Ciertamente, el hermano Enrique nunca había podido superar su ancestral miedo a la oscuridad. Quizás fuese debido a las misteriosas y fabulosas leyendas que envolvían el devenir tanto de la abuela Valentina como de la tía Rafaela, pero lo cierto es que Enrique tenía pavor a ser víctima de algún sobredimensional encuentro con seres que en algún momento habían pertenecido a este mundo y que, ahora, sólo Dios sabe por dónde vagan sus ánimas. Por ello, el retorno hasta el patio Eugenio acabada la jornada laboral en pleno centro de Tánger, se convertía en una dramática experiencia justo al enfilar la calle Sevilla para, bajando unos escalones, acceder a dicho patio. No había ni una triste bombilla que alumbrara esa travesía, con lo que al caer la medianoche, momento aproximado en que tenía lugar el regreso, a Enrique se le alteraba tanto el corazón y entraba con tal palidez de rostro en casa que toda la familia comenzó a barruntar algunas ideas para evitar en lo posible los miedos y fobias nocturnas del hermano Enrique. La abuela Valentina aún conservaba alguna que otra influencia de aquellos tiempos donde su difunto marido era uno de los principales accionistas de la compañía de luz que abastecía a Tánger. Pero esas influencias no dejaban de ser eso, meras influencias, ya que un desalmado se aprovechó de la funcional ignorancia de la abuela Valentina a la hora de fallecer su marido y, mediante artimañas, consiguió que la pobre abuela estampara su firma en unos documentos que no eran otra cosa que la cesión de sus acciones a aquel despreciable ser, con lo que, de un día para otro, se vio despojada de todo cuanto su marido le dejó para criar a su extensa familia y poder vivir con cierta dignidad. En aquellos años, fue muy comentado en todo Tánger lo acontecido en aquel humilde patio durante la ejecución de unas obras de remodelación eléctrica. Esos trabajos suponían un desembolso económico inasumible para una desdichada abuela Valentina.  — «¡Ay, Señor, Señor!. Con todo lo que mi marido luchó en aquella compañía y ahora nos vamos a ver a oscuras…» — Se lamentaba la abuela. Pero su hija, la tía Rafaela, se mostraba del todo confiada:  — «Tranquila, madre. Papá no va a consentir que nos quedemos a oscuras. Me lo ha confesado en sueños.» –. Las labores de acondicionamiento eléctrico comenzaron y fueron cortando la luz a medida que se acometían las instalaciones por los barrios. Sólo mediante aquel desembolso y, una vez finalizada la obra, se volvía a dar el correspondiente suministro energético. Nadie, ningún ingeniero, ningún operario… Absolutamente nadie pudo saber cómo en aquella casa del patio Eugenio donde habitaba la abuela Valentina con su familia seguía disponiendo de luz eléctrica pese al corte de suministro en todo el barrio. Sorprendidos por esta misteriosa incidencia y atendiendo a las peculiares circunstancias con que la abuela Valentina había sido injustamente desposeída de sus acciones, los actuales responsables decidieron exonerar del pago a la misma, con lo que aquel problema, gracias a que siempre aparecen personas de buena voluntad en los momentos más difíciles, pudo felizmente resolverse. Aunque, como dije anteriormente, nadie supo nunca por qué motivo la casa de la abuela Valentina seguía con energía eléctrica pese al corte general. Bueno, la tía Rafaela sí que lo sabía:  — «Ya os dije que papá me había dicho en sueños que no nos preocupásemos…» —

