Giacomo Meyerbeer

 En el enlace al vídeo que hoy os dejo podemos escuchar la cavatina O beau pays con la que comienza el segundo acto de la ópera Les Huguenots del compositor franco-alemán Giacomo Meyerbeer. La interpretación corre a cargo de una imponente Joan Sutherland acompañada por la Orquesta del Teatro de La Scala dirigida por Gianandrea Gavazzeni y dicha versión se encuentra disponible en el sello OPERA D´ORO (ref 1217). La escena describe la satisfacción de Margarita de Valois, que se baña junto con otras damas en el río, al presuponer que Valentine, católica enamorada del protestante Raoul, pueda casarse finalmente con éste, rompiendo así las rencillas entre los católicos y los hugonotes. Escrita en cinco actos bajo libreto de Eugène Scribe y Émile Deschamps, Les Huguenots fue estrenada el 29 de febrero de 1836 en la Ópera de París y desde ese mismo día se convirtió en la grand opéra más exitosa de su tiempo, llegando a alcanzar la asombrosa cifra de más mil representaciones en la Ópera de París desde su estreno hasta el año 1900.

Sin duda alguna, Les Huguenots es la ópera más perfecta de Meyerbeer y resultó todo un atrevimiento para un compositor judío el tratar la masacre de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572, cuando millares de hugonotes fueron asesinados a manos de los católicos. Pero, más que asumir el riesgo de ofender al público, Meyerbeer consiguió estremecerlo del todo con un espectáculo que incluyó siete papeles principales y un coro de extraordinarias proporciones que representaba a soldados, estudiantes y feligreses. Las dificultades de esta ópera, tanto el coste de su puesta en escena como su complejísima partitura, explican por qué se representa tan poco en la actualidad.

La grand opéra va a dominar el panorama lírico francés durante la primera mitad del siglo XIX. Si bien Berlioz había propuesto diferentes vías de expresión, las bases estéticas del nuevo género determinaron la evolución de la ópera francesa hasta el punto de que llegó incluso a influenciar a las escuelas alemana (Rienzi de Wagner) e italiana (Don Carlo y Aida de Verdi). Las obras circunscritas a este nuevo género constaban de cuatro o cinco extensos actos y en ellas se otorgaba un protagonismo especial al coro y a las grandes escenas de ballet. También eran características la gran plantilla vocal y las enormes dimensiones del conjunto orquestal. Los compositores de grand opéra se decantaron por el recitativo accompagnato en oposición a la ópera seria que alternaba éste y el recitativo secco. Esto tenía como intención dotar de un mayor dinamismo y fuerza expresiva a las tramas, que por regla general eran históricas o mitológicas con unas puestas en escena exuberantes, carísimas y aparatosas.

Si bien Rossini ya incursionó en el nuevo género con Guillaume Tell (1829), uno de los primeros precursores fue Daniel-François Auber con La muda de Portici (1828). Otro de los profetas del género fue Jacques François Halévy, autor de La juive (1835). En esta obra ya encontramos ciertos rasgos que darán lugar al nuevo modo de renovación estilística propuesta ya en la segunda mitad del siglo XIX por Gounod, Massenet y Bizet, los responsables del drama lírico francés. Pero, sin lugar a dudas, el mayor exponente de la grand opéra no fue otro que Giacomo Meyerbeer, posiblemente el músico más popular y célebre de su época aunque luego cayó en un total olvido del que afortunadamente, en la actualidad, parece irse despejando de nuevo.

