El retrato va de Boxeo

Dos eran los ingeniosos recursos que utilizaba mi padre para contrarrestar la ludópata adicción que en mi mocedad padecía con respecto a las máquinas de bolas Texaco (También llamadas Flipper) que periódicamente instalaban en una esquina del bar y que, gracias a unas milagrosas llaves que me liberaban de tener que echar el consabido duro para obtener dos créditos, suponían la obsesión de quién esto escribe.

 

Uno de ellos, sin duda el más abrupto, consistía en cortar el suministro eléctrico del artilugio — Tras reiteradas llamadas de atención que por un oído me entraban y por el otro me salían — Mediante un interruptor situado en un extremo de la barra. La otra opción, mucho más sibilina, requería de la inconsciente colaboración de Julio, aquel mancebo boxeador zamorano aspirante al título regional de los pesos pesados.

Obviamente, ello no significaba que mi padre fuese tan extraordinariamente cruel conmigo, como bien pudiera desprenderse de una primera lectura, sino más bien que incitaba a Julio a contemplar cómo me las entendía con las bolas de la Texaco.

 

Julio, ser fornido tanto de apariencia como de corazón y con un botellín de cerveza en la mano, disfrutaba tanto con mis habilidades en la máquina que, al menor riesgo de perder la bola en su trayectoria por los temibles pasillos laterales, arreaba tales zurriagazos a la pobre Flipper que no tardaba en aparecer el maléfico TILT en la pantalla, condenando el juego y la consiguiente partida.

No había forma de poder explicarle que de ninguna manera, fuera de los golpes precisos, había que sacudir el artefacto. Al final, desmotivado por las continuas interrupciones del juego, acababa por abandonar la máquina ante las sentidas protestas de Julio y la vengativa y silenciosa sonrisa de mi padre desde el fondo de la barra. Julio, conocido artísticamente como Proy, me puso en serios aprietos aquella ocasión en la que coincidimos en un salón de juegos recreativos muy popular en la barriada, el Sport Club de la calle de Alcalá.

Julio "Proy"

 

Por entonces, existían unas máquinas que tenían dos bandejas superpuestas repletas de monedas de a duro y que se desplazaban en movimientos paralelamente discontinuos sobre el plano horizontal. El reto consistía en introducir un duro con la estudiada y difícil precisión para que desplazase algunas monedas de la bandeja superior y, a su vez, estas mismas empujasen a las que se encontraban al borde de la bandeja inferior hasta la apertura de salida.

Parecía relativamente fácil pero como en todo juego, había truco y este no era otro que la ligera inclinación hacia arriba de la bandeja inferior impidiendo la precipitada caída y consecuente ganancia de un buen puñado de duros. Aún así, en contadas ocasiones la máquina dejaba escapar algún que otro duro para enganchar a los más incautos.

Julio Proy no se lo pensó dos veces y, tras haber perdido unos diez duros, le soltó un tremendo mandoble a la infeliz máquina que, aparte de soltar una considerable cantidad de duros, también activó su rudimentario sistema de vigilancia y manipulado, provocando una aguda y chirriante alarma y la posterior y amenazadora presencia de uno de los vigilantes del local.  –«Oigan ustedes, no se le pueden dar golpes a la máquina» –. A lo que un indignado Julio Proy contestó:  –«Esta máquina es una estafa. He echado más de diez duros y se los ha tragado, la muy cabrona. Debe tener por ahí un imán o algo por el estilo que impide que los duros caigan a la bandeja… «–.

El encargado, con cara de pocos amigos, nos invitó a abandonar el local no muy de buenas maneras, pero Julio Proy no se amedrentó y volvió a sacudir al aparato con tal violencia que lo dejó sin corriente eléctrica. A continuación dijo:  –«¿Has visto qué hostia? Pues es la misma que te voy a dar a ti si no abres el chisme este para que yo vea cómo funciona y si tiene algún tipo de trampa.» –. Yo estaba aterrorizado ante la escena y no paraba de repetir:  –«Venga, Julio, vámonos. Déjalo ya y vámonos de aquí.»–.

Afortunadamente Julio se fue calmando y por fin abandonamos el local, para tranquilidad mía (Y del encargado, quién se puso pálido ante la descomunal fuerza exhibida por el brazo de Julio).

Ya en la calle, me comentaba:  –«Joder, con el chulo de mierda ese… ¿Cómo se ha puesto por un golpecito de nada? Si le llego a arrear fuerte desarmo allí mismo la máquina…»--. Pero Julio, pese a sus rudas maneras y su extraña forma de caminar, con los brazos ligeramente arqueados marcando músculo y sin apenas movimiento de los mismos en relación con los pasos, era un ser tremendamente bondadoso, incapaz de hacer daño a una mosca, aunque… Una mañana de domingo me invitó a que conociera el apartamento donde se alojaba junto con su hermano.

Su habitación estaba repleta de posters de conocidos boxeadores y de algún que otro cartel anunciando su nombre en otras tantas veladas federativas. Me enseñó distintos tipos de guantes e incluso me animó a que me probara uno de ellos, procedimiento mucho más complicado de lo que yo inicialmente creía.

