bautizo 

 Conocí a Tzveta durante la celebración de un bautizo y a la semana siguiente ya estábamos almorzando juntos en La Taberna del Alabardero. En aquellos tiempos, el fenómeno de la inmigración extranjera era aún prácticamente anecdótico en nuestro país y la presencia en el barrio de una bella y joven búlgara como Tzveta suponía toda una exótica novedad. Tzveta eludía cualquier comentario sobre los motivos y circunstancias que la habían inducido a abandonar su patria y, en mayor medida, los pormenores de su periplo, que en absoluto debió ser fácil para ella toda vez que por entonces Bulgaria se hallaba sometida a la férrea dictadura comunista de Todor Zhivkov, una de las más duras de todo el antiguo bloque del Este. Hasta donde pude averiguar, Tzveta se había liado, pese a la diferencia de edad, con un conocido personaje del barrio pero el asunto no llegó a cuajar del todo. Posteriormente fue acogida por un matrimonio que regentaba un bar no muy lejos de donde se hallaba el de mi padre, ayudando en cambio en las tareas domésticas y en las propias de la taberna. Algunas voces en la barriada sugirieron la lujuriosa posibilidad de que dicha colaboración laboral se extendiera también a otros ámbitos más íntimos, pero todo eso me fue categóricamente negado por Tzveta durante aquel almuerzo.  –«Para nada, Leiter»– Tzveta se expresaba en un correctísimo castellano.  –«La señora está muy delicada de salud y apenas puede hacerse cargo de las faenas domésticas. Yo ayudo por las tardes en el bar mientras que por la mañana cuido y limpio la casa. Los señores se portan muy bien conmigo; tengo una habitación para mí sola y a finales de mes la señora siempre me concede una cantidad de dinero. De no ser por ellos, estaría en la calle durmiendo… ¡Huy, qué tarde! Tengo que irme al bar ya mismo, Leiter. Gracias por tu invitación… Si quieres, llámame a este número el sábado por la tarde, que tengo libre, y seré yo quién te invite a cenar»–  Pese a las bondades físicas de Tzveta, una mujer extraordinariamente atractiva, y a su petición de que volviésemos a quedar para el próximo sábado, no tenía yo la ardiente impresión de haber «ligado» con ella — aunque, quizás ese fuese mi mayor deseo — ya que Tzveta, si bien cercana y amable en el trato, se mostraba excesivamente fría para cualquier romántica pretensión. De todas formas, volvimos a quedar el sábado siguiente y, para mi sorpresa, Tzveta me llevó a cenar a un lujoso restaurante impidiendo cualquier tentativa mía en pagar la consecuente y elevada factura. Dada su llamativa y silvestre belleza, luciendo una espectacular y sedosa mata de pelo negro, observé como de buenas a primeras se convirtió en el centro de atención de muchas miradas del resto de la clientela y a ello contribuyó, de buena manera, la considerable pero muy armonizada estatura de Tzveta, aspecto que hacía sentirme un tanto incómodo y estúpidamente acomplejado. Pero Tzveta acabó por desconcertarme del todo cuando, finalizada la cena, me propuso acudir a probar suerte a una sala de bingo. Durante el trayecto, no tuve más remedio que preguntar:  –«Perdona Tzveta… Creí que tu situación económica era más modesta. La cena te ha salido muy cara y ahora pretendes gastarte más dinero en el bingo. No sé…»–  Tzveta, con una altivez que me resultaba particularmente atractiva, me interrumpió: –«Apenas piso la calle, Leiter. De casa al bar y del bar a casa. Tengo algún dinero ahorrado y para una vez que salgo me gusta divertirme y pasármelo bien; creo que me lo merezco ya que no paro de trabajar en todo el día.»–  Me llamó mucho la atención el hecho de que, teniendo en cuenta su procedencia, Tzveta poseía un gusto exquisito para vestir y usaba prendas de marca no precisamente baratas. Salimos del bingo con más pena que gloria y Tzveta aceptó mi propuesta de tomarnos la «penúltima» copa en un pub cercano. Fue allí donde la besé por primera y última vez, aunque Tzveta no mostró en ningún momento el más mínimo atisbo de pasión que semejante e íntimo trance suele generar. Creo que aceptó mi inadvertido beso más por cortesía que por cualquier otra cosa, si es que el referido término de «cortesía» puede definirse con tal acepción. Aquella