copia-bar-3

A la derecha y en primer plano, don Caesar Imperator en una instantánea tomada en el que ya era su bar en 1953. Junto a él, vemos a un asustado empleado, Pepe, sosteniendo una botella.

 No me resulta en absoluto incómodo reconocer que jamás he sabido con certeza cuántos hermanos llegó a tener mi padre, don Caesar Imperator, ya que hasta él mismo se mostraba indefectiblemente dubitativo ante esa referida cuestión. Según algunas fuentes llegaron a ser 23 los hermanos, divididos a su vez en 13 hembras y 10 varones. Sin embargo, en aquel paraje montañoso perteneciente a la parroquia de Pola de Allande — Asturias — donde mi padre vio la luz por primera vez, se incrementaba esta primera cifra hasta llegar a los 25 y eso sin incluir los tres desgraciados procesos abortivos que hubo de sufrir mi abuela Matutina, personaje a quien apenas conocí y del que guardo un vago y nebuloso recuerdo. Fuesen 23 ó 25 la totalidad de hermanos y hermanas, lo realmente cierto es que mi padre se crió en aquella aldea rural formada por siete dispersas casas, contando con la del cura, que se ubicaba a medio camino entre Cangas del Narcea y Besullo, este último pueblo natal del conocido escritor asturiano Alejandro Casona. Un singular acontecimiento acaecido durante la más tierna infancia de mi padre marcó su consiguiente devenir existencial a lo largo de los tiempos y este no fue sino la experiencia de vivir un inesperado eclipse solar que cubrió de tinieblas todo el valle del Argancinas a plena hora del ángelus. Los vecinos, aterrados por esta insólita circunstancia de conjunciones planetarias del todo desconocida para ellos, se dirigieron junto con sus vacas a la parroquia de la aldea pensando que aquello no era sino un signo cósmico del inminente fin de los tiempos. Desde aquel día, mi padre se convirtió en un auténtico devoto de la fe católica y de todas sus permitidas extensiones piadosas, llegando a atesorar al final de su existencia una espectacular colección de reproducciones de santos en formato de estampitas que celosamente guardaba en el cajón de su mesita de noche. Fiel a su devoción, jamás eludía celebración eucarística alguna, ya fuese ordinaria o de difuntos, y de esta forma compiló también una paralela colección de recordatorios funerarios que hoy en día permanecen también en el mismo y referido compartimento, encabezados todos ellos por el suyo propio. La primera gran oportunidad que se le presentó a mi padre fue cuando, cumplidos los 18 años, le llegó la hora de cumplir con la patria. Tuvo suerte y le tocó servir en el cuartel de Tetuán, enclave norteafricano al que tardó tres días y tres noches en llegar y en el que no sufrió el más mínimo problema de adaptación debido a que apareció con la cara tan abetunada por el hollín que pronto se integró como uno más de los allí lugareños. Siempre me juró que durante aquella militar estancia norteafricana sostuvo un terrorífico y espiritual encuentro con Aisa Kandisa, una extraña deidad musulmana, en los jardines de Larache y de la que sólo pudo liberarse componiendo la cristiana señal de la cruz. Aunque yo creo que lo que en realidad le aconteció fue que, sin él saberlo, aceptó un cigarrillo de Kif que le provocó alguna que otra alteración de tipo perceptivo. Trascurridos aquellos tres inolvidables años de servicio