Fotografía de un servidor tomada justo en el momento de ser devuelto a planta tras una intervención quirúrgica de dos horas y media de duración. La foto fue tomada por Federico por expresa indicación mía en días previos. En esos momentos, al parecer, seguía canturreando algo de Mozart. La cara está algo hinchada ¡No estoy tan gordo!

 Lo peor sobrevino a media tarde, cuando insté a Celia a que se retirase a casa ya que de poca ayuda me habría de servir durante la madrugada. Me encontré entonces desesperadamente solo y anímicamente desolado, con la única compañía de una pregunta que no dejaba de revolotear mi mente a la manera de un pájaro enjaulado: –«¿Por qué a mí? ¿Por qué me había tocado a mí?»– A veces juzgo que la vida es una continua partida de sensaciones y situaciones que puntualmente nos toca experimentar. Hasta ese momento yo era un afortunado que a lo mucho que aspiraba a esas alturas de mi existencia era a obtener un suculento premio de azar con el que poner en práctica mis sueños solidarios y materializar también algún que otro capricho más mundano de pretensiones exóticas. He viajado mucho a lo largo y ancho de este mundo, sí, pero aún me quedan lugares por visitar… Hace poco comentaba con mi hermano Marinus el Ceremonioso que el ser humano vive dos estadios a lo largo de su devenir: Una primera etapa de formación que generalmente suele culminar con el paso del ecuador de nuestras vidas y una segunda de consolidación experimental, esa última fase en la que uno generalmente ya ha adquirido la madurez personal suficiente como para sacar provecho de las cosas más sencillas que este mundo está en condiciones de ofrecernos. En todo este ilusionante juego de probabilidades existenciales yo no había logrado incorporarme a ese irrisorio tanto por ciento de personas que consiguen acertar los números de la Lotería Euromillonaria; sin embargo, el destino quiso inscribirme en ese otro 15% de personas que se ven afectadas en su salud por una maléfica enfermedad que hoy en día ya no es tan fiera si se agarra a tiempo. Por eso mismo me encontraba yo en una sórdida habitación de hospital aquella tarde del último día de mayo. Aún así, no dejé de atesorar cierta suerte: Estaba solo; mi hipotético vecino de habitación había faltado a su cita. Quien haya tenido la mala fortuna de ser ingresado en un hospital sabe a lo que me refiero. En determinados momentos, se lleva mejor el estar solo que el hecho de compartir tus penas con otro semejante. Y yo siempre he sido muy celoso de mi intimidad.

 Aquella jornada no había podido comenzar de peor manera. Ya desde bien temprano no dejaba de pensar en mi domicilio con el ingreso hospitalario que habría de producirse a primera hora de la tarde cuando sonó el teléfono. Gema, la hija de Celia, se encontraba ingresada de urgencia en el mismo Hospital de la Princesa al que yo habría de acudir por la tarde. Una insuficiencia respiratoria era la causante de aquel despropósito. Celia salió disparada hacia el hospital y me prohibió cualquier intento de adelantar la hora de mi ingreso: –«Tú permanece en casa, Leiter. Yo te iré llamando y te diré cómo está la niña. Mientras, telefonea a mi familia de Málaga y coméntales lo que está ocurriendo ¡Estas cosas sólo nos pueden pasar a nosotros! ¡Maldita sea!»– Al cabo de una hora, Celia me tranquilizó con una llamada telefónica que yo ya estaba suplicando: –«Gema está bien, Leiter. Ya lleva tres botellas de oxígeno pero no consiguen que se le abran los bronquios… ¡Y eso que ella no fuma! Los médicos han dicho que tendrá que quedarse en observación hasta la tarde. No es grave, sólo un catarro mal curado. Ya le ha pasado en más ocasiones. Ahora, a las tres, se queda Federico con ella y voy yo a recogerte»– En esos momentos, casi de forma instintiva, me prendí un purito de esos que me fumo de vez en cuando. Volvió a sonar la melodía brasileira que llevo de alerta en mi teléfono móvil. Era Gema: –«¡Habibi! ¡Fíjate lo que me ha pasado!» — Aprecié un inconfundible tono bromista en su voz — «¡Yo quería acercarme esta tarde a verte y resulta que vas a tener tú que venir a verme primero! Le he dicho al médico que, si me tiene que dejar ingresada, que nos pongan juntos en la misma habitación. Así mamá no tiene que ir de un sitio para otro…»— Aquella joven que todavía no había alcanzado la treintena de primaveras me había dado toda una lección de entereza y de buen humor.

