decepcion 

 Las circunstancias que envolvieron mi primer encuentro con María José no pudieron ser más accidentadas: Regresaba yo por la mañana a mi domicilio después de haber dado un breve paseo con mi perro cuando, ya en el interior del portal de la finca, observé como un grupo de chicas jóvenes bajaban las escaleras procedentes de la entreplanta. De pronto, una de ellas debió de tropezar con algo y, tras un par de circenses titubeos, comenzó a rodar sobre los peldaños en unos instantes que se me antojaron del todo angustiosos. La pobre se dio tal encontronazo contra el rellano final que hasta mi perro se puso a ladrar despavorido. Tan pronto como pudimos reaccionar, don Francisco — el conserje del edificio — y un servidor acudimos prestos en su ayuda, temiéndonos que tal considerable impacto contra la marmórea loseta hubiese tenido las preocupantes consecuencias que afortunadamente para la chica no se hubieron posteriormente de confirmar. Sentamos a la joven sobre un sofá del portal y ésta nos tranquilizó al indicarnos que, pese al dolor que sufría puntualmente en una cadera, se encontraba bien, que todo no había sido sino un percance sin mayores complicaciones que las lógicas molestias. Mientras que sus compañeras, ya calmadas, volvían a subir a la entreplanta en busca de un vaso de agua que la joven accidentada había solicitado, al pronto vi bajar corriendo por las mismas a una mujer aparentemente de mi edad, de menuda estatura, en cuya expresión se advertía un claro gesto de sincera preocupación. Sin percatarse de mi presencia, se acercó al sofá donde se encontraba la chica recién accidentada: –«Ana…¿Estás bien? He escuchado un golpe tremendo desde la oficina y las compañeras me han dicho que te has caído… ¿Quieres que llamemos a una UVI móvil? ¿De veras que te encuentras bien?»-–  Tras explicarle con detenimiento a aquella mujer lo que había acontecido con Ana, quién ya se encontraba del todo restablecida, se me presentó: –«¿Es usted vecino de aquí? Ah… Gracias. ¡Vaya manera de inaugurar las nuevas oficinas! Le agradezco mucho su interés por mi compañera de trabajo. Me llamo María José»–  Durante esos breves instantes de cortesía me apercibí de como María José no dejaba de dirigir su mirada hacia los llamativos y exagerados tacones que portaba la recién accidentada Ana, componiendo simultáneamente una pícara sonrisa que me resultó del todo cómplice.  –«Desde luego, Ana, con esos tacones tan altos que sueles llevar no creo que esta sea la última vez que hayas de caerte por las escaleras…»–  Según me informó don Francisco con posterioridad, el local de la entreplanta había sido arrendado a una empresa subsidiaria de una conocida compañía de suministros eléctricos. Dicha empresa se encargaba de tramitar las numerosas incidencias que surgían a diario como consecuencia del inmenso volumen de clientes y para ello contaba con una plantilla de unas quince jóvenes a cuyo mando se encontraba la encargada, María José. Me alegré de aquel soplo de bendita juventud que adquiría el edificio, máxime cuando la edad media de su vecindario rondaba los 75 años, aproximadamente — Y eso, tirando por lo bajo — y en el que los únicos «jóvenes» que habitaban el mismo éramos Celia y yo. Aunque yo creo que lo que más me llegó a animar fue el hecho de que con frecuencia me cruzaba en el vestíbulo con aquellas guapas y simpáticas chicas, algo realmente estimulante para todo un incondicional admirador de la belleza femenina como yo. Muchas fueron las ocasiones en las que coincidí con María José en la entrada del portal y ello era debido, mayormente, al compulsivo vicio de fumar del que adolecía la encargada y que provocaba que cada dos horas, aproximadamente, se ausentase unos minutos de la oficina para liarse un pitillo junto a la cancela del portal. Siempre nos sonreíamos mutuamente al vernos y ante mis requerimientos sobre el estado de salud de la antaño accidentada, María José me respondía: –«No, está bien, de veras. Le duele un poco la espalda y tiene un moratón en un brazo, pero se encuentra bien… ¡Con esos tacones! … Jé, jé…»–  Paulatinamente fuimos alcanzando una mayor confianza durante nuestros esporádicos encuentros y así, una mañana, en lugar de compartir un cigarrillo juntos, decidimos irnos a tomar un café al bar más próximo. –«Estamos hasta arriba de trabajo, Leiter, pero lo resolvemos bien. Formamos un buen equipo entre todas… ¿Mi labor como encargada? Bueno, en un colectivo de quince mujeres trabajando en una oficina, sin presencia de hombres, los conflictos suelen surgir con cierta periodicidad. No, en serio, no lo digo por una mera cuestión sexista, ni mucho menos. Es posible que los hombres no lo entendáis, pero trabajar sólo con mujeres, en ocasiones, es complicado. Aún así, no me puedo quejar. Llevo más de veinte años en la empresa y este es uno de los mejores grupos, aunque siempre hay una bala perdida que, inconscientemente, desequilibra la labor colectiva. De todas maneras, las chicas están contentas con este traslado a una zona más céntrica. Antes estábamos en el quinto pino y ni siquiera podíamos salir a la calle a echar un pitillo. Ya ves que paradoja, Leiter. Catorce de las quince chicas fuman y en la oficina tenemos terminantemente prohibido hacerlo…»–  Durante aquella amena e interesante conversación, observé como María José se encendía un cigarrillo con el rescoldo del precedente.  –«Sí, lo reconozco, Leiter. Fumo un montón, pero te aseguro que sólo aquí, en el trabajo. La labor que desempeñamos estresa bastante. Los jefes no paran de traernos partes y más partes de incidencias y hay que tenerlo todo solucionado antes de que acabe cada jornada. Las chicas, llegada su hora, se van, pero yo tengo que quedarme un par de horas o tres más para supervisar todo y montar una guardia… ¿Mucho dinero?  ¡Qué va! Yo gano sólo un poco más que ellas como encargada pero, si te digo la verdad, no compensa. ¿Las horas extras?  No, esas no me las pagan; forma parte de mi labor…»– De aquella conversación saqué dos conclusiones: Por una parte, María José era una persona tremendamente eficaz en su labor, un lujo para cualquier empresa por su alto grado de compromiso. Por otra parte, y mucho más importante, María José aparentaba ser una persona encantadora y extraordinariamente comunicativa. En absoluto me hube de equivocar en mis apreciaciones.

 Vinieron los calores del verano y poco a poco María José y yo llegamos a alcanzar un alto grado de empatía y confidencialidad. Raro era el día en el que no coincidíamos en el portal y, consiguientemente, departíamos un rato ameno de charla. A esas improvisadas tertulias se solía unir con frecuencia Marian, la funcionaria de Correos, quién pronto se ganó con su espontaneidad y sabiduría a María José, a pesar de que, incluso delante de mí, le advirtió: –«María José, ten cuidado con Leiter. Ahí donde le ves, y aunque parezca que no ha roto un plato en su vida, es un ligón compulsivo. No tiene remedio; le pierden las mujeres…»–  Aquella «simpática» — y no menos verdadera apreciación de Marian — tuvo su origen en un particular momento en el que pregunté a María José por una de las chicas con quién a menudo la veía conversar.  –«Sí, mujer, el otro día venía yo con el carro del supermercado y te vi hablando con ella. Es una chica monísima — mejorando lo aquí presente, claro está — jovencita que apenas rondará los treinta años, rubia, de ojos claros, finita… ¡Una chica preciosa!»–  Maria José, afirmando con la cabeza, me contestó: –«¡Ahhh… Ya sé a quién te refieres! ¡A Anna, la rusa! No, no; no es española, aunque habla perfectamente el castellano, sin ningún acento. Sí, la verdad es que la chica es muy guapa y, sobre todo, buena trabajadora. Entiende todo a la perfección y su labor es absolutamente encomiable. Últimamente afirmaba no encontrarse bien de salud y por eso me has visto hablando con ella… ¡Pobrecita! Decía que tenía la sensación de que se iba a morir pronto… Yo creo que tiene un poco de melancolía por su tierra, eso es todo. Pero, en realidad, es una niña estupenda. No da problemas y cumple con su trabajo a las mil maravillas»–  Otra mañana, desde lo lejos, observé como María José discutía acaloradamente con otras dos chicas junto a las inmediaciones del portal. No quise molestar, ni mucho menos entrometerme en conversaciones del todo ajenas, por lo que opté por pasar de largo. Días después, María José me explicó el motivo de aquella aparente disputa dialéctica: –«De un tiempo a esta parte las cosas están un poco revueltas en la oficina. Los jefes nos aprietan cada día más y tanto agobio provoca que por nada salten los conflictos. Esas dos chicas se habían mutuamente insultado por una tontería, por una cuestión sin importancia. Es lógico y lo comprendo; nos están atiborrando de trabajo y, aún así, no quieren meter más personal. Lo he hablado en decenas de ocasiones con los jefes, pero ni caso. Basta con que una chica se acoja a una baja temporal por cualquier motivo para que todo repercuta en el resto del grupo. Así, no damos abasto… El otro día me tuve que poner seria con esas dos compañeras; no puedo consentir que se llegue al insulto, que se desequilibre toda la labor del grupo. Pero, con este ritmo de trabajo… No sé. No me gusta nada cómo se están desarrollando los acontecimientos en la empresa durante estos últimos meses»-–  Fue esta la primera vez que noté un tanto tensa a María José, sin esa contagiosa sonrisa que iluminaba bellamente su rostro. Pero cuando más me hubo de sorprender María José fue una tarde-noche de ese caluroso verano, en plena jornada intensiva, cuando saliendo Celia y yo del edificio con la intención de dar un paseo aprovechando la tenue brisa, nos encontramos en el portal con María José: –«¿Pero qué demonios haces tú aquí a estas horas? ¿No estabais ya en jornada intensiva?»