militar, mi padre abordó de nuevo el tren en Algeciras con vistas a regresar a su amada aldea rural asturiana, mas, en el obligado tránsito de la madrileña estación de Atocha se apeó para estirar un poco las piernas, quedándose tan prendado de los cosmopolitas aires capitalinos que decidió quedarse allí, dando con un palmo de narices al sucio y polvoriento tren que de nuevo arrancaba rumbo al norte. Pronto se colocó como ayudante en un bar, aprendiendo los entresijos de un oficio que habría de acompañarle hasta el resto de su vida. Pero aquellos fueron años duros, de melancólicas y susceptibles soledades, de dormir al raso en los bancos públicos de la Glorieta de Bilbao, de bañarse una vez a la semana en los sanitarios públicos y de constante abstinencia cárnica. Sin embargo, su fuerte espíritu norteño le ayudó a sobreponerse de aquella época de calamidades y a los seis meses dio con una modesta pensión de a perra y media la noche. También supo ahorrar para comprarse su primer traje de chaqueta con el que acudía todos los domingos al Retiro en busca de una flor silvestre. Según me contaba, una tarde llegó a quedar con siete chicas a la misma hora y en el mismo lugar, épica escena contemplada a bordo de un taxi que contrató para verificar tal proeza escondido en el asiento de atrás, puro en ristre aparte. Comprobando que todas las féminas habían acudido puntualmente a la cita, mi padre ordenó puntualmente al chófer que se alejase de allí a toda velocidad ante el temor de llegar a ser reconocido y humillantemente descubierto. Tan sorprendido se quedó el taxista ante esa pretendida hazaña que se negó en redondo a cobrar estipendio alguno por la carrera, interrogando a mi padre acerca de cómo se las podía ingeniar uno para llevar a efecto esa demostración de galantería. Esta anécdota, mil veces narrada por él mismo sin ninguna contradicción, delataba el carácter marcadamente egocéntrico de mi padre y de sus alegrías con el dinero ahorrado, aspecto bien continuado por quien esto escribe. Pero las circunstancias que envolvían a mi padre cambiaron radicalmente cuando por fin hubo de contactar con una hermana suya que también se había instalado en los madriles y que, por esos extraños e incomprensibles azares de la vida, se había casado con un paisano que regentaba un bar en la Calle de Alcántara. Por mediación de su hermana, mi padre se colocó en aquel garito triste y desdibujado que a duras penas mantenía su escaso fondo de comercio entre los más que sospechosos clientes que acudían a los ya decadentes chalecitos de la Calle de las Naciones en busca de eventuales compañías femeninas previo pago por adelantado y que tan bien fueron retratados por don Camilo José Cela en sus novelas San Camilo, 1936 y La Colmena. En tres meses, mi padre logró renovar aquella extraña clientela a base de ganarse a los numerosos empleados de la Empresa Municipal de Transportes, cuyo inmenso edificio hacía de chaflán en la esquina con la Calle de Ayala. Dos años más tarde, su cuñado decidió retirarse de la barra y dedicarse a tareas de cocina ante el exclusivo y singular protagonismo que había adquirido mi padre al frente de la citada barra. Finalmente, tres años más tarde y tras negociaciones que en absoluto fueron complicadas, mi padre se convirtió en el nuevo y flamante propietario de aquel bar.