Lo malo fue que él también se acopló un par y pasó a instruirme en los rudimentos de la práctica pugilística:  –«Mano izquierda pegada, protegiendo con el codo el estómago… Así. Derecha por encima, oscilando. Venga, muy bien. Paso adelante y paso atrás, como bailando… Eso. No olvides ladear el cuerpo para evitar que te centre el contrario. Así, así… ¡Muy bien!»–. De las teóricas explicaciones pasó a los ejemplos prácticos y comenzó a obsequiarme con ligeros golpecitos en la mandíbula.  –«Protege la cabeza levantando en posición los dos brazos… ¿Lo ves? Si no duele.

Mira, para pegar duro, has de utilizar el gancho; escondes la izquierda por debajo, tal que así… Y, girando, impactas en el mentón… ¡Así!»–. El tortazo que recibí fue tan aparatoso que tuve la sensación de que su guante se me había quedado pegado a la cara. Por un momento se me nubló la vista y creí perder el sentido del equilibrio aunque lo peor fue la reacción de Julio Proy ante mi atontamiento: –«Joder…¡Pero si estás pálido! ¡Qué débil estás, coño! ¡Madre mía, como te has puesto por un simple roce…! ¡Pero si esto es lo que hacemos en el ring para calentar y tonificar la cara!»--. Muchos clientes del bar afirmaban que Julio Proy dejaba escapar los combates por su manía de dialogar con el adversario cuando éste se encontraba prácticamente noqueado.  –«¡Vamos, tú. Levántate y pelea, coño, que para eso nos pagan. Pero si esto no ha hecho más que empezar…!»–. Y, claro, al rival le daba tiempo a reponerse y poner en práctica los consejos de Proy, con resultados del todo desfavorables para el entrañable púgil de nuestra barriada.

Durante algunos años nos dio por organizar en el bar de mi padre casi todos los viernes al anochecer, y ya a puerta cerrada, unas memorables reuniones de carácter gastronómico entre los clientes más asiduos y de mayor confianza. Nosotros poníamos el local y los fogones de la cocina y el resto se encargaba de traer, uno el vino, otro las viandas, otro más los aperitivos… Y así nos tirábamos hasta las tantas de la mañana en un ambiente solidario de franca camaradería donde no faltaba el buen humor y la alegría a raudales.

Julio Proy solía encargarse del vino, un buen caldo de su tierra zamorana aunque con elevado grado de acidez. Se reservaba una botella entera para sí mientras que los demás tocábamos a una por cada tres personas. Julio apoyaba el frasco directamente en el suelo junto a la mesa donde, de forma pantagruélica, daba buena cuenta de tal cantidad de chuletas de cordero (El plato más repetido) como su cuerpo pudiera resistir.

Una noche le llegamos a contar hasta diecisiete chuletas con sus respectivas raciones de patatas fritas, amén del pan y los aperitivos previos. Tras este festín y, luego de servirnos unos pelotazos, Julio se arrancaba bien por Manolo Caracol, bien por Pepe Marchena, y nos deleitaba a todos con una improvisada selección de coplas que en no pocas ocasiones provocaron la inesperada presencia de la Policía advirtiéndonos de las molestias que estábamos ocasionando al colindante y sufrido vecindario.

Julio Proy, absorto en su clase magistral de interpretación, no dejaba pasar esta circunstancia para intentar sumar nuevos amigos y socios a nuestra folklórica tertulia.  –«Pero, ¡Coño, agente! Pase y tómese un chato con nosotros, que somos gente de bien. Leiter, mira a ver si ha quedado alguna chuletilla por ahí… «–. De cualquier manera, Julio no se daba por enterado ante la lógica negativa de los agentes de seguridad.  –«Bueno, joder, ya que no quieren ustedes participar en esta velada por lo menos acepten estos bocadillitos con una chuletilla. Envuélveselos, Leiter, que luego de madrugada entra el gusanillo y hace frío por ahí fuera. Ah, espere, espere, agente… ¡Leiter! Echa el vino que queda en una botella vacía de esas, de Casera, y dáselo a los señores agentes… ¡Joder, que con algo habrán de pasar las chuletillas!» —.

Nunca podré olvidar las expresiones que adoptaron los dos miembros de la patrulla policial. Pero Julio, animado, seguía como si tal cosa. Empezó a hurgar en una vieja cartera de cuero de donde sobresalía un peine color ámbar y añadió:  –«Además… ¡Tomen! Dos entradas para que puedan presenciar mi próximo combate, de mañana en ocho días, en el Campo del Gas. ¡No se lo vayan a perder, eh! Le voy a poner la cara como un tomate al pollo ese de Carabanchel que ha tenido los santos cojones de retarme… «–. Juro por mi conciencia que la pareja de policías se despidieron amablemente de nosotros y únicamente nos hubieron de recriminar con advertencias del estilo: –«Bueno, señores, sigan con la reunión pero procuren no armar mucho alboroto. Buenas noches»–.