 Poco después de las tres de la tarde Celia apareció por casa: –«Nada, otras dos botellas de oxígeno y nada. Me parece que se va a tener que quedar esta noche… Si es que esta hija mía no come nada… Que si un bocadillito, que si una bolsa de patatas, que si… ¿Federico? El pobre fue esta mañana al salón de belleza para anular las citas de dicho turno y ahora va a volver para anular las de la tarde… ¡Y eso que mañana por la tarde ya habían anulado todo por lo de tu operación! ¡Y con la crisis que hay!»– Celia, con una cara que reflejaba a partes iguales tensión y cansancio, cargó con todo lo mío y nos fuimos dando un paseo hasta el hospital. Yo debía certificar mi ingreso por la entrada de Urgencias, pero antes de formalizar tan indeseado check-in me dirigí con Celia hasta donde se encontraba Gema. La joven estaba con rostro de circunstancias tumbada sobre una cama y con un extraño artilugio conectado a sus fosas nasales. Al verme sonrió como si tal cosa: –«Gemita» — murmuré — «quién debe estar aquí hoy soy yo, no tú»

 Me asignaron la habitación número 520A y hasta allí que nos fuimos Celia y yo. Me empecé a derrumbar psicológicamente al contemplar de reojo las habitaciones que precedían a la mía mientras nos dirigíamos a la misma. Una atenta enfermera me tomó el pulso y me dio el regalo de bienvenida de aquel extraño hotel: Un paquete que contenía un pijama, una toalla, una pastilla de jabón, una… Me recosté sobre el diván que se hallaba junto a la cama y fijé mi mirada hacia la enorme ventana. Celia agarró mi mano e iluminó su rostro en forma de abierta y esperanzadora sonrisa: –«Tranquilo, Leiter, tranquilo. Vas a estar solo en la habitación, al menos esta noche, y eso es algo con lo que no contabas… ¿De veras no quieres que me quede contigo?»– Al poco entraron Federico y una ya recuperada Gema en la habitación: –«¡Habibi! ¡Ya me han dado el alta! Jo, ahora que me quería quedar para hacerte compañía esta noche…»– Tras una media hora de sonrisas más bien forzadas por mi parte, llegó la hora de la despedida. Celia no quería marcharse pero la obligué. Llevaba todo el santo día yendo y viniendo al hospital y yo no estaba dispuesto a que malgastara más energías inútilmente. La próxima jornada, tras la operación, su presencia sí que resultaría del todo imprescindible. Al darme el último beso noté sus ojos humedecidos, mayormente porque los míos también lo estaban. Al cerrar la puerta me puse a llorar como un niño. Sentía como si me encontrara en una cárcel y durante un par de horas sólo albergué en mi mente recuerdos de infancia y mocedad. En la soledad de aquella habitación sólo se escuchaba el ruido de fondo de los potentes aparatos de aire acondicionado que estaban situados en la superficie del patio al que daba acceso mi ventana. Me acordé también de muchos de los clientes habituales que visitan mi bar virtual de copas y pensé en la vergüenza que me daría el hecho de que pudieran verme en esas condiciones. Pensé también en mis amigos reales, en los que siguen estando y en los que ya no están. Pensé en mi familia, esto es, en Celia, Gema y Federico. No pensé en nadie más.