copia-bar-4

Navidades de 1968: Mi padre, enfundado en su inseparable chaquetilla blanca, brindando junto con unos clientes en el bar. Justo a su izquierda y, mirándole de perfil, su paisano y conocido cantante Víctor Manuel. El artista asturiano estaba aún empezando pero ya daba muestras de su clase

 bar-feria-san-isidro-1969

 Callejón de la Plaza de Toros de Las Ventas, Feria de San Isidro de 1969: Mi padre junto al diestro Paco Camino, uno de sus mayores ídolos en materia taurina

 Tanto el local como mi padre empezaron a hacerse famosos a lo largo de toda la barriada, convirtiéndose aquel bar en centro de reuniones y tertulias compuestas por lo más variopinto de una acrisolada clientela deseosa de comentar la actividad social y política del país en unos tiempos donde no era muy recomendable la pública discrepancia con respecto a las actuaciones gubernativas. Según me narraron los clientes más antiguos y de toda la vida, mi padre solía generar las polémicas políticas, taurinas o futboleras mediante el ingenioso recurso de tirar la primera piedra y esconder luego la mano; y así debía ser, ya que lo único que en realidad le interesaba a mi padre era que aquellos improvisados tertulianos de barra desgastasen tanto su perspicaz lengua que luego no tuviesen otro remedio que el de seguir solicitando consumiciones para tonificar la misma, con el consiguiente desembolso económico que tan bien repercutía en la niquelada caja registradora. Y es que, sencillamente, esa era la verdadera obsesión de don Caesar Imperator, la generación de los suficientes recursos como para estabilizar su vida y cumplir su obligado sueño de fundar una familia. De hecho, durante alguna que otra temporada, mi padre se pasaba las veinticuatro horas del día en su local, sirviendo el reservado de improvisada vivienda por las noches. Ocurrió que una tarde doña Lola, la portera del edificio en cuyos bajos se albergaba el bar, le comentó a mi padre que el piso quinto estaba en venta ya que su último inquilino, un militar retirado, había amanecido más tieso que la mojama sobre la cama del dormitorio. En tan sólo dos meses, mi padre se vio obligado a acudir al ilustre notario don Blas Piñar para formalizar las correspondientes escrituras del piso. Ya tenía mucho más de lo que podía haber soñado desde aquella tarde de iluminados descubrimientos en la Estación de Atocha: Negocio y domicilio de su propiedad. El siguiente paso a dar fue el encontrar a alguien adecuado para llenar de vida esa solitaria casa. Pese a la fama de mujeriego que entonces había adquirido mi padre en la barriada — condición que también hemos heredado sus cuatro hijos varones — pronto le hubo de echar el ojo a aquella morena de ojos verdes que vivía con su hermana y su cuñado en el portal de enfrente y que, puntualmente, acudía todos los mediodías al bar en busca de una botella de gaseosa para mezclar con el vino tinto en la comida. Seis meses después, y luego de haber firmado unos documentos ante testigos en la vicaría de la iglesia de Manuel Becerra, aquella joven de Vicálvaro se mudó definitivamente al portal de enfrente. Don Caesar Imperator quiso emular a mi abuelo y fue a vástago por año, aunque con el cuarto, y tras dos procesos abortivos que pusieron en serio peligro la vida de mi madre, el matrimonio dio por finiquitada dicha empresa reproductora. Y así, mano a mano, mi padre tras la barra del bar y mi madre junto a los fogones de la cocina del mismo, fueron consolidando un negocio que dio además para adquirir otros dos pisos en Madrid, aparte del apartamento vacacional en la Sierra del Guadarrama. Pero lo más importante es que, tanto a mi madre como a todos los hermanos, nunca nos faltó de nada. Fue entonces cuando por el barrio se empezó a extender el malicioso rumor acerca del excesivo y rudo carácter de mi padre en relación con sus eventuales empleados bajo su cargo, que eran siempre dos, uno para el turno de la mañana y otro para el de la tarde. En aquellos tiempos no era como ahora, que se contratan empleados con un mero carácter provisional y sin ninguna posibilidad de superación personal. Antiguamente, el que valía para trabajar en la barra de un bar, aunque permaneciese allí años y años, terminaba por abrir, generalmente, su propio negocio. Fue la época de una lista de camareros y dependientes que pasaban a ser como de la familia y que para los ojos de un chiquillo de cinco años como yo se me antojaban como unos verdaderos héroes y compañeros de trabajo de mi padre  (Por entonces, yo aún no tenía claro que mi padre fuese «el jefe»). De aquel período, recuerdo a Justo, Lino, José… Hombres que siempre me gastaban bromas cuando yo aparecía por el bar. Más adelante, cuando otro de aquellos inolvidables empleados, Pablo, se despidió, me dijo: –«Hay que tener los huevos muy grandes para estar aguantando los años que yo he estado con tu padre, Leiter. Es