Bajo los califas que sucedieron a Abd al-Malik y a Al-Walid se hizo evidente que el movimiento árabe difícilmente podía ya constituir la base del poder del gobierno imperial. Este poder se apoyaba más bien en las tropas sirias de élite y en la propaganda ideológica de obediencia al califa. Todo lo que este imperio arábigo-islámico parecía tener de fuerte hacia el exterior lo tenía también de débil en su interior debido a las crecientes polarizaciones y tensiones. Junto a la tradicional oposición hacia los Omeyas, la de los iraquíes descontentos con el poder sirio y la de los chiíes, paulatinamente se van desplegando nuevos grupos que reivindican sus derechos. De esta forma, cada vez van ganando fuerza los movimientos sociales que cuestionan la preponderancia árabe del islam: Los soldados no árabes que aspiran a ser incluidos en las listas estatales de pensiones; los campesinos no árabes convertidos al islam que desean ser liberados de la discriminadora capitación; y los personajes no árabes a cargo de la administración que reclaman una igualdad de derechos y privilegios que los árabes. El califa que quiso encontrar una solución realista a esta difícil situación fue Umar II (717-720).

 Natural de Medina y yerno de Abd al-Malik, Umar II fue un hombre piadoso, cultivado, casi asceta y sumamente respetado en los círculos musulmanes tradicionales e incluso entre los chiíes. Bajo su mandato, los doctores de la Escritura — bastante predispuestos contra el califato omeya — adquieren por primera vez una considerable y positiva influencia. Por otra parte, Umar II no estuvo especialmente interesado en continuar la expansión hacia el exterior y desde un principio se concentró en los acuciantes problemas de política interior. Bajo su mandato los gobernadores impopulares fueron destituidos y las más importantes plazas de funcionarios cubiertas. A Umar II lo que realmente le importó fue retornar a los principios islámicos de la umma y detener el desmembramiento del imperio omeya. Muy preocupado por la expansión de la fe islámica, ordenó que se impartiera a los beduinos enseñanza religiosa e incluso envió a diez eruditos para instruir a los beréberes. Umar II no fue un estratega político que se sirvió de concesiones a los conversos para preservar la supremacía árabe; por el contrario, se esforzó en desarrollar una política realista de entendimiento con vistas a alcanzar la reconciliación con iraquíes y chiíes, al tiempo que establecer el principio de igualdad de derechos para los musulmanes no árabes. Con tal fin llevó a cabo una reforma administrativa mediante la cual todos los no árabes activos en el ejército, administración, comercio y artesanía fueron asumidos en el imperio con igualdad de derechos. Paralelamente, a esta reforma administrativa le acompañó una reforma fiscal basada en una mayor justicia tributaria. Si bien los conversos hubieron de seguir pagando el impuesto territorial en su totalidad, también se vieron obligados a hacerlo los terratenientes árabes. El pago de la capitación pasó a ser exclusivo de los no musulmanes (cristianos, judíos y zoroastrianos) y el tributo social, mucho menos cuantioso, se extendió a todos los musulmanes. Sin duda, aquel programa de reformas parecía un excelente modelo para alborear la unidad universal de todos los musulmanes. Pero Umar II muere, al parecer envenenado, a los tres años de iniciar su mandato.

 El poder de los Omeyas consiguió mantenerse con relativo éxito hasta el año 740, fecha en la que estallan unos disturbios que en la siguiente década conducirán a la caída de la dinastía. Ciertamente, los califas que sucedieron a Umar II carecieron de su talla y visión política. Su inmediato sucesor, Hicham (724-743), se mostró activo en la lucha contra los bizantinos y turcos, intentando llevar los principios reformistas de Umar II a Mesopotamia y Egipto. Pero su esfuerzo tuvo poco éxito y aún menos consecuencias. La política de la última década de la dinastía de los omeyas se caracterizará por un sin fin de intrigas, revoluciones, destituciones, investiduras, asesinatos y exposiciones públicas de cabezas cortadas. Y en medio de tan envenenado ambiente surgió la lucha de poder intradinástica por el califato entre Yazid III y Al-Walid II.