 Vinieron a traerme la cena — un pedazo de tortilla de patatas y un poco de sopa — y en ese momento decidí poner punto y final a mis pesimistas reflexiones interiores. Conecté la radio del MP3 y escuché HORA 25 de la CADENA SER y posteriormente la entrevista que le hizo José Ramón de la Morena a Mourinho, el nuevo y flamante entrenador del Real Madrid. Conseguí despejarme del todo y a eso de la una de la mañana llamé a Celia. No estaba dormida, ni mucho menos, y estuvimos conversando por espacio de diez minutos. Me confesó todo lo grande que se le hacía la cama esa noche en particular y que me echaba mucho de menos. También me confesó que había «hablado» con su difunta abuela en sueños y que ésta le había comentado que lo mío se iba a solucionar. Yo supe que Celia estuvo toda la noche con las cartas del tarot. Celia nació bruja y se morirá siendo bruja… Nuestra telefónica conversación se vio interrumpida por la presencia de una joven enfermera que vino a tomarme la tensión de nuevo. Se sentó en un esquinazo de la cama y me comentó: –«Leiter, te noto un poco alterado… ¿Mañana te operan? Tranquilo, no pasa nada. No te darás cuenta de nada… Sí, no es agradable estar aquí, en el hospital. Te comprendo perfectamente»– Aquella enfermera podría ser mi hija por edad y, sin embargo, demostró unas extraordinarias dotes psicológicas con un paciente tan inquieto como yo. Empezó a acariciar mi rasurado cabello y a hablarme con unas gratificantes y dulces palabras que me resultaron del todo estimulantes. Parecía como si fuese mi amiga de toda la vida: –«Leiter, corazón, intenta relajarte y descansar. Sabemos que padeces de cierto insomnio. Tómate esta pastilla. Venga, cariño, no te preocupes de nada… ¿Quién te ha dicho que tienes que vomitar la anestesia? La meas y punto. Yo estaré aquí de guardia hasta las ocho de la mañana. Si te encuentras mal no dudes en pulsar el botón rojo… Acudiré lo antes posible»– Se despidió de mí volviendo a acariciar mi cabeza y tomándome cariñosamente de la mano. Antes de cerrar la puerta añadió: –«Leiter, a mí también me operaron de lo mismo, hace un par de años… Y aquí me ves»–  Olvidé su nombre pero no sus preciosos ojos verdes. Aquella enfermera hizo gala de una enorme categoría profesional. Me tomé la pastilla y a los diez minutos estaba durmiendo como siempre, abrazando la almohada.

 Yo he vivido con intensidad la vida hospitalaria desde fuera, por múltiples motivos, pero nunca desde su más desnudo interior. Al despertarme con los primeros rayos solares, a eso de las siete de la mañana, me encontré del todo relajado y con ganas de comerme el mundo. Pasé al cuarto de baño y estuve casi media hora duchándome al tiempo que entonaba unas desenfadadas arias zarzueleras. Me sentía feliz de haber superado la primera noche… Sólo quedaba la operación, programada para las cuatro de esa misma tarde. Llegó una enfermera con el odioso trasto de la toma de tensión y me dijo que los valores estaban muy bien. A continuación vino otra compañera con la bandeja del desayuno y me aleccionó a que lo ingiriera antes de las nueve de la mañana, ya que a partir de esa hora debía quedarme en ayunas para la intervención quirúrgica. Mientras que estaba tratando de partir el pan llegó Amparo, la rubia vikinga y mejor amiga de Celia. Su marido trabajaba como administrativo en el mismo hospital hasta que le detectaron un cáncer del que acabó falleciendo cuatro años atrás. Amparo no quiso comentarme nada pese a mi morbosa insistencia… Pero al final cedió mientras dábamos un paseo por la planta del hospital, ella tan guapa como siempre y yo ataviado con el estrafalario pijama de la institución: –«Se encontraba mal y empezó a perder peso. Como trabajaba aquí, se hizo una radiografía y los doctores no le dijeron nada al respecto. Él estaba preocupado y fue con la radiografía a un especialista. Mintió y dijo que era la radiografía de un buen amigo suyo… El doctor le dijo que a «su amigo» le quedaban meses de vida… Mi marido acabó confesando que era su propia radiografía. Todas las mañanas, en casa, yo le obligaba a que levantara los brazos nada más despertarse y que gritara: ¡Estoy de puta madre! Una de esas mañanas me dijo que se encontraba estupendamente y me pidió que saliéramos a comer fuera, a la Sierra, con el coche… Al acabar de arreglarme me lo encontré con sus ojos cerrados apoyado en el sofá… Sólo me consuela el hecho de saber que murió feliz y sin darse cuenta…»– Los verdes ojos gaditanos de Amparo estaban inflamados por recordar el luctuoso trance… –«Para mí, Leiter, la vida se acabó cuando murió Javier. Sólo mis hijos me dan la fuerza necesaria para vivir… Celia nunca se separó de mí y tú, cabrón, me recuerdas a Javier… Tienes una forma de ser muy parecida a él… ¡Mira, por ahí viene Celia! Tiene mala cara, no ha dormido nada…»