 Las gestiones efectuadas por la abuela Valentina dieron sus frutos y unos operarios instalaron un pequeño farol de una sola bombilla para iluminar la entrada al patio por las noches, consiguiendo así que el hermano Enrique no pasara por los diarios apuros y miedos a la hora de volver del trabajo por las noches. Sólo había un pequeño reparo: Aquella luminaria debía ser accionada a las doce en punto de la noche, momentos antes de que el hermano Enrique regresara a casa, para ser luego desconectada por él mismo. Aquella luz no dejaba de ser un regalo de las autoridades municipales tangerinas y no era cuestión de derrochar luz a todas horas, máxime teniendo en cuenta que podía levantar las suspicacias de algún vecino envidioso. Así, todas las noches, y como si de una rutina se tratara, la abuela Valentina salía puntualmente al patio para enchufar el farol y de esta forma evitar los temores de Enrique. Aquella humilde instalación eléctrica supuso todo un bálsamo para el bueno de Enrique, de quién se dice que hasta le cambió el carácter y que llegaba silbando por las noches. Además, Lucero, el precioso perro pastor alemán que se instaló a vivir con la familia, le esperaba justo a la hora de la diaria venida de Enrique, con esa fidelidad y sentido de la orientación cronológica que sólo los perros saben tener. Curioso fue también el caso de Lucero. Pasados los años y en vista de que aquel animal no parecía poner freno a su sorprendente crecimiento, la familia decidió que lo mejor era que el perro se instalase en una finca de un conocido e íntimo de la familia, ya que este era mucho mejor hábitat para un can de sus dimensiones. Aquello le costó un enorme disgusto a Celia, cuya relación con Lucero llegó a ser tan fraternal como con la de cualquier otro de sus hermanos. Al poco de separarse de Lucero, Celia abandonó, como tantos otros, una ciudad de Tánger donde las cosas se empezaban a poner difíciles tanto para la comunidad española como para la hebrea. Celia no regresó de visita a Tánger hasta pasados siete años y entonces ocurrió un hecho tan magnífico como inexplicable: Se encontraba junto a las puertas del Hospital Español, atendiendo una visita, cuando a lo lejos divisó la figura portentosa de un extraordinario ejemplar de pastor alemán. Celia comenzó a pensar: –«No puede ser… Es Lucero; es mi Lucero.» –. Celia se encaminó hacia donde se encontraba el animal y, ya más segura que en sus iniciales dudas, pasó de las íntimas reflexiones a las abiertas exclamaciones:  — «¡Lucero, Lucero!» –. Y aquel perro se abalanzó sobre ella, dándole todo tipo de lametones y cariñosas cabezadas. Efectivamente, aquel perro era Lucero y el noble animal tampoco había olvidado a Celia. Cuentan que fue difícil separarlos y no se sabe muy bien si al perro de Celia o a Celia del perro…

 Una mañana, la tía Rafaela amaneció con el rostro serio y muy desencajado. Algo extraño le ocurría y toda la familia se temió lo peor. A la semana siguiente la abuela Valentina falleció plácidamente… Todo el barrio español de Tánger lloró la pérdida de una persona que había hecho mucho, bueno y desinteresadamente, por los demás y que con su conducta contribuyó a forjar la leyenda de un Tánger abierto a todos, donde nadie, viniese de donde viniese, se sentía extranjero o desamparado. Se celebraron las exequias fúnebres dentro de la intimidad familiar, aunque riadas de gente acudieron procedentes de todas las barriadas tangerinas al patio Eugenio para expresar sus condolencias a la familia. Pero la vida seguía y todos hubieron de volver al tajo. Fue precisamente aquella primera noche, ya enterrada la abuela Valentina, cuando Luisa, la hermana mayor que se hizo cargo de la familia, observó como «algo» la estaba tirando del pelo, ya acostada en la cama.  — «Lucero, deja mi pelo en paz, que estoy muy cansada y quiero dormir, anda… » –. Pero, lejos de aminorarse aquel tirón capilar, se acentuó y se volvió molesto y doloroso por momentos.  — «¡Lucero, por favor; Deja ya de tirarme del pelo!» —. A Luisa le extrañó el gran silencio que rodeaba la estancia. Inquieta por tal circunstancia, se levantó de la cama y vio, con sorpresa, como allí no se encontraba el perro. Salió hasta el recibidor y contempló como Lucero se hallaba recostado en el suelo, con los ojos semicerrados. Luisa miró hacia el viejo reloj de pared y dio un respingo:  — «¡Son casi las doce de la noche! ¡Dios mío, el farol! ¡He de enchufar el farol, que está a punto de llegar Enrique…!» —

Enrique falleció hace ya más de un año en Málaga tras varias semanas de dura y triste agonía. Tal y como fue su deseo, sus cenizas fueron depositadas bajo un olivo…  Quiero que esta entrada sirva de homenaje en su recuerdo.