda la verdad sobre mi persona y circunstancias. Pero tuve muy claro desde un principio que aquel período de tres meses fue tan sólo un obligado paréntesis en mi vida que no admitía prolongaciones. De cualquier manera, siempre conoce uno a gente interesante y de buen corazón en cualquier parte. Y, también, a algún que otro viejo cascarrabias, claro…

 Unos meses más tarde de haber finalizado mi etapa en el lavadero, advertí que la luz roja del contestador automático tintineaba nerviosamente al regresar por la noche al apartamento tras una agotadora jornada repleta de exámenes y más exámenes  –«¿Leiter Caesaris Imperatores Filius? Esto… Te llamo del parque de recogida de residuos… ¿Te acuerdas?… Escucha, a ver cuando puedes pasarte por aquí para firmar el contrato y realizar una suplencia… Sería en el lavadero…»–  ¡Caray con el lavadero! ¡No lo quiere nadie!