 Tras estar un par de horas charlando animadamente con Celia y Amparo, me quedé a solas en la habitación cuando éstas aprovecharon para bajar un rato a la calle y tomarse un tentempié. Me puse a leer el Tratado de Dirección Orquestal de Hermann Scherchen y al poco vino una enfermera a buscarme: –«Le tengo que llevar a Medicina Nuclear… Introdúzcase en la cama, por favor»– El departamento de Medicina Nuclear del hospital parecía un sitio de esos que salen en las películas de ciencia-ficción, con personas vestidas de verde y extraños artilugios que asustaban por lo enigmático de sus caprichosas formas geométricas. Me pincharon un líquido contrastante y me tuvieron haciendo piruetas sobre unas futuristas máquinas que desprendían un ruido muy parecido al de algunas partituras de música contemporánea. No estaba asustado aunque pensé en que Celia se preocuparía al no ver mi cama y su ocupante en la habitación. Luego de una hora de pruebas, monitorizaciones y demás demostraciones de lo que supongo que fue una extraordinaria exhibición tecnológica, me subieron de nuevo a planta. Eran, aproximadamente, la una del mediodía y faltaban tres horas para la operación. Mis sospechas se confirmaron: –«¡Ah, ahí viene el paciente de la 520A! ¡No veas cómo está su mujer! Ha amenazado con denunciarnos creyendo que ya le habíamos llevado al quirófano… Quería entrar a la sala de quirófanos y esa amiga suya rubia la ha tenido que agarrar… ¡Joder, qué genio tiene la tía!»— Sonreí y añadí: –«¡No lo sabéis bien vosotros!»

 A las quince horas y treinta y seis minutos llegó una nueva enfermera a la habitación: –«¿Leiter Caesaris Imperatoris Filius? Bueno, venga, vamos al quirófano»– Celia adolece de una tremenda expresión barroca en su cara, para todo lo bueno que dicha circunstancia pueda conllevar, y también para lo malo. Su rostro se descompuso y comenzó a llorar en silencio. Amparo vino a tomarme la mano: –«¡Amparo, Amparo! Olvídate de mí y no te separes de Celia… ¡Está peor que yo!»– Mientras me trasladaban en la camilla veía las siluetas de Celia y Amparo a la manera de una simpática persecución por las dependencias hospitalarias. A la altura de las salas de quirófanos, Celia se vino hacia mí y me regaló la más abierta de sus sonrisas, mágicamente adornada con el vidrioso humor que desprendían sus negros ojos de legendaria estirpe: –«Tranquilo, Kapellmeister; ya verás como todo sale bien…»– Al cerrarse aquellas puertas, más propias de una taberna del Far West que de un hospital, sentí cómo mi corazón se aceleraba. Mi boca se secó y sentí un punzante frío interior que enervaba a lo más erizado de mi piel. Estaba aterrado y así me lo hizo saber la celadora que me estaba transportando: –«Leiter, ¿Estás bien?»– Sólo acerté a contestar: –«Estoy acongojado, señorita… Por no decir que estoy acojonado del todo»– La enfermera sonrió y me dejó junto a una sala en donde estaba reunido un grupo de mujeres vestidas con largas batas de color verde: –«Aquí les traigo a Leiter… Está muy nervioso»– Cuatro mujeres me rodearon y una de ellas agarró mi mano izquierda: –«Bueno, Leiter, tú tranquilo que no vas a sentir nada… Piensa en algo bonito…»– En ese mismo instante me puse mentalmente a tararear, recordando lo que escribió Quinoff en su blog, el vals del Danubio Azul… Tiene razón Joaquín. Posiblemente esa sea la música que define a toda una civilización. Escuché el acompasamiento de mis pulsaciones cardíacas en una máquina y me pareció curioso ser el intérprete de ese estrafalario registro sonoro. Por mi propio pie me puse boca arriba en la mesa de operaciones y observé los registros de luz blanca que desprende la típica orla brillante que sirve para iluminar el enclave quirúrgico. Era exactamente igual a como lo muestran las películas aunque, para desgracia mía, ahora era yo el actor protagonista. Comencé mentalmente con el Confutatis del Requiem de Mozart mientras que una de las cuatro mujeres me pinchaba en la mano izquierda. Estaba aterrado pero quería guardar las formas  –«Leiter, tranquilo: Piensa en algo bonito. No te preocupes por nada…»– Me dijo dulcemente una de las cuatro mujeres. Por un momento pensé en qué ocurriría si no me despertaba, si no lograba salir de esa anestesia que en breve me iban a aplicar. También me dio por imaginar que, al menos, si de esa no salía, iba a morir rodeado de mujeres… Algo es algo (Por allí no vi a ningún varón). Saqué fuerzas de donde ya no me quedaban y me centré en esa luz. Una mujer me acopló una mascarilla a mi boca… Me centré en la luz y quise ser consciente de que me desvanecía… Los golpes de timbal del Confutatis me atronaban el cerebro… Yo me estaba comportando como un cobarde pero elegí la música más grandiosa jamás compuesta…¡No querían que pensase en algo bello! ¿Existe algo más bello que el Requiem de Mozart? No llegué al Lacrimosa. Sólo recuerdo que una mujer me dijo: –«¡Respira hondo, Leiter!»– Ni mareos, ni desvanecimientos, ni imágenes borrosas, ni nada de nada. No recuerdo nada más. Sólo el vacío. Un negro e inconsciente vacío.

