Tras el derrocamiento de los Omeyas propiciado por la facción de los Abasíes se produce un cambio — daula — que va a renovar de raíz el imperio universal islámico desde el punto de vista religioso. La ideología del poder de los Abasíes va a apuntar a una comunidad fundada en la fe islámica y consolidada por ella cuyo centro incuestionable es el califato. La legitimación de esta institución por parte de los Abasíes vendrá fundada por el parentesco directo de Al-Abbas con el Profeta (Al-Abbás era tío de Muhammad mientras que Alí no era más que un sobrino de éste cuya legitimidad era debida principalmente a Fátima). El símbolo del nuevo comienzo de la era islámica fue el establecimiento de una nueva capitalidad en Bagdad. Al-Mansur, tras la repentina muerte de su hermano Abu al-Abbas al Saffah, se convirtió de hecho en el verdadero fundador del califato abasí e hizo todo lo posible por consolidar el régimen tras los revolucionarios comienzos. Tras ordenar el asesinato de Abu Muslim y de otros miembros de las facciones rivales, Al-Mansur mandó en el año 762 el inicio de las obras de la nueva capital musulmana en un enclave en donde se hallaba el pequeño pueblo de Bagdad — nombre de origen persa — cuya localización era muy favorable desde el punto de vista estratégico, climático, económico y militar. Bagdad se amplió entonces al estilo persa y fue protegida por dos anillos de murallas, convirtiéndose en un enorme centro multirracial y cosmopolita mayor incluso que Constantinopla. Con la nueva y poderosa Bagdad como capital del imperio, ya no van a ser las tribus árabes las que constituyan el contingente principal del ejército y este papel va ser ahora protagonizado por las tropas del Jurasán y posteriormente por los turcos. El imperio se va a renovar entonces no desde un punto de vista árabe, sino islámico en la manera de una religión universal que une y abarca a todos los pueblos.

 La hegemonía del poder árabe llegó consecuentemente a su fin y ya no bastaba con ser árabe para pertenecer a la élite dirigente. Al contrario, numerosos no árabes obtienen por fin el acceso a las elevadas posiciones militares y administrativas. Se trata de que todos los musulmanes, con independencia de que sean o no árabes, puedan identificarse con el imperio islámico en lo que supone un retorno al ideal de igualdad de todos los creyentes tal y como lo propuso el Profeta en el Corán. Mucho tuvo que ver en este nuevo cambio de paradigma el hecho de que numerosos neófitos musulmanes de origen extranjero contribuyeran de manera decisiva al triunfo de los Abasíes. Y aunque la familia gobernante siga siendo árabe, en el futuro los no árabes constituirán la mayoría de la población islámica. Al cabo de un siglo, el imperio islámico ya no será un Estado árabe sino un Estado multirracial.

 Sin embargo, el derrumbamiento de la hegemonía árabe no conllevó el de la cultura árabe, sino que, más bien, esta cultura árabe se transformó en una cultura internacional de la que todos los musulmanes van a participar. La lengua árabe, como idioma originario del Corán, será conservada como una especie de lingua franca por un número cada vez mayor y más abundante de no árabes. Con el tiempo, el árabe va a desplazar a las lenguas de los pueblos cristianos de Oriente Próximo y se va también a imponer en los alfabetos de casi todos los núcleos islámicos, como el persa y el turco (siglos después, con Attatürk, Turquía volvió a adoptar el alfabeto occidental, mucho más adecuado para las peculiaridades de dicha lengua). Por otra parte, la disolución de la nación árabe no perjudicó al Islam, sino que lo convirtió en una religión universal. Poco a poco el Islam se va a ir liberando de su provinciana atadura para desplegar una fuerza universal. Así, en Persia el Islam enseguida desplazó por completo al zoroastrismo mientras que en el Magreb, donde se encontraba implantado el cristianismo desde un punto de vista de iglesia colonial, los beréberes abrazan mayoritariamente el Islam. El cristianismo sólo ofreció resistencia en algunas regiones de Siria, Mesopotamia y Egipto, región esta última en donde los coptos, aunque arabizados culturalmente, permanecieron fieles a la fe cristiana.

 En Bagdad se ubicó un califato tan imponente como nunca se había visto anteriormente en el Islam. Allí ya no se consulta a los príncipes tribales árabes al no tenerse en consideración las vetustas estructuras tribales. El califa seguirá presidiendo la oración de los viernes y la centralización, ya muy avanzada desde la época de los Omeyas, alcanzará su punto álgido con los Abasíes. Eliminadas las diferencias entre árabes y no árabes, el califa se mostrará como príncipe de los creyentes (amir al muminim), lugarteniente de Dios (jalifat Allah) e investido de un poder absoluto por encima incluso que el de la aristocracia. De esta forma autocrática, el Estado se reduce en gran medida a la corte y el califa tiene a su cargo a tres nuevos e importantes cargos cortesanos que no existían ni en Medina ni en Damasco: El astrólogo de la corte, el maestro de postas y el verdugo. Mediante una serie de revolucionarias modificaciones en el ejército y la administración, Al-Mansur consiguió dotar al nuevo régimen de una base mucho más segura.