 Al-Walid II (743-744), sucesor de Hicham, fue un califa odiado por casi todo el mundo debido a su condición de homosexual y a sus desvaríos doctrinarios. Residió en sus palacios del desierto y se dio a una vida repleta de placeres sensuales en donde no faltaban las continuas borracheras. Con todo, Al-Walid tuvo un gran talento para la creación artística y fue un excelente poeta. Pero, como es de imaginar, todo dependía de su momentáneo estado de ánimo. Si se enfrascaba en una discusión teológica, terminaba por empinar tanto el codo que acababa por burlarse de lo sagrado. Incapaz de negar un favor a nadie, sus delirios alcohólicos le provocaban, no obstante, estados coléricos y crueles que derivaban en catastróficas decisiones. Yazid III, su contrincante, representó el modelo contrario. Tenido por asceta y refractario a todo tipo de placer, se dice que entró en Damasco montado a lomos de una borrica. Apoyado por gente joven y aún no establecida, Yazid III se dejó designar como anticalifa y entró un viernes en la mezquita principal de Damasco confiscando el gran arsenal allí almacenado. Homenajeado desde ese momento por la práctica totalidad de los damascenos, Yazid no tuvo más que dirigirse con un pequeño ejército para capturar a Al-Walid, quien se refugió en un castillo hasta el momento en que fue decapitado mientras leía el Corán. Su cabeza le fue entregada a Yazid, quien la llevó a todas partes durante un mes hasta ser definitivamente entregada al hermano del asesinado. Yazid III justificó su golpe de estado aduciendo al grave peligro que estaba corriendo la religión y al despilfarro de dinero público realizado por su antecesor. Su gobierno se caracterizó por una rígida austeridad económica que impidió la construcción de nuevos edificios y canales. A pesar de todo, Yazid III no llegó a gobernar ni siquiera un año y falleció de causa natural en el año 744. La decadencia de la dinastía Omeya era una dolorosa realidad.

 Los acontecimientos a la muerte de Yazid III tomaron un rumbo casi lógico. Todavía en el mismo año de 744, el nuevo califa Marwan II se erigió como vengador de Al-Walid y entendió como una provocación la crítica qadarí — tribu originaria de Yazid III — hacia los Omeyas. Para su entrada en Damasco, ordenó desenterrar el cadáver de Yazid III y colocarlo cabeza abajo en una cruz para exhibición pública. El imperio se vio sacudido tanto por disturbios internos como por los enemigos externos: Los beréberes, tradicionales aliados en la lucha contra francos y visigodos, llevaron a cabo una terrible sublevación que se extendió desde Marruecos hasta Kairuán e infringieron una severa derrota a las tropas de élite sirias. La Tranxosania fue ocupada por los turcos mientras que Armenia cayó bajo los jazares, vueltos al judaísmo por su antipatía contra Bizancio y Damasco. Por si esto no fuera poco, los bizantinos derrotaron casi milagrosamente a un ejército sirio mucho más numeroso y mejor equipado. Todas estas derrotas llevaron a la percepción de que el estado omeya se encontraba militarmente exhausto. El régimen omeya se había quedado poco a poco sin la base militar necesaria para defenderse eficazmente tanto de los enemigos exteriores como de los interiores (el golpe de estado de Yazid III, con apenas un puñado de soldados, fue una buena prueba de ello). Entre los años 744 y 750, diversas fuerzas opositoras lucharon entre sí por el califato y Marwan II sólo fue reconocido como califa en el territorio controlado por su ejército. Los círculos chiíes, que nunca habían perdido la esperanza de asumir el califato, ganan para su causa a muchos árabes descontentos y provocan violentas revueltas severamente reprimidas. Pero el golpe mortal que pondrá el definitivo fin a la dinastía omeya será el ejecutado por un movimiento mucho más peligroso, el de los abasíes.