 Abrí los ojos y sentí como una especie de golpe sonoro en mi mente. Fui consciente de que todo había pasado y noté una inexplicable sensación de tiempo transcurrido. Regresé de un vacío inconsciente y sentí unas molestias, en absoluto dolorosas, bajo mis dos axilas y, especialmente, en mi espalda. Supe en todo momento que había despertado de la anestesia… Pero no soñé, ni contemplé imágenes, ni nada por el estilo. Fue el despertar de un profundo sueño parecido al que uno siente cuando ha bebido en exceso. Sonreí para mis adentros y pensé: –«¡Ya pasó, Leiter! ¡Ya pasó!»– Mi visión era perfecta y observé como un reloj marcaba las veinte horas y veintidós minutos de la tarde. Pensé que la muerte es precisamente situarse en ese estado en el que yo apenas unos instantes antes me encontraba… Sólo que jamás despiertas. Y me entristecí por la fragilidad del ser humano (Aclaro que yo no soy religioso y que no creo en nada). Ojalá exista vida tras esta vida. Para un agnóstico como yo resulta tremendamente complicado asumir que la muerte supone un imperecedero vacío existencial similar al que ya teníamos antes de nacer. Pero siempre, y ahora más que nunca, he estado convencido de que esta vida es la única que conocemos y que, consecuentemente, hemos de tratar de ser felices y de hacer felices a los demás. Abomino de la gente que ignora esta vida tan sólo por pensar en otra futura. Reniego de la gente que maltrata su vida por pensar en otra futura. Me asquea la gente que pasa de rondón por esta vida, machacando a sus semejantes, tan sólo por la súplica de una vida futura. Somos una absurda mota de polvo — y eso sí que es cierto — dentro de un inmensurable universo en el que nos ha tocado vivir. Protagonicemos pues nuestra vida con alegría y demos vía a la primera regla de oro: No quieras para tus semejantes lo que no quieres para ti. El resto me sobra ¿Quién habrá de juzgar al que juzga? ¿Qué podemos esperar de otra hipotética vida si no sabemos vivir con decencia, dignidad y solidaridad la única que hasta ahora conocemos?

–«¿Eres músico, Leiter?» — fue la primera frase que pude escuchar con nitidez tras mi despertar de la anestesia — «¿Cómo te encuentras? — me preguntó una mujer a quien no pude visualizar. Al poco llegó otra fémina vestida de verde y me acarició la cara: –«¿Estás bien, Leiter? ¿Sientes alguna molestia? Enseguida te llevamos a planta… Te hemos tenido que inmovilizar el brazo derecho con una malla… No parabas de agitarlo…»– Noté cómo me trasladaban en la camilla y al cabo de un rato pude escuchar la sensual voz de Celia: –«¡Mira, ahí lo traen! Está canturreando la misma música que no ha dejado de escuchar estos días en casa… ¡Pobre, está todavía bajo los efectos de la anestesia!»

Dedico esta improvisada entrada a todo el personal que me atendió durante los días 31 de mayo, 1 y 2 de junio de 2010 en el Hospital de la Princesa de Madrid, especialmente a la doctora Delgado y al doctor Aragües del Departamento de Dermatología de dicha entidad. También a mi médico de cabecera, la doctora Calatrava, por su extraordinaria implicación en todo este asunto. Y también a todos los personajes que forman parte del relato. Y, especialmente, a THENIGER, quien acudió momentos antes de serme otorgada el alta hospitalaria ayudándome, como buen samaritano, a colocarme mis pantalones y zapatos en compañía de Celia