– Pregunté sorprendido, luego de presentarle a Celia.  –«Ya ves, Leiter; esta semana se me han puesto enfermas dos chicas y, encima, otra se ha largado. Se ha despedido. Como encargada, me tengo que hacer cargo de todo el trabajo de ellas y no me llega el tiempo… No, no; no te creas que estas horas extraordinarias me las pagan. El trabajo hay que terminarlo y punto. En fin, que este verano me estoy chupando horas y horas como una gilipollas…»–  Durante algunas semanas no tuve oportunidad de sostener ni una mínima charla con María José ya que siempre que nos cruzábamos por las inmediaciones del portal estaba acompañada de dos o más chicas. Una mañana, antes del mediodía y cuando me disponía a salir a comprar el periódico, noté un tremendo alboroto en el vestíbulo del portal. Con la mirada, interrogué a don Francisco, el conserje: –«No sé qué ocurre hoy en la oficina, señor Leiter, pero están las chicas continuamente subiendo y bajando. He podido ver cómo protestaban entre ellas e incluso como dos estaban llorando a lágrima viva… No sé, pero me huelo que algo raro pasa aquí»–  Una semana antes de marcharme de vacaciones, estaba ya entrando en el portal después de haberle dado un paseo a mi perro cuando, de forma sorpresiva, dadas las circunstancias, María José me agarró del brazo: –«¡Hombre, Leiter! Te tengo abandonado últimamente. Venga, vamos a tomarnos un vino… ¿El perro?… ¡Anda, joder, déjaselo un rato al portero!»– Observé como María José se encontraba visiblemente alterada y con unas ganas tremendas de querer expresar muchas cosas al mismo tiempo.  –«¡Qué mal rollo estamos teniendo en la oficina! Estos cabrones de jefes, que sólo se pasan por aquí para darnos el coñazo, cada día nos exigen más con menos medios. Lo malo es que ahora parecen haberla tomado conmigo. No paran de molestarme y de darme justificaciones que considero del todo absurdas. ¡Joder, que llevo más de veinte años en la empresa y sé a la perfección cómo he de realizar mi trabajo! Ahora, ya nadie se fía de nadie y las chicas apenas se hablan entre ellas… ¡Con lo que era este grupo! Me da en la nariz de que va a haber cambios en breve y que, por si no fuera poco, van a despedir a alguna chica… ¡Encima! ¡Como tenemos tan poco trabajo! ¡De veras, no lo entiendo, Leiter!»–  En los escasos diez minutos que duró nuestra conversación, María José se encendió hasta tres pitillos, uno de ellos cuando ya tenía otro recién prendido… Sinceramente, nunca he llegado a comprender las extrañas y complicadas actuaciones que realizan los dirigentes y ejecutivos de determinadas empresas. Parece como si alguno tratase de justificar su labor poniendo trabas al trabajador ¿No será mejor tener un buen ambiente de trabajo para lograr una mayor eficiencia y productividad en el mismo? ¿O, quizás, la política de conseguir mayores beneficios al menor costo posible significa que necesariamente se intente exprimir a los empleados hasta extremos del todo insostenibles? Yo, que la única experiencia en estos temas ha sido la de dirigir un pequeño bar durante unos años, procuré que los empleados a mi cargo trabajasen en unas condiciones inmejorables, intentando crear para ello un ambiente laboral que consideré sensato y llegando incluso a comprometerles a unas mayores ganancias en virtud al incremento de la facturación. Si en algún momento me veía obligado a dar un toque de atención a alguno, procuraba hacerlo a puerta cerrada y a solas con el empleado de turno, exponiéndole claramente el origen de mis quejas y preguntándole si existía alguna desconocida circunstancia para mí que provocaba un menor rendimiento cualitativo sobre lo que solía ser habitual. Si al final eché el cierre al negocio fue porque el bar suponía un verdadero quebradero de cabeza para mí, acabando por ignorar todo cuanto tenía relación con él. Así se lo hice saber a los empleados, preocupándome de que tuvieran preparada una alternativa laboral — e implicándome en la misma — antes de que llegara la hora fatídica del definitivo cierre del negocio. Clausuré el bar porque me dio la gana, pero nunca por los malos oficios de mis empleados quienes, en el tiempo en que yo estuve como encargado, cumplieron con su trabajo con la mayor dignidad posible, unos mejor que otros, como es natural.

