Llamó a nuestra infantil atención cuando, ya empezado el curso, vimos aparecer a aquel grandullón que se sentó alrededor de la mesa más próxima a la nuestra. Si en aquella clase de párvulos ya estábamos más que asustados por los sonoros bofetones en la cara con los que regularmente nos obsequiaba la señorita María Antonia, la inquietante y nueva presencia de aquel compañero, un niño de duras facciones y rictus amenazadoramente serio, terminó por acongojarnos del todo. Decididamente, la referida señorita María Antonia la tenía tomada con los cuatro compañeros que nos sentábamos junto a la mesa común, que por otra parte, era la que más cerca estaba de su ampuloso escritorio de profesora. Morales y Moreda se libraban a menudo, pero tanto para Montoto como para un servidor no había día en que no recibiéramos dos buenos bofetones en la cara como reacción punitiva a unos comportamientos que, dicha sea la verdad, a nuestros cinco añitos de edad no acertábamos a comprender qué de malo había en ellos. Recuerdo que a mí, una mañana, me los dio seguidos: Después del primero me puse a sangrar por la nariz y, como consecuencia, recibí el segundo ya que a causa de la repentina hemorragia nasal estaba poniendo perdido el suelo del aula. Eran los rigores de una educación escolapia de otros tiempos muy distintos a los actuales y, pese a ello, no crean que le guardo algún rencor a aquella hija de Satanás que tenía por profesora. Gracias a ella, en mayor medida, puedo presumir hoy en día de ser una persona muy sensible… Una tarde, la profe le preguntó a Germán, aquel chico serio y de fría mirada, acerca de qué demonios estaba afanosamente buscando en el interior del capuchón de un bolígrafo.  — «Estoy buscando los planos de un tesoro, señorita» — Contestó Germán con un tono de voz visceralmente gangoso. El bofetón fue de tal magnitud que el pobre Germán, quién más que espíritu tenía simple apariencia, se quedó impávido, abriendo y cerrando su enorme boca periódicamente, pero sin emitir sonido alguno. Más tarde descubrimos que esa extraña actitud significaba que Germán hablaba consigo mismo y en silencio. Aquel sombrío mozalbete, pese a su considerable estatura y temibles facciones, era tan sumamente tímido y introvertido que, aparte de las innumerables bofetadas que acabó de recibir por parte de la señorita María Antonia, no tardó en acoger también las de sus propios y envalentonados compañeros. Dos años después, durante los ensayos previos a los actos de la llamada Primera Comunión, el padre Calderón sorprendió a Germán hurgando en el copón que contenía las hostias sin consagrar necesarias para la simulación eucarística. Primero sobrevino el consabido tortazo en la cara y luego la pregunta, ante las horrorizadas caras de todos los que allí contemplábamos la dramática escena.  — «¿Se puede saber qué haces metiendo la mano en el copón? ¿No te das cuenta de que eso es pecado mortal?» –. Germán fue a sentarse justo al lado de donde yo me encontraba, con ese aterrador gesto de ir cerrando y abriendo la boca en silencio. Pude escuchar como por lo bajo murmuraba: — «Ahí tampoco están los planos del tesoro…» —. Ya casi finalizando el curso, mi compañero y siempre amigo Molina, sorprendió a Germán trasteando en su cajonera cuando regresábamos del patio donde nos llevaban diariamente durante la media hora de recreo. No sé cómo se las pudo apañar Molina, quién era dos cabezas más bajito que Germán, pero agarró a éste por el cuello de la camisa:  — «¡Chaval! ¿Qué haces mirando en mi cajonera? ¿No me estarás robando las cosas?» –. Germán comenzó con sus espasmódicos movimientos de silenciosa apertura y cierre de su boca. Yo sólo me atreví a decir:  — «Está buscando los planos de algún tesoro de los piratas…» –. Y Germán, zafándose de los amenazadores puños de Molina, me miró sorprendido y me preguntó:  — «¿Sabes tú dónde están? ¿Lo sabes?. Mi padre me ha dicho que existe un plano que conduce a un tesoro y … » –. Tres días antes de concluir aquel curso nos comunicaron que el padre de Germán había fallecido. Germán ya nunca más volvió por el colegio.