 El Profeta tenía un tío llamado Al-Abbas cuya descendencia, hasta ese momento, no había aparecido en la escena política. Pero en vista de la descomposición que padecía el poderío omeya, los abasíes mostraron su pretensión al califato mediante la argumentación de que un nieto de Alí, llamado Abu Hachim, les había transmitido el liderazgo de la familia del Profeta. Fue el famoso clan de los Hachimíes, opuesto a los Quraisíes y especialmente a los Omeyas, quienes proclaman el principio de legitimación. Dos ramas llegó a tener este movimiento: la de Kufa y la del norte de Persia. Ambas se constituyeron en un movimiento clandestino cuyo máximo agitador fue Abu Muslim, un gran estratega de enorme prestigio. Abu Muslim consiguió unir a árabes y persas en una coalición antiomeya dotada de un programa común: Un nuevo orden de paz y justicia para los desfavorecidos.

 En el año 747, Abu Muslim enarbola en Marw, extremo oriental del imperio, la bandera negra que anuncia la llegada del mahdi, la figura apocalíptica propugnada por los chiíes. Un ejército de tres mil hombres perfectamente disciplinado consigue derrotar a las tropas imperiales en el Jurasán y recaba todo el apoyo de los chiíes de Irán y Mesopotamia. Los chiíes ponen todas sus esperanzas en que, por fin esta vez, un descendiente de Alí se alce al califato. Pero la realidad es bien distinta: Los abasíes, llegada la ocasión, se la juegan sin escrúpulos a sus aliados chiíes y en el año 750 proclaman en Kufa califa a Abu Abbas as Saffa, un oscuro personaje que no pertenece a la descendencia de Alí pese a que siempre ayudó a los alidas a hacer valer sus derechos. Por lo pronto, esta decisión provoca un distanciamiento entre los chiíes y los Abásidas. Estos últimos desatan una sangrienta campaña contra los Omeyas que culmina en Mosul, cuando consiguen la definitiva victoria sobre las fuerzas leales al todavía califa Marwan II. Éste, abandonado ya incluso por los sirios, huye con un puñado de hombres leales hacia Egipto pese a que su destino está escrito: Siguiendo la tradicional costumbre árabe, su cabeza no tarda en ser enviada a su sucesor, Abú Abbas.

 Abu Abbas, primer califa abasí, no descansó hasta liquidar a la élite omeya por completo. Contraviniendo los acuerdos de capitulación, la mayoría de los oficiales sirios hechos prisioneros fueron ejecutados en Wasit, la última plaza rebelde en ser tomada, y las orgías de sangre y terror contra cualquier vestigio omeya se suceden sin freno. El punto álgido se alcanzó en un convite representado como un banquete de reconciliación en el que acudieron ochenta omeyas. Todos fueron asesinados salvo uno, Abderramán, quien consiguió escapar y, tras una huida de carácter novelesco por el norte de África, llegó hasta la Península Ibérica en el año 755. Gozando de las simpatías de los beréberes — su esposa pertenecía a este pueblo — Abderramán se hace con el control de toda la Península Ibérica y en un principio se hace llamar emir, reconociendo la autoridad del califa. Pero con el tiempo instaura el Califato de Córdoba, un acontecimiento político de extraordinarias consecuencias, ya que es la primera vez en la historia del islam en donde surge un reino islámico independiente del califato.

 Muy distinta fue la suerte del ya famoso y popular Abu Muslim, el estratega militar y político a quien los Abasíes premiaron sus servicios con un cargo de gobernador en Jurasán. El problema surgió cuando Abu Muslim, merced a su cargo, se fue convirtiendo en un hombre excesivamente influyente y poderoso para los nuevos califas. El sucesor de Abu Abbas, Al-Mansur, solucionó esta cuestión de una manera práctica: Abu Muslim fue citado en la corte y cuando entró, desarmado, en la tienda del califa fue acuchillado por dos sicarios. Este asesinato, dada la condición de héroe popular de Abu Muslim, inspirará varias rebeliones en los meses siguientes y su figura se acabó convirtiendo en un símbolo de la oposición religioso-social contra los Abasíes.