Giacomo Meyerbeer — originalmente Yaakov Liebmann Beer — nació el 5 de septiembre de 1791 en Berlín en el seno de una acaudalada familia judía. Niño precoz, a semejanza de Mendelssohn, tuvo como profesor de piano a Muzio Clementi y ya a los nueve años ofrecía recitales y conciertos, forjándose un estilo propio gracias a su amigo Von Weber, quien le imbuyó en su pasión por el teatro. En 1824, Meyerbeer estrenó en Venecia una de sus primeras óperas  — Il Crociato in Egitto — con enorme éxito, tras lo cual fue nombrado compositor de la corte ducal de Hesse. Tras pasar algún tiempo por París, Meyerbeer se trasladó hasta Viena y posteriormente hasta Italia (siguiendo los consejos de Salieri) para perfeccionar sus estudios. La buena acogida de Il Crociato determinó que el superintendente de la Ópera de París decidiera montar la obra con tal triunfo que fue prácticamente representada en los teatros de toda Europa. Animado por el éxito, Meyerbeer se estableció en París y decidió cambiar de estilo conectando perfectamente con lo que el público demandaba. Tras el estreno de Robert le Diable en 1831, Meyerbeer ejerció una hegemonía total y absoluta en París, ganándose el fervor de un público hipnotizado y ayudándose de un complejo y estudiado sistema de mercadotecnia que incluía sobres de dinero a críticos musicales y a reconocidos claqueros encargados de aplaudir hasta rabiar en la Ópera de París (aspecto censurable, sin duda, pero no muy alejado de lo que suele verse a día de hoy con técnicas mucho más sutiles). En 1842, Meyerbeer fue nombrado Generalmusikdirektor en Berlín aunque nunca fue reconocido entre los compositores alemanes. De vuelta a París en 1849 para presentar El profeta, Meyerbeer siguió componiendo a un ritmo pausado y gozando de una popularidad que ni el propio Rossini alcanzó en vida. Mientras se encontraba enfrascado en su último título, La africana, la muerte le sorprendió el 2 de mayo de 1864 en París, representándose dicha ópera a título póstumo el 28 de abril de 1865 y convirtiéndose en uno de los mayores éxitos de la historia de la ópera.

Sobre Meyerbeer las opiniones han sido y siguen siendo del todo divergentes: Los músicos contemporáneos como Schumann y Mendelssohn entendieron que las óperas de Meyerbeer no eran sino hábiles collages repletos de grandes efectos. Otros, como Wagner, compositor al que Meyerbeer ayudó económicamente, cumplimentó, como era muy habitual en él, dicha ayuda tildando de diabólico y criminal al compositor germano-galo en un paranoide e infumable panfleto titulado Judaísmo y música. (Wagner no iba desacertado en su opinión sobre la música de Meyerbeer, pero ocurre que su prosa es tan vulgar o peor que la música de Meyerbeer…). Sin embargo, paradójicamente, Wagner utilizó muchos recursos de Meyerbeer como material de su propia música. Otros que clamaron contra Meyerbeer fueron los defensores del bel canto italiano, quienes acusaron al compositor de arruinar el arte del canto. Por su parte, un personaje tan sibilino como Berlioz, a pesar de que describió malhumoradamente las óperas de Meyerbeer, siempre guardó un cierto respeto hacia las mismas (y una cierta envidia). Ciertamente, Meyerbeer sabía lo que el público deseaba y creaba sus obras decidido a satisfacerlo. Nadie debía aburrirse ya que ello era el peor de los pecados. Las arias debían ser breves y de enorme dificultad técnica y la orquestación brillante y enérgica, con acumulación de fortissimos y coros imponentes. Por eso su música se ha calificado siempre de artificial y artificiosa, de hueca, sin sentido y falta de la más elemental musicalidad.

Para nuestros oídos actuales esto puede resultar cierto y mucho más si comparamos estas óperas con los dramas líricos posteriores de las escuelas alemana y francesa (sin excluir a Verdi, obviamente). Pero también han existido críticos que han afirmado que Meyerbeer era un hombre de su tiempo y que su música era más social que individual. Por otra parte, de un tiempo hasta nuestros días, no pocos han sido los que han intentado resucitar la música de Meyerbeer (una música a la que le ha sentado muy mal el paso del tiempo). Según estas opiniones, Meyerbeer supo aunar con maestría los estilos francés e italiano con la meticulosidad alemana, creando una música de una riqueza melódica sin parangón y con una orquestación del todo refinada. Sin embargo, desde nuestro modesto entender, creemos que todo el esfuerzo por rehabilitar a Meyerbeer resultará infructuoso por tres motivos: la compleja, costosa y difícil puesta en escena de muchas de sus óperas; la falta de cantantes especializados que dominen su escuela; y, siempre desde un punto de vista subjetivo, porque sus obras carecen a día de hoy de interés desde el punto de vista argumental y resultan un tanto aburridas en lo meramente musical. De despertar algún interés, este no sería más que musicológico. Con todo, nunca podemos vaticinar con certeza qué ocurrirá en futuro lejano con la música de Meyerbeer. Compositores que a día de hoy lideran las listas de preferencias de buena parte de los aficionados eran unos verdaderos desconocidos media centuria atrás. Y ya sabemos que las modas, en ocasiones, resultan tan oscilantes como caprichosas. Sirva desde aquí, no obstante, nuestro humilde homenaje a la figura de este polémico compositor.