 Muchos años después, finalizado mi turno de trabajo en el bar y caminando de regreso hacia mi apartamento de la calle Montesa, observé a un hombre moreno, muy alto, algo descuidado en sus vestimentas, con una expresión seria, fría y distante. Se encontraba paseando con quién debía de ser su madre, caminando dos pasos por delante de ella y girándose, de vez en cuando, para comentar algo. Ambos se detuvieron ante un contenedor de obras y se pusieron a trastear entre todos los desperdicios. La mirada perdida de aquel hombre era desangelada y muy nebulosa. De pronto, observé como comenzó a componer extrañas muecas con su boca. No cabía la menor duda: Aquel tipo era Germán. Su fisonomía encajaba con el lejano recuerdo estereotipado que de él aún yo conservaba de los tiempos del colegio. Me acerqué con la pretensión de saludarle:  — «Hola, Germán. ¿No te acuerdas de mí? Soy Leiter, antiguo compañero escolapio tuyo de …» –. A poco me fulmina con la mirada para, acto seguido, añadir con un tono de voz muy alto y un matiz algo gangoso:  — ¿Qué coño quiere usted de mí? ¡Déjeme en paz, oiga! ¡Váyase a tomar por el culo!» –. La madre, enrojecida, le recriminó:  — «¡Germán! Este joven sólo te ha preguntado si…» –. Pero Germán, con un palo que había recogido del contenedor en la mano, volvió a interrumpir, de una forma inquietantemente amenazadora:  — «¡Qué me dejes en paz, coño! ¡Te he dicho que te vayas a tomar por el culo!» — Ante la violenta dialéctica de Germán y atendiendo tanto a su envergadura como a la estaca que blandía, opté por lo más prudente que no fue sino retirarme, luego de saludar a su madre con un gesto de disculpa. Volví a encontrarme con Germán durante aquella época en varias ocasiones aunque, obviamente, jamás se me pasó por la cabeza intentar de nuevo un acercamiento. Observé que las papeleras callejeras eran también objeto obsesivo de su búsqueda, ya caminara solo o con la cuasi eterna compañía de su madre. Noté que frecuentaban repetidamente el supermercado que estaba lindando con el bar de mi padre por lo que raro era el día en que no los veía. Siempre salía mirando el ticket de compra, advirtiéndole a su madre de que había que estar muy atentos para que las cajeras no intentaran engañarle… Una mañana, con las puertas de acceso al bar abiertas, acerté a escuchar parte de la conversación que Germán mantenía con su madre:  — «Mañana vamos al banco otra vez, a ver si ya han efectuado el ingreso. Y, si no… Pues habrá que empezar a cagarse en su puta madre… » –.

 Un sábado al mediodía, en pleno mes de julio, salimos Celia y yo a tomar el aperitivo al bar de nuestro querido amigo Antonio, «El Rescoldo». Mientras paseábamos por la calle Alcántara, Celia me llamó la atención sobre un individuo que paseaba en paralelo a nosotros, por la acera de enfrente, y que iba de papelera en papelera, mirando su contenido, por encima, con una expresión facial muy antipática.  — «¡Qué extraño!» — Me comentó Celia.  — «No parece un pordiosero; además lleva una bolsa de la compra en la mano» –. Germán no sólo echaba un vistazo a todas las papeleras sino que también introducía la mano en los cajetines de devolución de los llamados parquímetros, con poca fortuna por lo que se veía, observando a lo lejos su disgustado rictus.  — «Le conozco» — Comenté a Celia.  — «También le da por mirar en los contenedores de obras…» –. Y Celia me respondió:  — «¡Pues ya verás como descubra los que están a la vuelta de Ortega y Gasset!» –. En efecto, a la altura de la referida calle, Germán se cruzó de acera y se situó justo por delante de nosotros, girando en dirección hacia los contenedores. Antes revisó el contenido de un par de papeleras más que se encontraban en la esquina. Celia, un tanto sorprendida, me dijo:  — «Hay que ver que manías más raras tiene la gente… ¡Pobre hombre! Seguro que padece algún trastorno… « –. Esbocé una sonrisa y contesté:  — «No, Celia, no son ni manías ni trastornos. Germán, que es así como se llama ese hombre, está buscando los planos de un tesoro. Tal vez, algún día sea él quién se ría de todos nosotros… » –.