Desde hacía alguna que otra semana no se hablaba de otra cosa en las tertulias que los mozos, reponedores, cajeras y demás personal del economato anexo al bar de mi padre organizaban a la hora del desayuno. Y tal persistente comidilla se refería al hecho de que el gerente de dicho supermercado estaba a punto de de jubilarse y, por lo que se rumoreaba, el sustituto no iba a tener tanta manga ancha como su predecesor. Una mañana, bien temprano, entró un hombre al bar con aspecto muy sombrío, de voluminosa complexión física, con el pelo totalmente engominado hacia la retaguardia y con ciertos aires agitanados que subrayaban las doradas cadenas que en cuello y brazos exhibía orgulloso. Me pidió, de forma un tanto sobrada, un café solo y una Castellana con hielo, que posteriormente resultaron ser dos. A la hora de pagar, con excesiva flema, me soltó:  — «Oye, tú; atiéndeme bien si quieres que sea cliente habitual… Vaya birria de copas que me has puesto. En Villaverde Bajo, donde vivo, me echan el doble y me cobran la mitad… Pues sí que empezamos bien. A todo esto: Soy el nuevo gerente del economato y hoy es mi primer día.» –. Para ser sinceros, sus modos déspotas y altaneros no ayudaron a que José, que así se llamaba el hombre, se ganara mis simpatías desde un principio, aunque, debido a sus reiteradas visitas al bar, estábamos irremediablemente condenados a entendernos mutuamente. A su segundo día de estreno, José coincidió en el bar con los charcuteros del súper. Tras observarles un rato en silencio y con la mirada un tanto afrentosa, les espetó, delante de toda la clientela:  — «¿Qué pasa con vosotros? ¿Es qué hoy no trabajamos?» —. Y los pobres charcuteros, ingratamente sorprendidos, no dejaban de mirar la copa de Castellana que empuñaba José en su mano izquierda. Peor suerte corrieron después las chicas de la limpieza que estaban tranquilamente desayunando en grupo alrededor de una mesa:  — «¿Qué pasa? ¿Qué, vamos a estar toda la santa mañana de cháchara?. Levantad el nido ya, que está todo el local lleno de mierda…» –. Las mujeres palidecieron y una de ellas parecía estar al borde del llanto. Aquel tipo se las traía, con sus malos modos y su desbordada petulancia. Escuché decir a un mozo que «Había sido una lástima que a Carmela la hubiesen trasladado el mes anterior, que sino a ese cabrón le hubiera puesto las pilas…». Llevaría poco más de quince días ejerciendo como gerente en el economato, cuando una mañana llegó al bar sin apenas saludar, como tenía por costumbre, y como yo ya sabía lo que tomaba — era un cliente de piñón fijo — le serví, sin que me dijera nada, el café y la copa de Castellana. Al terminar de beberse el café, miró hacia la copa y me dijo:  — «Oye, tú. Y esto ¿Quién te lo ha pedido?» –. Me quedé de piedra.  — «Es lo que usted suele tomar todas las mañanas, don José» — Argumenté. Arqueó las cejas, meneó la cabeza y con una chulería propia de un sheriff del condado me dijo:  — «Nunca me vuelvas a servir una copa hasta que yo no te la pida, listillo» –. Fui a retirarle la maldita copa y me cogió de la mano:  — «¿Pero a dónde vas tú, chaval? Deja esa copa ahí…» –. Me empezaban a cansar estas absurdas demostraciones de fuerza. Pero al día siguiente, por si yo tenía poco, me la volvió a liar: Entró en el bar y sólo le puse el café. Al cabo de un rato me dice:  — «Tú, listillo. ¿Qué pasa con mi copa? ¿Todavía no te has aprendido qué es lo que yo tomo? ¡Qué no te enteras, chaval, que no te enteras!» –. El muy desgraciado me estaba vacilando sin complejos. Llegué a cogerle verdadera inquina a este individuo, del que no iba a estar dispuesto a que a mí me tratase tan despóticamente como a los empleados bajo su mando.