 Si ya los califas de Damasco habían intentado poner en pie una burocracia que no dependiera más que de ellos, los califas de Bagdad centralizan la misma de una forma absoluta. Cualquiera puede acceder ahora hasta los más altos escalafones, aunque con la misma facilidad puede ser de nuevo precipitado. Todo depende ahora del favor del califa y, en cierta medida, para obtener un buen puesto en la administración es necesario, más incluso que una aptitud profesional contrastada, una demostración de incondicional fidelidad a la dinastía. Surgieron así numerosos secretarios especialistas o funcionarios que constituyeron una burocracia que sobrevivió a todos los califas y sus gobernadores. Sin embargo, que los califas fueran señores absolutos no significó que pudieran imponer fácilmente su voluntad en todo el imperio y hasta los niveles más inferiores de la administración. El imperio era demasiado grande y complejo y sólo las provincias más cercanas se encontraban bajo el control directo del califa. Ello condicionó la proliferación y colaboración de los potentados locales en base a un clientelismo que hizo posible que funcionaran los sistemas de administración.

 El régimen abasí mostró en principio una gran tolerancia hacia las antiguas religiones, como el zoroastrismo que, sin embargo, se encontraban muy desorganizadas. El hijo y sucesor de Al-Mansur, conocido con el llamativo nombre de Al-Mahdi, llegó a sostener un interesante diálogo sobre temas religiosos con el entonces patriarca nestoriano Timoteo I, conversación de la que tenemos constancia gracias a las fuentes cristianas. Pero esta línea de tolerancia religiosa dio un giro radical con el siguiente califa, Al-Hadi, quien exhortó a los teólogos (muktakallimun) a que se confrontaran con los herejes (zanadiqa), llegándose al extremo de crucificar a algunos de estos «herejes». En el aparato funcionarial, y con la introducción del nuevo cargo de juez de herejes, resultaba fácil ser víctima de la sospecha de herejía (zindiq) y de esta forma se llevó a cabo una verdadera depuración. Los más perseguidos fueron los maniqueos, que ya habían sido hostigados por los zoroástricos, cuya confesión dualista de un principio originario del bien y otro del mal resultaba particularmente escandalosa para la unitarista fe de los musulmanes. En ocasiones, la acusación de herejía servía para disfrazar — y ejecutar — a personas por razones meramente políticas, como así ocurrió con el prosista y traductor del persa Ibn al-Muqaffa, ejecutado por orden de Al-Mansur.

 El quinto califa de la dinastía abasí fue un curioso personaje, Harun al-Rachid, famoso por los relatos de Las mil y una noches (alf laila wa-laila). Sin embargo, pese a que en dichos cuentos Rachid fue presentado como un gobernante ejemplar, en realidad no llegó a poseer ni talla como gobernante ni mucho menos un carácter atrayente. Fue un completo intolerante religioso que ordenó demoler numerosas iglesias cristianas tras su confrontación militar con el emperador Nicéforo I, además de un político ineficaz que llegó incluso a conceder la independencia a una región de Túnez dominada por los aglabíes. A pesar de todo, bajo su mandato, Bagdad alcanzó un apogeo económico y cultural sin precedentes merced a una industria metalúrgica, textil y papelera — con intercambios que iban desde Rusia hasta China — que permitió al califa un inaudito despliegue de magnificencia y poder. Como ejemplos de estos lujos, Al-Rachid ordenó enviar un elefante blanco a Carlomagno en Aquisgrán como regalo por su coronación. La madre de Al-Rachid, una antigua esclava de origen yemení, sólo comía sobre vajillas de oro adornadas de piedras preciosas. Por otra parte, el harén del califa desbordaba por su número y calidad todas las excitantes fantasías imaginables, pese a que los rumores sobre una presumible homosexualidad del califa fueron cada vez más insistentes… En conclusión, Harun al-Rachid fue un gran vividor, sin duda, pero en absoluto grande como hombre de estado. En el año 808 fue sucedido, tras fallecer en Tus, por su hijo Al-Amin. Pero el reparto organizado por Rachid antes de su muerte entre sus tres hijos iba a resultar fatal. Al-Mamun, el hijo de una esclava persa, derrota militarmente a las tropas de Al-Amin en el año 810 y se proclama séptimo califa en Bagdad tras dar muerte violenta a su hermanastro. Es justamente a partir de este momento cuando todos los califas posteriores fueron, como él, hijos de esclavas o concubinas. La razón de ello fue que la familia califal, situada por encima del resto, quiso evitar las complicaciones que conllevaban los matrimonios con hijas de familias de súbditos. Al-Amin gobernó durante dos décadas y asentó con firmeza la dinastía abasí, siendo uno de sus mejores califas desde un punto de vista político e incluso cultural. Pero puede decirse que, de ahora en adelante, por las venas de los califas ya no corrió más sangre puramente árabe.