el tío más brusco que he visto en mi vida. Pero, eso sí: Si ahora voy a poder abrir mi propio bar es gracias a todo lo que el muy cabrón me ha enseñado. Todo lo que yo he aprendido aquí de hostelería no se enseña en ninguna parte, de veras, y tu padre, pese a su abrupta forma de ser y de trabajar, es el mejor jefe que he tenido en mi trayectoria profesional. Aunque no te lo creas, me jode tener que abandonarle, pero es ley de vida»–   Pese a las recomendaciones de signo contrario por parte de mi padre, yo empecé a echar una mano en el bar y acabé por convertirme en un empleado más y, nunca, como «el hijo del jefe», alternando mi trabajo con los estudios y otros quehaceres de la vida. No fue nada fácil la relación laboral con mi padre quien, detrás de la barra, me trataba con obligada displicencia y decoro, aunque en determinadas ocasiones surgieran los inevitables conflictos. Para mi padre, cualquier acción del negocio, por nimia que pudiera parecer, tenía su sentido y consecuentemente trataba de explicármelo. Una mañana, estaba yo muy enrevesado con una tortilla de jamón serrano que un cliente me había solicitado. Mi padre, observando mis dificultades, se acercó hasta la plancha y me dijo: –«¡Joder, qué manera de complicarte la vida!  Piensa en que esa tortilla es para ti; piensa que estás en casa y que tienes hambre. Te apetece una tortilla de jamón. Dime la verdad, ¿No sabrías hacértela tú mismo?  Quítate la vergüenza, que aquí lo único que interesa es que ese señor se coma su bocadillo y lo pague. Lo demás, no importa…»–  De todas maneras, mi padre y yo éramos muy distintos tanto de ideas como de caracteres, por lo que terminábamos chocando por cualquier asunto sin importancia. Sí, éramos muy distintos: El, un hombre muy de derechas, católico practicante hasta la médula y seguidor ferviente del arte de Paco Camino. Por el contrario, yo era un marxista convencido, un declarado ateo y un admirador de la muleta de Antoñete… Fue curioso lo que le ocurrió a mi padre durante los últimos años de su vida. El, que durante muchas Ferias de San Isidro por las tardes se vestía de chaqueta y corbata para acudir a los festejos taurinos de Las Ventas, renegó de todo lo relacionado con los toros. Aún así, pienso que mi padre sentía por mí un cariño especial y que, a pesar de las frecuentes disputas que manteníamos, siempre estaba ahí cuando yo le necesitaba. Una mañana me brindó una de esas lecciones que jamás se olvidan: Llevábamos unos días sin hablarnos él y yo como consecuencia de una fuerte discusión relacionada con las tareas propias del bar, como no podía ser de otra manera. Por si no fuera poco, aquella mañana yo debía estar un tanto alineado con el mismísimo diablo ya que llamé a la atención a mi madre con unas groseras maneras por el simple hecho de que ésta había preparado unos aperitivos de forma distinta a la que yo había previamente solicitado. Mi madre, mujer de armas tomar, esperó a que se despejase momentáneamente de gente el bar para, saliendo de la cocina, dirigirse hasta mí en un tono manifiestamente colérico y molesto: –«¿Tú te crees que esas son formas de decirme las cosas? ¿Acaso me vas a enseñar tú ahora a mí a cocinar? ¿Sabes que te digo? Que eres un perfecto cretino y un gilipollas en toda regla, Leiter. Y quiero decirte una cosa: ¡No tienes ni puta idea de trabajar! ¿Te enteras? ¡No le llegas a tu padre ni a la suela de los zapatos! ¡Listillo, que eres un listillo de mierda…!»–  Mi padre, que estaba sentado junto a una mesa tomándose un café, observó la violenta escena dialéctica sin abrir en ningún momento la boca mientras que yo me sentí muy dolido con aquellas frases de mi madre que, dada su poderosa entonación, parecían ser del todo sinceras. Finalizado mi turno de trabajo, me retiré totalmente desanimado hacia mi apartamento de la Calle Montesa, habiendo de parar en un bar vecino de la referida calle con las imperiosa necesidad de tomarme una cerveza, ensimismado en mis pensamientos por aquel desagradable episodio. Se me estaban escapando las lágrimas, dando vueltas a la jarra de cerveza y reflexionando sobre mi estúpida conducta, cuando por sorpresa apareció mi padre por aquel bar (El jamás visitaba los bares vecinos). Luego de acarrear con un taburete, y colocándose junto a mi lado en la barra, me dijo: –«Bueno, hijo: Ya has conseguido enfadarte con tu padre y con tu madre al mismo tiempo. Escucha, no llevo dinero encima… ¿Me invitas a una cerveza?  Si no te importa, y pese a que llevamos unos días sin hablarnos tú y yo, quisiera decirte una cosa: Tú madre es la mejor mujer del mundo y no se merece esos desaires tuyos. Pero, tú tranquilo. Pídela perdón y ya está. ¡Joder, Leiter, que tienes los ojos humedecidos! ¡No pasa nada, hombre! Ya sabes cómo son las mujeres… Se enfadan por nada. Yo sólo quiero decirte que estoy muy orgulloso de ti y de tu trabajo en el bar…»–

