* Óleo sobre lienzo
* 164 x 94 Cms
* Realizado en 1642
* Ubicado en el Museo del Louvre

 Desde el reinado de Felipe II la pintura española entró por completo en la órbita de la influencia italiana, desembocando en un vacío academicismo ajeno por completo al genio hispánico, el cual, a fuerza de doblegarse a algo extraño, ahogó prácticamente su impulso creador. Desde ese momento se empieza a anhelar un ambiente artístico más real y fuerte, algo que diese al artista motivo para expresar su sentir libremente y sin presión cortesana alguna. Pero además, se produjo un acontecimiento histórico trascendente para el arte, la Contrarreforma, enérgico movimiento espiritual encaminado a fortalecer y atraer a la fe a unos vacilantes creyentes. El proceso de reacción, cargado de sentimiento religioso, contra ese desgastado manierismo fue primeramente llevado a cabo por Navarrete el Mudo y, unos treinta años después, continuado por Ribalta y Sánchez Cotán. Sin embargo, quien va a desarrollar el realismo que caracteriza a la escuela española del siglo XVII será José de Ribera, El Españoleto, verdadero orientador de la pintura hispana del Siglo de Oro.

 Sobre la figura de Ribera se han escrito ríos de tinta que han forjado el mito de pintor maldito, de vida poco respetable y con un obsesivo componente sádico que le hacía deleitarse pintando todo tipo de incruentos martirios. Además, en lo relativo a su persona, la leyenda le atribuye un carácter altivo propio de un artista que sentía un enorme desprecio por sus colegas y cuyas manifestaciones eran violentas y llenas de rencor. Por fortuna, las modernas investigaciones han disipado en buena medida la niebla que envuelve a un pintor que sólo cede en importancia ante la incomparable figura de Velázquez y cuya originalidad interpretativa le coloca como el brillante iniciador de la mejor tradición española.

 Ribera, como hijo de su tiempo, participó en la reacción naturalista opuesta al idealismo renacentista. Para ello, interpretó la realidad con la misma fidelidad que los escritores de las novelas picarescas pero, a diferencia de éstos, su interpretación no deformó la realidad, no ocultó los defectos y no ofreció una determinada visión de las cosas. Por el contrario, se acercó a los temas rehusando la anécdota, huyendo de la gesticulación teatral e importándole únicamente el modelo que posaba ante él. En esos modelos existe una especie de sentimiento de responsabilidad que es, precisamente, el de la salvación estética del individuo. De igual manera puede afirmarse en las escenas de martirios, en las que Ribera huye de detalles cruentos y repulsivos que encontramos en lienzos flamencos e italianos, para centrarse más en los momentos previos a los mismos, esos instantes en donde la espiritualidad se humaniza y se evidencia la realidad con extraordinaria fuerza y emoción religiosa. Este es el gran aspecto de su realismo, lo que le convierte en el verdadero orientador de la pintura española del Siglo de Oro. Ribera conoció su oficio a la perfección; gracias a un dibujo sólido y a una prodigiosa técnica pictórica, dominó la representación del desnudo y no dudó en colocar a sus figuras en tremendos y violentos escorzos siempre resueltos de manera magistral, ordenado todo ello en maravillosas composiciones donde tanto luces como volúmenes respiran una severa armonía.

 En Nápoles, la trayectoria artística de Ribera fue del todo fulgurante; sus dotes de gran pintor, dibujante y grabador le hicieron pronto merecedor de una enorme fama, llegando a eclipsar por completo al resto de artistas y formando un gran taller en donde se rodeó de discípulos. Afianzada del todo su personalidad en los círculos napolitanos, una nueva etapa se abre en la trayectoria artística de Ribera entre 1635 y 1645, años en los que su pintura gana en luminosidad y colorido, desapareciendo los fondos negros de la época inicial. También en este período, Ribera gustó de introducir el paisaje en sus lienzos, lo que vino a reforzar aún más la dulzura y suavidad, características principales de aquel momento. El patizambo, obra que hoy nos toca comentar, pertenece precisamente a ese período de madurez. Poca gente deja de sorprenderse ante esta pintura de género que plasma a un mendigo tullido de Nápoles mirando al espectador descaradamente y exhibiendo una amplia y abierta sonrisa. Parece más que probable que Ribera tan sólo intentase plasmar a un mendigo napolitano, ya que estaba muy interesado en representar a la gente corriente. Sin embargo, la forma de combinar el realismo con la tradición anunciaba una nueva dirección en el arte. El muchacho que aparece en este cuadro, sin lugar a dudas una de las mejores obras de Ribera, debió ser un enano con el pie deforme — y tal vez las manos — que vivía de la mendicidad. Pese a que la vida no parecía haberle sonreído del todo, el muchacho se muestra jovial y desafiante. Porta la muleta al hombro y extiende, más con indiferencia que con desesperación, el papel que le otorga licencia para mendigar (Obligatorio en Nápoles en aquel tiempo). Si nos fijamos bien, en dicho papel aparece una leyenda en latín que traducida dice: Dadme limosna, por el amor de Dios. Ribera, en lugar de retratar al chiquillo acuclillado en alguna sucia callejuela, lo pinta en toda su corta estatura, recortado contra un paisaje que recuerda obras históricas, mitológicas y religiosas pintadas al estilo clásico. Pero es que además, Ribera confiere al muchacho una auténtica dignidad humana aumentada por el hecho de retratarlo desde un punto de vista muy bajo. De esta manera, el mendigo bien que podría ser un pequeño príncipe si lo imaginamos ataviado con otros lustrosos ropajes. El contraste entre el fondo del paisaje, mucho más suave en la paleta de colores, hace que el joven resalte aún más. Este portentoso óleo nos revela el talento de Ribera para transmitir una sensación de individualismo, mezclado con realismo y humanidad, que tanto influyó en el arte de su tiempo, sobre todo en España.