Mas, el momento cumbre en las animadas sesiones copleras de Julio se produjo una fría noche de invierno cuando, en un alarde de facultades y mayormente desenfadado por la ingesta de unos cuantos whiskies posteriores a la opípara cena, se atrevió con la Hija de Juan Simón, del inolvidable Antonio Molina, en una de las interpretaciones más emotivas que yo haya escuchado nunca. Tal fue la admiración que desató en la concurrencia que el señor Olavide, en un conmovedor arrebato producto de un espiritual deseo de acompasar el cante con espasmódicos movimientos de su cuerpo, se desequilibró, cayendo de espaldas y abriéndose la cabeza ante el descomunal impacto de la misma contra la vieja máquina jukebox de discos.

En realidad, nunca averigüé del todo si el batacazo fue consecuencia del súbito desplazamiento del espirituoso líquido que el señor Olavide transportaba alegremente en su cuerpo o bien fue por un exceso de confianza a la hora de reclinar su silla. El caso fue que, tras el susto y la consecuente cura, Julio Proy siguió cantando como si tal cosa. (El señor Olavide solicitó otro «whisquito» para mitigar los dolores de la aparatosa brecha).

Decidimos prolongar la juerga en un local de la calle de las Naciones y nos jugamos la ronda de copas a una épica partida de dados. Con lo que no contábamos era con la escasa dosificación de fuerzas que Julio Proy iba a aplicar al cubilete de dados en sus respectivos turnos de juego y así, en dos terceras tiradas, y obligándose al As, el impacto del recipiente de dados fue tan brutal que provocó un pequeño movimiento sísmico en la barra, de tal forma que las copas más cercanas al epicentro se volcaron, poniendo todo el mostrador perdido de una extraña mezcla de whisky, ron, coca-cola y carámbanos de hielo flotando.

Esta vez el encargado nos disculpó, pero no así a la segunda ocasión en que, a modo de réplica, dio con el propio vaso cubatero de Julio por los suelos. El encargado, con un monumental enfado pese a conocernos de sobra, nos invitó a salir  –«Id por ahí a otro local a liarla, ¡Panda de borrachuzos!» — del pub. Julio, para terminar de arreglar el desaguisado, intentó dialogar con tal aspaviento de manos que otra copa, esta de Licor 43, corrió la misma suerte que las anteriores. Menos mal que los buenos oficios de Fustel y de Fermín, el de Telefónica, consiguieron aplacar tanto la justificada ira del encargado como la inapropiada dialéctica de Julio Proy.

Al final, la cosa no pasó a mayores y conseguimos que el encargado nos pusiera otra ronda para limar asperezas. Julio Proy y el encargado acabaron charlando amigablemente, luego de las oportunas disculpas del primero.

Por fin llegó la noche del esperado combate entre Julio Proy y aquel osado púgil de la barriada de Carabanchel.

Se celebró en el Campo del Gas y hasta allí se desplazó una buena comitiva compuesta por numerosos clientes del bar de mi padre para acompañar y animar a Julio durante la pelea. Si mal no recuerdo, entre otros acudieron Quintín, Candi, Milagros y su novio, el policía secreta; el Bienpeinado, don Pedro, el que salía en las fotos con los toreros; el señor Olavide, Covadonga, la del ropero; Gonzalo, Rafa Piedra, quién se pasó toda la velada comiendo avellanas; Capelares, el del garaje; y también el profesor Neftalí, quién no paró de componer visibles muecas de contrariedad a medida que avanzaban los asaltos. Julio Proy salió pegando fuerte aunque no paraba de mirar con el rabillo del ojo a toda la nutrida representación de la calle Alcántara.

Por momentos, la pelea pareció decantarse a su favor pero el mozo de Carabanchel se defendía como gato panza arriba. En el último asalto, Julio acorraló a su rival en una esquina del ring y animado por el griterío trató de noquearle, sin éxito.

El combate acabó en tablas ante la sonora protesta de todos los que hasta allí nos habíamos desplazado excepto del profesor Neftalí quién, en un alarde de sinceridad consigo mismo– Y de atrevimiento — afirmó que «Julio había dejado descubrir sus armas con mucha e inconsciente precipitación». Finalizado el combate, el grupo regresó de nuevo al barrio y en el bar se organizaron apasionadas tertulias y debates sobre cuanto había dado de sí la pelea. Pasadas unas horas, ya casi cerrando, apareció Julio Proy con la cara entumecida a causa de los golpes recibidos:  –«¡Me cago en mi sangre! Se defendió bien el cabrón ese… Pero para mí que el combate estaba apañado. ¿No visteis cómo el árbitro no le llamaba la atención cuando no paraba de abrazarse durante mis ataques? Dame un botellín… ¡Me voy a cagar en…!» —.

Todos intentamos consolar a Julio, en vano. No pasaron ni dos meses y Julio desapareció de la barriada. Nunca nadie supo más de él.

Quizás aquellos sueños de luchador profesional se desvanecieron ante la triste realidad de un futuro más que incierto. De cualquier forma, Julio Proy siempre permanecerá en el recuerdo de este barrio como aquel gran boxeador que pudo haber sido y no lo fue.

Y, además, como una persona que bajo su amenazadora apariencia escondía un enorme e ingenuo corazón.