 Tardé en volver a coincidir con María José a la vuelta de las vacaciones. Ocurrió durante una sobremesa, cuando volvía de compartir una estupenda comida y posterior velada con unos antiguos compañeros de estudios y de trabajo.  –«¡Hombre, ya estás aquí de nuevo, Leiter!» — La cara de esta nerviosa y menuda mujer era todo un poema, con síntomas más que evidentes que reflejaban una situación anímicamente tensa.  –«Tengo poco tiempo, Leiter. Ya te lo contaré más despacio. He de subir ahora mismo a la oficina… ¿Sabes? Ya no soy la encargada… Me han rebajado y ahora tengo el status laboral de una empleada más…»–  Pese a las inquietas prisas que mostraba María José, no pude sino preguntar del todo sorprendido: –«¿Cómo dices? ¿Qué te han rebajado de categoría? ¿A ti, que te has pasado todo el santo día encerrada en esta oficina? ¡No me lo puedo creer! Pero, entonces… ¿A quién han puesto en tu lugar?»–  María José bajó resignada la cabeza y aprecié cómo se le humedecían lacónicamente sus ojos.  –«A Anna, la rusa…»  — Mi expresión de indignación no pasó desapercibida para María José.  –«Mira, Leiter… Yo no tengo la culpa de no contar con una cara de muñequita como ella… Ni de tener sus ojos azules y su pelo tan rubio… No sé si me explico, Leiter…» — Una lágrima empezó a deslizarse por el melancólico rostro de María José.   — «Por desgracia, para el gilipollas del nuevo jefe que tenemos, es mucho más importante el físico de una persona que su hoja de servicios a la hora de atesorar méritos… No, Leiter, no seas ingenuo. Esa niñata ya ni me dirige la palabra sino es para censurarme algo delante de todo el grupo. Ahora ya no la sirvo de nada… He pasado a ser su subordinada y me está puteando durante todo el día… Es muy humillante para mí»–  En esa misma semana, coincidí con María José a la entrada del portal a punto de caer la tarde: –«¡María José!»–  Pero, con un gesto oscilante de su brazo izquierdo, me hizo unas silenciosas indicaciones que no invitaban precisamente al diálogo. Las lágrimas brotaban como chorreones de sus ojos mientras que apoyaba su espalda contra la marmórea fachada del edificio, componiendo una mirada que destilaba, entre las nebulosas de su sempiterno cigarrillo, el amargo sabor de la decepción. Comprendí que no era el momento más adecuado para sostener una conversación y me fui de allí procurando ser lo más discreto posible. Ya nunca más volví a ver a María José y, transcurridas unas semanas de aquella patética escena, no tuve más remedio que preguntar a don Francisco, el conserje de la finca: –«No, ya no trabaja aquí, señor Leiter… Esto… ¡Leiter! — perdóneme, es que no me acostumbro a llamarle así… A llamarte, quiero decir — Según me contó, acabó por renunciar al trabajo y solicitó la liquidación. Me da a mí que a esa pobre le estaban haciendo la vida imposible. Y, créame, señor… ¡Créeme, Leiter! Que para nada era mala chica esa tal María José. Siempre que salía a echarse su pitillo me decía si quería un café o un refresco… Conmigo siempre fue respetuosa y amable, pero ya se sabe cómo son las envidias… Por cierto, al despedirse, me dio muchos recuerdos para us… ¡Para ti, Leiter!»–

 Han pasado ya muchos meses de aquellos tristes episodios que culminaron con la penosa y a todas luces injusta marcha de María José de aquella compañía que aún sigue ocupando el local de la entreplanta del edificio donde habito. A menudo suelo seguir viendo a alguna que otra chica fumándose un cigarrillo junto a la puerta de acceso a la finca y no puedo entonces dejar de acordarme de María José, una mujer de la que guardo un estupendo y entrañable recuerdo. Estoy convencido de que, pese a la actual crisis económica y laboral que padecemos, no habrá tardado en encontrar otro trabajo acorde con sus extraordinarias dotes. O, al menos, ese es mi mayor deseo. ¿La rusa? Por ahí sigue y en algún momento nos hemos cruzado en el vestíbulo del portal, aunque yo me hago el despistado cuando dicha anecdótica circunstancia ocurre. De todas maneras, me dan unas ganas tremendas de espetarla a la cara: –«¡Guapetona… ! Quién a hierro mata, a hierro muere. Nunca lo olvides…»