insustancialidad amorosa provocó que no sugiriese, por mi parte, una estimulante prolongación de la velada en la intimidad de mi apartamento, aunque estaba convencido de que Tzveta era tan directa y natural que, de habérselo propuesto, hubiéramos acabado acostándonos juntos esa misma noche. Me despedí de ella de la misma forma en que uno se despide de un amigo íntimo, sin ningún tipo de demostración pasional: Un «adiós» con la propina de un gélido beso en los labios. Ya a solas en mi apartamento de la calle Montesa, tuve la extraña sensación de que ya nunca más la iba a volver a ver a pesar de que habíamos prometido llamarnos nuevamente. Además, también se me quedó el amargo regusto de pensar que había actuado como un completo gilipollas esa noche con ella.  –«Me cago en la puta… ¡Lo bien que nos lo estaríamos pasando ahora en esta cama!»– Reflexionaba a solas, fumando un cigarrillo y recostado junto a la almohada…

 Una sobremesa, cuando tenía por costumbre tomarme un café en el bar de Boni para sentir la libertad de hacerlo fuera de mi propio entorno, me volví a encontrar allí con Tzveta quien, seguramente, paladeaba con mis mismos condicionantes un refrigerio a la espera de reincorporarse a su turno en el otro bar. –«Ah, Leiter… ¡Gracias a Dios! Te estaba buscando y no quería que te viesen conmigo en el bar de tu padre… Tengo que hablarte»–  Salimos a dar un garbeo y noté como la búlgara estaba muy alterada anímicamente.  –«Me han echado de casa y del trabajo… No me preguntes el porqué pero la señora se ha enfadado conmigo y me ha puesto de patitas en la calle. No sé qué hacer, Leiter. Estoy sola y sin trabajo…»–  Intenté ponérselo aún más fácil a Tzveta.  –«Bueno, ¿Qué quieres que yo te diga? Sabes que ahora vivo solo en un minúsculo apartamento y a veces echo en falta algo de compañía… Tú en la calle no te vas a quedar, claro…»–  Tzveta aparcó su aparente intranquilidad y volvió a mostrarse tan naturalmente concisa, como siempre.  –«Sí, yo sé… Te acabas de separar y quizás eches de menos a esa persona…»–  Decidí entonces poner las cartas sobre la mesa.  –«Tzveta, si quieres y, mientras encuentras otra alternativa, puedes quedarte en mi casa. Y ahí empieza y termina todo. Si algo más ocurre, que sea de mutuo acuerdo»– Tzveta me sonrió, en una expresión bastante inusual en ella.   –«Vale, Leiter; me parece muy adecuado tu razonamiento. Yo intentaré molestarte lo menos posible. Esta misma noche tengo una entrevista de trabajo en un pub…»—  Aquella situación se complicaba por un hecho en absoluto intrascendente: En mi apartamento sólo había un sofá-cama… Durante los días donde Tzveta compartió alojamiento conmigo en el apartamento me vi obligado a dormir sobre una improvisada colchoneta; y eso que Tzveta solía llegar de madrugada, tras regresar de trabajar en el pub donde finalmente había sido contratada. Alguna noche, se dio la paradoja de que ella regresaba justo cuando yo me levantaba para abrir el bar, situación que se producía alrededor de las cinco de la mañana. Durante aquella estancia, Tzveta se mostró muy cariñosa en todo momento conmigo aunque jamás llegamos a traspasar las indecorosas barreras del amor, y no por falta de ganas, por lo que a mí concernía, ya que la contemplación de Tzveta en ropa interior me excitaba sobremanera. Y a ello se añadía la propia y pasmosa naturalidad de la búlgara, quién no pocas veces se paseaba por casa con total desenfado (A veces en bikini; otras, en monokini; y algunas, inolvidables, simplemente en «kini»…). Pienso que yo debía representar para ella el papel de un hipotético hermano mayor, mucho más que el de un simple y platónico amante. Un viernes, aprovechando que yo no tenía que madrugar para ir a trabajar el día siguiente, esperé a su llegada. Apareció sobre las cuatro de la mañana con síntomas evidentes de estar muy fatigada. Tras darse una reconfortante ducha, se tumbó sobre la cama y comenzamos a charlar (Yo sobre la colchoneta, claro está). Me fui embobando, aún más, con la escultural belleza de su cuerpo y animado por unas copas que previamente nos habíamos servido, solicité su permiso para hacer de todo con ella en la cama menos dormir…  –«No, Leiter; estoy muy cansada. Fíjate