Recuerdo, don Antonio, que poco antes de que su nombre circulara entre los mentideros políticos como posible rival de Herrero de Miñón en la disputa del liderazgo de una ensombrecida Alianza Popular, manifestó en una entrevista televisiva que los dirigentes andaluces de AP no podían continuar dando la imagen de «señoritos cortijeros», que había que ponerse al día en estos asuntos donde la escenificación juega un papel tan fundamental. Algunos quisimos ver ciertos aires renovadores en una formación política que seguía, por desgracia, oliendo a tigre. Y me alegré de que su candidatura se alzase con la presidencia del partido, aunque sólo fuera por el disgusto que cierto periódico se iba a llevar al haber apostado claramente por su rival, don Miguel Herrero. Ya se sabe que en España, la información y la opinión son dos conceptos tan simétricos como simbióticos, según ciertas corrientes mediáticas. Quiso usted, de la mejor de las maneras, modernizar ese partido, extraña mezcolanza de ex-ucedistas, liberales, tardo franquistas y algún que otro requeté disfrazado de lagarterana. Mal asunto, don Antonio; la sombra — y la frente — del legendario Fraga aún continuaba siendo muy alargada. Pronto le llovieron las críticas, algunas de una insolencia impropia de lo que se presume ser una derecha educada y civilizada. Muchos, por lo bajinis, le acusaban de ser un poco «nenaza», de no tener arrestos. Y las ilusiones, finalmente, se perdieron en aquellas elecciones autonómicas de 1987. Dos años, don Antonio, de dura travesía en el desierto. Los ataques de testiculina pudieron contra todo pretendido aire de renovación. «Una retirada a tiempo, es una victoria» dijo usted a modo de lacónica despedida. Sin embargo, de un tiempo a esta parte no he podido evitar acordarme de usted cuando veo las cosas que pasan en el partido político que se refundó cuando usted decidió arrojar para siempre la toalla. ¡La de vueltas que da la vida, don Antonio!