 Una mañana tuve que entrar de urgencia en el economato para aprovisionarme con unas viandas de las que momentáneamente carecía en el bar. Al llegar a la cabecera de las cajas, caí en la desesperación ante las enormes filas de gente que pacientemente aguardaban su turno. En estas, llegó José hasta donde yo me encontraba.  — «¡Coño, mira quién está aquí!» –. Inesperadamente, me pasó un brazo por el hombro y sonriéndome, me dijo: — «Ven, acompáñame» —. Llegamos hasta una de las cajas y, saltándonos todos los protocolos, le dijo a una de las cajeras:  — «Tícale esto a Leiter, que luego paso yo a cobrárselo al bar. Tiene prisa el muchacho…» –. A decir verdad, pude escuchar alguna queja de los que esperaban la cola, pero agradecí la mano que me echó un extrañamente amable José. Con el tiempo, José fue dulcificando un poco su carácter y, pese a sus rudas maneras, no era ya insólito verle departir en el bar con algunos de sus empleados. Según me contaron, en el trabajo se mostraba duro y estricto con los empleados, pero les defendía a muerte en caso de que algún cliente expresara alguna queja a todas luces injustificada. Y tanto fruteros, charcuteros, panaderos, etc… Se lo acabaron reconociendo y agradeciendo. Fue al principio de otra jornada cuando cambiaron diametralmente mis iniciales prejuicios para con José.  — «Buenos días, don José. ¿Café?» –. — «Sí, Leiter, buenos días… Y una copita de esas que tenemos por ahí. Oye, por cierto, déjate ya de milongas con el Don José, joder. Que yo no soy tan viejo. A mí me llamas de tú. Lo de usted lo dejas para esos carcas que viven en este barrio de señoritos y a los que tanto les gusta que se les dore la píldora.» –. Pronto me di cuenta de que, bajo esa capa de altanería y soberbia, bajo esos ademanes chulescos a más no poder, pese a esa apariencia de hombre temible y duro como una roca, frío, seco y cortante, se escondía un ser de enormes cualidades humanas, así como de un inmenso corazón. Y lo pude corroborar una vez que entró en el bar y observó a mi padre sentado junto a una mesa con los primeros síntomas de la enfermedad que acabaría por llevarle a la muerte.   — «Oye, Leiter, tu viejo está muy mal… No debería permanecer aquí, en el bar.» –. — «Ya lo sé, José. Qué más quisiera yo que convencerle de eso; pero esta es su vida y sólo le van a poder sacar de aquí con las piernas para adelante.» –. No pasó ni media hora y José se presentó con un señor que portaba un maletín médico.  — «Leiter, este es el médico de la empresa. Aprovechando que estaba por aquí le he dicho que pase un momento a observar a tu padre. Venga, don Caesar Imperator, vamos al reservado, que le van a tomar la tensión… Olvídese ya del negocio, hombre, que su hijo sabe defenderse de sobra.»–. Aquella tarde, en el tanatorio, cuando estábamos velando el cadáver de mi padre, me llevé una gratísima sorpresa al ver aparecer a José, en horas de su trabajo y con el uniforme de la empresa puesto.  — «Lo siento, Leiter. Pero mejor así que como estaba… Bueno. Por cierto, ¿Aquí no hay bar?» –. Nunca me sentó mejor, y de hecho lo estaba necesitando, el tomarme un cubata con una persona como José en aquella calurosa y triste tarde de confusos sentimientos. Con su peculiar maestría y embrutecidas maneras, me aclaró muchas dudas existenciales que hasta entonces tenía.

 José acabó por ganarse la unánime confianza y gratitud de sus empleados cuando ocurrió aquel suceso del que se habló durante días en todo el madrileño barrio de Salamanca. Estaba a punto de cerrar sus puertas el economato, ya casi de noche, cuando de un vehículo descendieron tres individuos portando unas escopetas recortadas.  — «¡¡Esto es un atraco!! ¡¡ Rápido, el dinero!!» — A José, que estaba haciendo las cuentas entre la hilera de cajas, le encañonaron directamente. Según los posteriores testimonios de unas angustiadas y llorosas cajeras, el drama estuvo a punto de desencadenarse cuando José, con un terrible rictus de ira, le dijo al que le estaba apuntando: — «Coged todo el dinero de las cajas. Pero como se te ocurra hacer daño a alguno de mis empleados te juro por mi madre que no paro hasta dar con tus huesos, hijo de puta» –. Consumado el penoso incidente y al tiempo que toda la calle estaba repleta de coches-patrulla de la policía, José se escabulló como pudo y entró en el bar, pidiéndome una Castellana con hielo. Acto seguido, se metió en el reservado y se puso a llorar como una Magdalena. Cerré las puertas del reservado y prohibí terminantemente el acceso al mismo. Llegaron tiempos de cambio, de incomprensibles privatizaciones, y por aquel economato empezaron a merodear todo tipo de técnicos de ventas, de marketing y sabe Dios de qué más. A José acabaron por hartarle. En un receso, durante unos cursillos que la nueva dirección del economato estaba impartiendo para reciclar a sus empleados, coincidieron en el bar José y una joven que era la encargada de dar las clases sobre recursos humanos. José estalló:  — «Oye, tú tendrás muchos estudios y todo lo que quieras, pero a mí no me vas a enseñar en tu vida a dirigir un supermercado. Esto hay que mamarlo desde pequeño y tú, perdona que te diga, no tienes ni puta idea. Mucha teoría y mucha hostia, pero hay que estar ahí, al pie del cañón, peleándote a diario con clientes, proveedores y empleados vagos…» –. José no duró una semana y aceptó la oferta que le propusieron en una reconocida marca de la competencia. Nunca he vuelto a saber más de él. Apuesto a que, dondequiera que esté, los empleados bajo su mando acabarán sintiendo admiración por él.