qué hora es; y mañana tengo que realizar unas gestiones antes del mediodía. Me piden unos papeles para darme de alta y no sé aún cómo voy a poder conseguirlos. He quedado con una compatriota que tiene algún contacto en la embajada… Escucha; cuando vuelva, me invitas a comer por ahí y después subimos y hacemos el amor durante toda la tarde…»–  Aún conociendo ya de antemano el inverosímil desparpajo de Tzveta, me sorprendió tanto su respuesta que no supe qué añadir aunque, obviamente, acabé aceptando sus propósitos, circunstancia que elevó todavía más mi concupiscente ánimo. Pero Tzveta no terminó ahí:  –«Ah, por cierto, Leiter. Te quería pedir un favor. ¿Podrías prestarme hasta primeros de mes 13.000 pesetas? Tengo que mandar un giro urgente a mi familia en Bulgaria y ahora mismo estoy sin un céntimo»–  Yo, que estaba dibujando en mi mente unos esbozos sobre lo que iba a ocurrir la sobremesa del día siguiente, asentí sin pensármelo mucho:  –«Claro, sin problemas. Ahora no tengo todo el dinero aquí. Mañana acudiré a un cajero y te dejaré el dinero en casa… O mejor, espera. Tengo aquí la recaudación de esta noche del bar… A ver… Sí, entre todo juntamos las 13.000 pesetas. Tómalas. Ya haré yo las cuentas mañanas y repondré el dinero del bar»–  Tzveta se incorporó de la cama y guardó en su bolso el dinero prestado. Su visión, paseando medio desnuda por el apartamento, a poco me provoca un volcánico estallido espiritual. Peor lo pasé cuando se me acercó y me dio un beso en la mejilla  –«Gracias, Leiter; te quiero mucho»–  Al volver a arroparse en la cama, poética escena que me indujo a soñar despierto, Tzveta añadió:–«Bueno, me voy a dormir, Leiter. Mañana quiero salir cuanto antes para hacer todo lo que te he dicho. Tú quédate durmiendo, que yo voy a estar ocupada durante toda la mañana. A eso de las dos de la tarde quedamos en El Rescoldo y comemos, ¿Vale?»– Asentí  –«¿Y?»– Ya con la luz apagada, Tzveta me contestó:–«Sí, Leiter, sí; ya verás qué bien nos lo pasamos luego… De veras, me apetece mucho hacerlo contigo. Venga, que descanses. Yo ya me duermo; estoy agotada…»– Aún no sé cómo pude conciliar el sueño aquella noche, repleta de ardientes y apasionadas sensaciones y no menos gozosas perspectivas.

 Tal y como habíamos arreglado la noche anterior, me presenté en El Rescoldo a las dos de la tarde para compartir almuerzo con Tzveta, en lo que habría de suponer el preludio a una tarde del todo inolvidable para mí. Pero fueron pasando las horas y Tzveta jamás apareció por allí, provocándome una creciente intranquilidad, amén de una desolada fractura en mis festivaleras pretensiones. Por más que busqué por todos los lugares donde presuntamente pudiera encontrarse la búlgara no fui capaz de dar con ella, preocupándome por el hecho de que quizás hubiese sufrido algún extraño percance. Sin embargo, ya por la noche en mi apartamento, llegué seriamente a sopesar la posibilidad de que Tzveta me hubiese «estafado» 13.000 pesetas, asunto que empezaba a rondarme por la cabeza y al que no terminaba por dar crédito por parecerme del todo incongruente. Lo que sí me llamó, y mucho, la atención fue el hecho sintomático de que la maleta que contenía todos los enseres personales de Tzveta había también desaparecido del apartamento, circunstancia que me provocó el mayor de los desconciertos posible. Pasaron unos días y un conocido me trajo una tarjeta publicitaria del pub donde supuestamente trabajaba Tzveta en el turno de noche, no sin antes mostrar su extrañeza por mi sospechoso requerimiento. Sin dudarlo, llamé durante las horas en las cuales se suponía que Tzveta debía de estar allí trabajando.  –«¿Quién es?… Ah, sí, Leiter… Bueno, eh… Ya te contaré. Ahora mismo no puedo hablar. Ya iré a verte. Chao»–  Me fastidió el vanidoso y cortante tono de Tzveta, quién no sólo no quiso ofrecer explicación alguna a su inesperada desaparición sino que también se mostró indisimuladamente molesta conmigo. A las dos semanas, tiempo en el que Tzveta ni apareció por el barrio ni mucho menos por mi apartamento, sufrí un impulsivo ataque de orgullo personal y volví a descolgar el teléfono:–«Tzveta… ¡No, no, escúchame tú a mí un momento! Me da exactamente igual que vuelvas o no por mi casa pero, al menos, recuerda que me debes algo…»–  Cortándome, Tzveta me empezó a gritar desde el otro lado del auricular:–«¡Tú eres un gilipollas! ¡Haz el puto favor de no volver a molestarme en mi trabajo! ¡Yo a ti no te debo nada! ¿Te enteras? ¡No se te ocurra volver a llamar aquí!»