bar-1971

 Año 1971: Mi padre, quizás en su mejor momento, siendo observado por dos clientes del bar que han sido convenientemente retratados por mí en otra sección de esta página

bar-1973

Año 1973: Mi padre «saludando» a un retrato dedicado del maestro Antonio Chenel, «Antoñete», torero que visitaba con frecuencia el bar. El diestro de la foto inferior es el venezolano Curro Girón.

 La década de los años noventa significó el paulatino declive físico de mi padre, quien empezó a sentirse aquejado por una enfermedad de tipo nervioso que mermaba de buen grado su capacidad para trabajar. A esto se le sumó un inesperado proceso diabético por el que diariamente se veía obligado a inyectarse por vía intravenosa una dosis de insulina. Pero lo que realmente acabó por deteriorar la salud de don Caesar Imperator fueron tantos y tantos años de diario esfuerzo y sacrificio en un oficio tan complicado como el de «dar de abrevar» a la parroquia, como algunas veces así lo definía. Pese a las recomendaciones tanto familiares como facultativas, seguía bajando desde su casa al bar a diario, aunque su labor se limitaba a permanecer sentado y en silencio alrededor de una mesa, leyendo parsimoniosamente las páginas del ABC y deteniéndose más de lo habitual en la sección necrológica y de esquelas de dicho diario. También observaba con el rabillo del ojo la labor que realizábamos los que por entonces estábamos trabajando en el bar, supervisando que las cuentas de las consumiciones no fuesen erróneas, mayormente por defecto. Acudía puntualmente a misa de doce aunque al regreso se le notaban evidentes síntomas de fatiga tanto física como mental. Una de sus mayores ilusiones era la de darse un paseo con un simpático cachorrillo de caniche propiedad de una clienta y vecina de un edificio colindante. Una mañana nos sentimos alarmados al comprobar que, ya pasada la una del mediodía, no teníamos noticia ni de mi padre ni del perro. Avisamos a la Policía y al poco dieron con ellos en un banco del parque de Manuel Becerra. Mi padre había sufrido un repentino ataque de amnesia y no recordaba absolutamente nada acerca de su entorno y circunstancias. Afortunadamente, el perrillo pareció comprender la imprevista contingencia y no se hubo de separar de mi padre en lo que resultó ser una buena prueba de canina fidelidad. Incluso, según me contaron los policías, enseñó los dientes a los mismos una vez que estos se acercaron al banco para proceder con la comprobación del supuesto desaparecido. Por esas enigmáticas paradojas que suelen acontecer en la vida, aquel valiente y fiel perrillo acabó siendo adoptado por quién esto escribe muchos años después y en la actualidad, pese a que el veterinario afirmó que sería difícil que sobreviviera a estas últimas navidades, Pepito sigue dándonos todo lo que buenamente puede de sí, que no es poco. Vamos a ver si puede resistir los calores del verano… Tras sufrir una crisis cardíaca en el transcurso de unas vacaciones, el estado de salud de mi padre se deterioró aún más, resultando estériles los tratamientos médicos que, si bien paliaban las insuficiencias respiratorias, acrecentaban peligrosamente los complicados procesos derivados de la diabetes. Don Caesar Imperator se encontraba extraordinariamente fatigado por entonces y las diarias visitas a misa de doce se convirtieron en todo un suplicio para él. Un sábado por la tarde debió ser ingresado de urgencia al presentar un complicado cuadro con todo tipo de insuficiencias imaginables. Cuando era introducido en camilla al interior del vehículo sanitario observé como dirigía su lacónica mirada hacia las acristaladas puertas del bar. Pienso que, por unos instantes y de alguna manera, fue consciente de que aquello suponía una irremediable despedida. El lunes por la tarde, a las 18 horas y 11 minutos, falleció en el hospital. La noticia corrió como la pólvora por toda la barriada y al día siguiente no paró de acudir gente a la sala del tanatorio donde se hubo de exponer su cadáver. Con la desaparición de don Caesar Imperator Pater Leitaeris, aquel mítico bar de la Calle de Alcántara ya nunca volvió a ser el mismo.

Es muy posible que, en algún remoto lugar del universo, don Caesar Imperator esté sonriendo al comprobar que uno de sus hijos ya no es tan marxista — aunque se siga sintiendo de izquierdas — y que, al menos, haya pasado de considerarse ateo a proclamarse agnóstico. Pero de lo que sí tengo una total y absoluta certeza, es que mi padre estará muy ilusionado al comprobar como aquel amiguito suyo con el que salía a pasear al parque por las mañanas se encuentra ahora bajo mi protección   –» Tranquilo, Pepito; se fuerte y aguanta. Te estoy esperando aquí con la correa para dar muchos paseos y para enseñarte de cerca la luna y las estrellas. Pero no tengo prisa; aquí nunca se tiene prisa. Anda, quédate un poquito más con Leiter y Celia…»–

 En el día de hoy, 26 de mayo de 2009, se cumple el XII aniversario del fallecimiento de mi padre. Este humilde post va dedicado a su memoria