– En ese momento, por fin, me di cuenta de que había sido utilizado miserablemente por Tzveta. Me sentí completamente engañado y con la hiriente sensación de haber hecho el completo gilipollas con ella. Además, por si no fuera poco, la aventura también me había supuesto la pérdida de 13.000 pesetas de las de entonces… Me entristeció aquel episodio tanto — y mayormente teniendo en cuenta la difícil situación anímica por la que yo estaba atravesando desde hacía unos meses — que durante unos días caí en un estado de fuerte depresión reactiva, subestimándome hasta extremos psicológicamente preocupantes. Pero aún faltaba la guinda a todo ese pastel de despropósitos. Unos meses después, en plena primavera y de forma diabólicamente increíble, volvimos a coincidir Tzveta y yo en otra ceremonia de bautizo de uno de los retoños de un colega de bar del barrio. En los preámbulos de la religiosa ceremonia, me acerqué hasta donde se encontraba Tzveta e intenté ser lo más decidido y directo con ella que pude:–«Oye, guapa; ¡Tienes mucha cara! ¿Cuándo demonios me vas a devolver el dinero que te presté?»–  Tzveta, encolerizada, me agarró de un brazo y me llevó tras uno de los árboles que estaban plantados en aquel jardín escolar donde iba a tener lugar la celebración eucarística.  –«¡Eres un hijo de la gran puta! ¡Yo a ti no te debo nada, cabronazo! Te lo advierto, Leiter; si vuelves otra vez a molestarme te arranco la cabeza de una hostia… ¿Te enteras, hijo de puta? ¡Vete a la mierda y olvídame!»– Puedo asegurar que, dada la musculosa envergadura de Tzveta y su indescriptible expresión de ira, jamás me ha asustado tanto una mujer en toda mi vida. La bella cara de Tzveta se había transformado en un rostro irascible que reflejaba un odio completamente visceral y en ningún momento dudé de que hubiera sido capaz de cumplir su amenaza en cualquier momento. Al poco de haberse alejado Tzveta de la escena, vino a mi encuentro Pablo, el camarero — y buen amigo — que trabajaba conmigo en el bar de mi padre. Muy alterado, me confesó:–«Oye, Leiter… ¿Pero qué coño te pasa a ti con la búlgara? ¡Joder, lo que me ha dicho la tía! Dice que te va arrancar la cabeza de una hostia como la sigas molestando… Y me ha pedido que te lo diga. Pero, tío… ¡No me jodas que tú y ella habéis estado liados! ¡Qué cabrón eres, tío! ¡Qué calladito te lo tenías! Aunque no sé, tío, a mí esa gachí me da mal rollo. Me ha llegado a acojonar cuando me ha hablado de ti… ¡Joder, la tiene tomada contigo! Seguro que está celosa…»–  Tras contarle un poco por encima a Pablo la historia de lo que me había acontecido con Tzveta unos meses antes, decidimos irnos de allí y no acudir al convite posterior al bautizo (Yo estaba totalmente acongojado por las amenazas de Tzveta)  Finalmente nos fuimos Pablo y yo a un pub y terminamos la noche totalmente borrachos, aunque mi cogorza fue de las sentimentales, llorera incluida. Decididamente, nunca llegué a comprender los motivos que indujeron a Tzveta a comportarse conmigo de ese modo tan violento. Es muy posible que se viese envuelta en alguna circunstancia del todo desconocida para mí y que, de alguna manera, condicionó su extraña e incomprensible actitud. Creo que no actué correctamente cuando me decidí por llamarla telefónicamente al pub donde trabajaba pero, para ser sinceros, su injustificado silencio fue el que provocó tal coyuntura. Al poco tiempo de aquel incidente, Tzveta desapareció del barrio y nunca se supo más de ella. Lógicamente, yo tampoco llegué nunca a recuperar las 13.000 pesetas…

 –«¡Andá, eso es mi idioma! ¿Dónde lo ha aprendido a hablar?»– Me preguntaba hace muy poco un operario búlgaro que se encontraba realizando unas reparaciones de albañilería en mi domicilio.  –«No, por favor, tan sólo sé decir alguna frase suelta»– Contesté, añadiendo:–«¿Me dice usted que dónde lo he aprendido? En fin, es una historia muy larga…»–